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Alimentando a El Viento

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—Grrrrr —un sonido hueco y profundo se dejó escuchar.

Y sin más, nuevamente se volvió a oír ese extraño Grrrr que rompió el silencio de la noche. Era una noche fría, lluviosa como todas las noches de julio. Tan fría que los perros tenían flojera de ladrar.

—No puede ser... Creo que voy a morir de hambre esta noche. Cada vez es más difícil conseguir comida —era la voz de un hombre regordete, de cabello negro, cejas prominentes y una ancha nariz.

Sin pensarlo más, aquel hombre se puso su deshilachado chaleco, una mochila a cuadros azules en los hombros y salió de ese pequeño cuarto que le servía de habitación. Caminó por varios pasadizos, bajó algunas escaleras y después de un momento ya estaba frente a una mesa. Pero no era una mesa común: era una enorme mesa de madera con un mantel rojo. Era tan grande que el hombre, aun parado, apenas si llegaba debajo de un cuarto de una de las patas.

El hombre sacó de su mochila un clip que en uno de los extremos tenía atada una soga, bueno, en realidad era un pedazo de estambre, pero a él le servía bastante bien. Arrojó el clip sobre la mesa, éste quedó enganchado en el mantel y poco a poco el hombrecito fue subiendo por la soga. Después de un momento ya estaba en la cima. Dio unos cuantos pasos y pronto encontró lo que buscaba: un enorme plato con dos galletas de chocolate. Corrió hacia él y como pudo guardó las galletas en su mochila para después regresar a su casa. No sin antes sacar de su bolsa un largo popote, el cual podía encoger y estirar cuando fuera necesario, introducirlo a una taza con leche tibia, sorber, y guardar un poco de ese blanco líquido en un botecito que también llevaba en su mochila. Al terminar, bajó de la mesa y regresó a su hogar rápidamente, pues ya se escuchaban tras de sí los fuertes pasos del dueño de la casa y por lo tanto, el dueño de aquellas galletas.

Al llegar a su casa, sacó de su mochila las galletas y la leche y se dispuso a cenar. En realidad no le gustaban mucho las galletas de chocolate, sus preferidas eran las de fresa, pero en esa ocasión sólo había de ese sabor.

Después de cenar, Felipe, que era el nombre de ese pequeño hombre, se dirigió al húmedo techo de la casa donde un hoyo le servía de mirador en las noches estrelladas. Le encantaba mirar las estrellas, aunque en los últimos años en la ciudad ya no se veían tantas luces en el cielo. Había llegado a esa casa hacía ya muchos, pero muchos años. Y aunque al principio había pensado vivir en el jardín, cerca de un enorme pino, al final se decidió por el interior de la vivienda, entre las paredes. Él era muy friolento y si se quedaba en el exterior sus pies podían congelarse.

Poco a poco consiguió los materiales necesarios para darle forma a su hogar: con un pedazo de madera y cuatro clavos hizo su mesa, con una tapa de un frasco y unos palillos su silla, con un tabique y pedazos de tela la cama, las cobijas; y con un calcetín, de uno de los niños de la primera familia que vivió en la casa, hizo una suave almohada; aunque también con trozos de tela, que recogía de uno y otro lado, hacía su ropa. Así le fue dando forma a su casita, la cual barría todas las mañanas con una escoba que había hecho con un palo de paleta y ramas de un pino.

Todo era fácil de conseguir para Felipe excepto la comida, ya que siempre esperaba a que los dueños de la casa salieran a la calle o simplemente se alejaran de la cocina.

Todos los días tomaba su mochila, donde llevaba las herramientas necesarias para hacer sus labores: una soga, un popote, un cuchillo, un frasco para guardar la leche, una escalera de estambre y muchos objetos más que necesitaba para trepar a los muebles y poder tomar la comida que le gustaba. Así, a veces cogía un trozo de pollo en salsa verde, un cachito de albóndiga con rica salsa de chipotle, un fideo con crema, un cuadrito de jamón con catsup, y lo que más les gustaba: un hongo relleno de queso. Por las noches, sólo tomaba un poco de leche y una o dos galletas, de preferencia de fresa o de animalito. Pero eso sí, siempre tomaba trozos de fruta, no había día en que no comiera fruta: uvas, capulines, sandía, mango, fresa, durazno, papaya, melón, zarzamora... todo. Felipe siempre decía: “Un día sin comer fruta, es como una noche sin estrellas: aburrida, sin color y larguísima”.

Sin embargo, cada día los dueños de la casa se daban cuenta de que algo raro estaba pasando y a veces encontraban una albóndiga incompleta, que la señora tenía que tirar a la basura porque pensaba que los ratones la mordían; un melón con un hoyo, o un durazno al que le faltaba un pedazo. Lo que más les extrañaba era la falta de galletas. Esas galletas que ellos ya no se comían y que dejaban en la mesa sobre los mismos platos de la cena, que para sorpresa de ellos nunca amanecían en su lugar.

