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Non in solo pane vivit homo

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Desde la huraña ventana de la sacristía, don Tello, cura párroco de San Gundisalvus, primero ve surgir la mula por el recodo de la empinada vereda que conduce a la ermita, después al hombre que va detrás. Distrae la mirada por un instante y cuando vuelve la vista sólo alcanza a ver la mula, caminando resignada cuesta arriba; el hombre no está por ninguna parte. Se frota los ojos y de nuevo dirige la vista hacia la vereda: ahora ve al hombre y la caballería, el hombre delante. Don Tello está en ayunas y piensa que el estómago vacío le hace ver visiones; o acaso sea la edad. El hombre y la mula se van acercando.

La ermita de San Gundisalvus se halla como agazapada en lo alto de una montaña, rodeada de pinos y robles milenarios que ocultan el horizonte, un bosque que arrebuja y aísla, como antes a los godos y antes a los romanos y antes... a quien fuese que hubiera vivido por aquellos parajes. Esto impone a don Tello una vaga sensación de herencia, de continuidad. La ermita se construyó en tiempo de los godos. Recia en su abovedamiento y en sus muros, tiene apariencia de fortaleza, sólo agraciada en su interior por capiteles florales, tímidos y escuetos. El que se encuentre alejada del camino de los peregrinos es una pesadumbre para don Tello y los vecinos. Los peregrinos nunca se desvían para visitarla, porque la verdad es que no tiene mucho que ofrecer en cuestiones de indulgencias. San Gundisalvus no posee reliquias como otras iglesias, acaso todavía más apartadas pero que deparan un sin fin de gracias y perdones.

Con una santa reliquia podría hacerse una jira misericordiosa por las aldeas cercanas, y los pecadores y los enfermos se beneficiarían de sus propiedades milagrosas. Quizá algún rico, agradecido por un favor o ante la cercanía de la muerte, haría una donación generosa. Don Tello es un hombre piadoso y práctico. Sus aspiraciones son más bien modestas: no pretende el dedo de Santo Tomás, ni huesos de María Magdalena, ni una muela de San Juan Bautista, y mucho menos una muestra de la preciosa sangre del Señor, astillas de la Santa Cruz o un mechoncillo de los cabellos de la Virgen. Reliquias tan preciadas eran para templos y monasterios de gran categoría. Para San Gundisalvus, él se conformaría con el dedo o quizá la tibia de algún santo poco conocido; el antebrazo sería ya mucho pedir.

Don Tello sale a recibir al visitante. Aparenta unos cincuenta años. Tiene el pelo canoso, greñudo; el rostro, curtido, arrugado, de persona muy expuesta al sol y los vientos; las manos, ennegrecidas. Su indumentaria —abarcas, sayo pardo, manto, todo muy desgastado— denota dejadez y pobreza. Las alforjas de la mula van repletas de cajas y bultos. “Buhonero tenemos”, piensa don Tello. El hombre saluda respetuoso. Dice que ha hecho muchas etapas largas y arriesgadas para llegar a la ermita de San Gundisalvus.

—Traigo algo que os va a complacer —afirma.

—Hijo mío, no tengo dinero para comprarte nada —repone suavemente don Tello.

—Yo no vendo cosas, hago regalos —responde el otro con altivez.

Y antes de que don Tello pueda salir de su asombro, el hombre explica:

—Hace ya muchos años se me apareció en un sueño Santa Elena, que, como sabéis, encontró, en Jerusalén, la Cruz en que murió Nuestro Señor. Me anunció que yo estaba destinado, por mandato divino, a continuar la labor que ella había comenzado. Irás por el mundo en busca de santas reliquias y, una vez halladas, las entregarás a aquellos que más las necesiten para aliviar los sufrimientos de la cristiandad. Siempre en sueños recibo noticias de lugares y nombres, y nunca fallan.

A don Tello, estupefacto, sólo se le ocurre preguntarle su nombre.

—Los que han recibido mis sagrados presentes me llaman Reliquiero.