Al principio pensaron que eran los ratones los que se llevaban la comida, pero después de colocar ratoneras en todos los rincones y no caer ninguno, se dieron por vencidos.

Sin embargo, una noche un grito invadió el vecindario: “¡Aaaaaaaay!”.

—¿Qué pasa, Lola? —dijo un hombre que había entrado corriendo a la cocina.

—¡Mira! ¡¿Qué es eso que está sobre la mesa?! —preguntó la mujer aterrada.

Su esposo se inclinó sobre la mesa, pues desde donde estaba no alcanzaba a ver nada. Y su sorpresa fue enorme al ver sobre el mantel una pequeña botita hecha de cuero que se había quedado pegada sobre unas gotas de miel. El hombre tomó la bota y la observó con curiosidad: ¿a quién podría pertenecer algo tan pequeño?

Media hora después el hombre continuaba viendo la pequeñísima bota. Por la noche no pudo dormir. A pesar de que sus ojos estaban cansados y deseaban cerrarse ya, el sueño se había ido de su lado.

A la mañana siguiente, sacó la botita del alhajero de su esposa y la continuó viendo por un largo rato. Mientras tanto, Felipe daba vueltas alrededor de su mesa pensado en lo que debía hacer para recuperar su bota: ése era el único par que tenía. Pensó en que tal vez debía hacerse unas nuevas de tela, pero se dio cuenta de que no era tan resistente como el cuero. Y no podía hacerse unas de cuero porque el que tenía lo había usado para hacerse un reconfortante sillón en el que se quedaba dormido por las tardes después de comer.

—¡La dejaré aquí sobre la mesa! —dijo el hombre, decidido, a su esposa—. Creo que pertenece a alguien y si la quiere vendrá a buscarla. Vigilaré toda la noche. No me moveré de aquí —continuó.

La mujer no dijo nada, pues sabía que a su esposo a veces se le ocurrían cosas extrañas. Cosas que siempre hacía y al final quedaba desilusionado por el resultado. Sin decir más, la señora se fue a dormir y dejó a su marido escondido dentro de la alacena, desde donde podía ver, por un hoyo que tenía la puerta, la mesa de la cocina.

Poco después, las luces de la casa se apagaron. Felipe tomó una linterna que él mismo había hecho y se dirigió a la cocina. Bajó las escaleras y atravesó los seis pasadizos que lo llevaban hasta ahí. Al llegar a la cocina miró hacia todos lados y no vio a nadie.

De pronto, el hombre dentro de la alacena se quedó inmóvil, no podía creer lo que sus ojos veían: un pequeñísimo hombre escalaba el mantel de su mesa.

Felipe vio sobre un plato de cristal amarillo su bota. Se alegró, pues todo el día había tenido mucho frío en su pequeño pie, y sus largos y grandes dedos ya estaban acalambrados de tanto sentir el piso helado.

Pero cuando Felipe estaba a punto de tomar la bota y ponérsela, el hombre salió de la alacena y de un salto se colocó al lado de la mesa. Felipe quedó paralizado... del miedo su cuerpo no respondía. Quería gritar y correr, pero sus pies estaban como pegados a la mesa. Era la primera vez que un ser humano lo veía. La primera vez que tenía a unos cuantos centímetros el rostro de una persona.

—¿Quién eres tú? —preguntó el hombre.

No hubo respuesta. Felipe no dijo nada.

—¿De dónde saliste?... La bota es tuya, ¿verdad?... ¿Tú eres el que se lleva la comida? —continuó preguntando.

Hubo un silencio. Ni Felipe ni ese hombre se atrevían a decir palabra alguna. Después de unos minutos, Felipe pudo sentarse sobre el plato, tomó su bota y con calma se la puso mientras tranquilo hablaba.

—Vivo desde hace mucho tiempo en esta casa. Llegué mucho antes que tú. Han pasado cuatro familias por aquí, todas con niños traviesos que siempre me jugaban bromas. Vivo arriba de tu recámara, ahí construí mi casa. Soy Felipe, pero tú puedes llamarme El Viento. Eso fue lo que dijiste la primera vez que te diste cuenta de la falta de algunas galletas sobre tu plato: “El viento se las llevó”. Ése soy yo —señaló Felipe.

Toda la noche Felipe, o El Viento, como lo llamó a partir de ese momento el dueño de la casa, platicaron sobre ellos. El hombre escuchó maravillado las historias que Felipe le contó y después de esa noche se hicieron grandes amigos. Tanto, que cuando los dos estaban aburridos, se sentaban en el jardín a platicar de las historias que el mundo escondía.

A partir de ese día a Felipe nunca le faltó comida, pues su nuevo y único amigo siempre le dejaba sobre la mesa un pequeño plato, que él mismo le había hecho, lleno de los más ricos platillos y las más frescas frutas.

“Alimentando a El Viento” pertenece a una serie de cuentos para niños sobre hadas y duendes titulada Pies pequeños, grandes dedos.