El Reliquiero saca de las alforjas un bulto bastante alargado, envuelto en muchos trapos, y lo desenvuelve. Don Tello se queda horrorizado: es la momia de un niño. Va cubierta con una especie de delantal de color indefinido, hecho jirones y casi petrificado; en la cabeza tiene manojillos de pelo oscuro, lacio; lo que debió ser piel blanca, suave, tersa, es ahora cuero marrón amarillecido, estrujado como la corteza de un árbol; los ojos son dos puntos inconscientes que se fijan en la nada; la boca, abierta, atónita. “Por ahí se le escapó el alma”, piensa don Tello, incapaz de pronunciar una sola palabra.

El Reliquiero deposita la momia en el suelo, sobre el montón de trapos, y refiere a don Tello su historia.

En vida, el nombre del niño era Opropio, hijo de un matrimonio romano convertido a la fe de Cristo. Como tantos nuevos cristianos, los padres de Opropio fueron condenados a morir en el circo, pasto de las fieras. El muchacho, que tenía entonces diez años y que también se había convertido, quiso estar junto a ellos en el último y aciago momento. Pero los jueces romanos, considerando su edad, no lo permitieron. A los pocos días de la muerte de sus padres, Opropio contrajo unas fiebres malignas y, sin nadie que lo cuidara, pasó a mejor vida. Unas almas piadosas conservaron su cuerpo en una urna de piedra. Pasó el tiempo y el cadáver no se descomponía, a ojos vistas, un milagro. ¡El niño había sido un mártir a posteriori! Durante los primeros años del cristianismo el suceso fue bien conocido y el pequeño muy venerado. Pero después el tiempo gastó el recuerdo. Y la urna con el cuerpo de Opropio desapareció hasta que él la encontró intacta, oculta del ojo humano, en una antigua necrópolis, en las montañas de Asturias, junto con una lápida en la que se refería la historia del pequeño mártir. No había traído la lápida por el peso.

Don Tello tiembla de emoción. La historia de Opropio le acongoja. Desdichada criatura. Pero al mismo tiempo no puede reprimir un íntimo júbilo del que acto seguido se avergüenza.

El Reliquiero asegura que ahora es sólo cuestión de tiempo. Se correrían las voces del descubrimiento, las gentes vendrían a ver el cuerpo, ocurrirían milagros y la Iglesia canonizaría a Opropio —San Opropio, niño y mártir—, lo que ya de hecho había fructificado en la mente de los primeros cristianos. Él mismo, en el momento oportuno, podría dar fe del hallazgo y aportar la lápida. Además, en Roma tenía que haber documentos que probaran la veracidad de los sucesos.

Don Tello no sabe qué pensar. ¿Qué diría el señor obispo? Los primeros mártires eran, desde luego, los que más se estimaban por ser los más cercanos en el tiempo a la Crucifixión; su poder de intercesión debía ser enorme. Pero... ¿y si todo esto fuese una superchería? Cavila. Por otra parte lo que le había traído la Providencia no era una simple reliquia; era todo el cuerpo milagrosamente conservado de un mártir, un niño inocente además.

Como adivinando todos sus pensamientos, el Reliquiero habla del conocimiento de saber que se sabe algo, que algo significa mucho, que mucho de lo que se sabe es un gozo y a veces una duda.

El Reliquiero se despide. Don Tello ensaya unas palabras apresuradas de agradecimiento. El hombre y la mula bajan ya por la vereda. Don Tello, con Opropio en sus brazos como si fuera un haz de leña, intenta decir adiós con una mano, mas su torpe saludo resulta inútil, pues sus ojos sólo confrontan la pedregosa vereda.

Dentro de la ermita, don Tello decide instalar, por el momento, de pie y apoyado contra el fondo de una hornacina el envarado cuerpo de Opropio, lo que ya empezaría a darle un tono de imagen sagrada. Da unos pasos atrás y contempla su arreglo. Le parece adecuado. Pero no puede evitar un repeluzno.

 

Han pasado dos meses, dos meses de muchos quehaceres y proyectos; también hay recompensas: los peregrinos acuden cada vez en mayor número, casi ya una romería. Hoy, con la ermita llena de fieles, don Tello se siente inspirado y determina echar un buen sermón que avive el recuerdo de las penas del Infierno. A través de uno de los ventanucos observa muy apurado que sus dos cabras están comiéndose las flores que alguien ha dejado sobre una tumba, en el cementerio de la ermita. “Malditas cabras, que Dios las confunda”, dice entre dientes. Tose, se yergue y predica:

—Los castigos infernales son horripilantes y jamás se interrumpen, segundo tras segundo, minuto tras minuto, hora tras hora, día tras día, y así por toda la eternidad, por toda la eternidad.

Don Tello, en sus sermones, siempre repite las cosas que él considera más vívidas por mor de la comprensión y el recuerdo.

—Lucifer, recostado en su trono, que es la lápida de un sepulcro, contempla y dirige los tormentos. Tiene barbas rojas, tan rojas como las llamas que siempre arden en el Infierno, las llamas que siempre arden en el Infierno, orejas grandes como las de un conejo y cuernos retorcidos, entre los cuales lleva la corona que le proclama Rey del Mal. Su cuerpo es mitad hombre y mitad macho cabrío, muslos peludos y patas delgadas. De su boca repugnante no salen palabras, sólo berridos, sólo berridos.

Las cabras pastan ahora en otra tumba.

—Sus acólitos se le asemejan, y además poseen alas membranosas que les sirven para desplazarse fácilmente por todo el ámbito infernal y torturar a los condenados. En el Infierno, un antro interminable, con infinitas cavernas, agujeros nauseabundos y rocas negras y puntiagudas, la única luz es la del fuego eterno, la del fuego eterno.

Y luego pinta una sucesión de tormentos inimaginables.

Don Tello sabe leer y escribir con mucho esfuerzo, con el latín se hace a menudo un galimatías. Acaba de escribir en su diario de un tirón: “In nomine domini nostri Jhesu Christi et ego Tello Gómez y ayer domingo el octavo día del mes de abril y del año de gracia 1180 y di un sermón y la gente y mucha de ella peregrinos y en busca de indulgencias y me escuchó atenta y les describí los castigos infernales”. Muy ufano con su consignación, se dispone a decir la primera misa del día, que ahora celebra a la prima, demorada en atención a los peregrinos que se desvían de su camino para visitar la ermita.

En la sacristía hace un frío de mil diablos. “Esta primavera es más traidora que Judas”, piensa don Tello. Se pone la casulla. Ya en el altar, advierte que hay un gran número de peregrinos —gracias a Dios y a la perseverancia de sus propios esfuerzos—; también una caterva de viejas devotas y varias mujeres jóvenes cubiertas con el recato debido, todas ellas rosario en mano, muchos campesinos, que esperan cosechas milagrosas por voluntad divina, más ahora con la intercesión de Opropio, y unos pocos mozos medio adormilados que vienen de mirones y que, cuando tengan los ojos abiertos, mirarán casi todo el tiempo hacia las mozas, a ratos hacia el oficiante. Ninguna novedad. Ya les ajustará las cuentas. Cuando concluya la misa, los fieles irán desfilando ante el altar para contemplar el cuerpo de Opropio, expuesto en una urna de cristal que don Tello ha mandado construir. El niño mártir, un manantial de consuelos y esperanzas.

Está don Tello a punto de comenzar cuando de improviso se abre una de las hojas del portón y una bocanada de neblina gélida se entromete en la ermita. La confusa luz del día queda un momento menguada por la figura corpulenta del obispo —le reconocería en cualquier parte—, que entra acompañado de un diácono y se acomoda erguido en la tosquedad del último banco. El diácono se queda de pie, respetuoso, detrás del obispo.

Don Tello, haciendo de tripas corazón, se encara con los presentes y dice con voz fuerte, pero no del todo segura: Oremus.