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No tiene por qué enterarse

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–Alfred no tiene por qué enterarse. Le ruego me escuche un minuto más antes de tomar una decisión precipitada. Yo amaba a mi marido. Es cierto que Alfred tenía dificultades para decir la verdad, y que aquello le metió en algunos problemas, pero no era un mal esposo, se lo aseguro. Si le hubiese conocido al principio comprendería todo y ahora yo podría servirle una taza de café y saldar esta situación de la manera más civilizada posible.

Pero deje al menos que le explique. Ya me lo había advertido mi madre el día de la boda. “No te cases con ese tipo, querida”, me dijo. Pero yo no le hice caso y me fui a vivir con él a un modesto apartamento. Al principio todo fue bien. Yo servía mesas a media jornada en una cafetería, y él encontró trabajo en un establecimiento de venta de ordenadores. Me dijo que le iban a pagar muy bien y que pronto podríamos cambiarnos a un apartamento más grande. Yo estaba muy entusiasmada con eso. Cuando llevábamos cuatro meses casados me llamó una amiga y me dijo que había visto a Alfred en compañía de dos mujeres muy llamativas. Yo no la creí, claro. Luego una mujer telefoneó a casa y preguntó por mi marido. Alfred estaba trabajando, así que le llamé a la tienda para explicarle lo ocurrido. Uno de los empleados cogió el teléfono y me reveló que Alfred ya no trabajaba allí. “La empresa no va a presentar denuncia por el robo, pero será mejor que su marido cambie de hábitos, señorita”, dijo. Yo me dije que aquello debía ser un error, que mi Alfred jamás haría una cosa así. Si no me había comunicado nada habría sido para no preocuparme, por supuesto. Así pensé yo que era mi marido. Por la noche, al llegar a casa, dejó el maletín en la mesa y vino a la cocina a darme un beso. Siempre lo hacía, pero hasta aquella noche no noté el aroma de mujer en su cuello. Yo confiaba en mi marido, así que no le di importancia. Le dije que había llamado a la tienda, pero antes de continuar él admitió haber dejado el puesto, alegando un malentendido con sus jefes. Yo le creí, como siempre.

Al día siguiente se levantó temprano explicando que tenía una entrevista muy importante. Le hice unos huevos fritos para desayunar y después se marchó. A media tarde me encontraba yo sirviendo en la cafetería y él se presentó allí con una larga sonrisa. “He encontrado un trabajo mejor, cariño”, me dijo. “Estaré un tanto ocupado por las noches, pero me pagarán muy bien”. Me sentía feliz, pero me pareció un poco enigmático todo aquello. Alfred compró algunos trajes aquella semana, algunos de ellos muy caros. Dijo que era una especie de relaciones públicas y que iba a colaborar con una gran compañía. Un día, cuando registraba un bolsillo de su pantalón antes de meterlo en la lavadora, encontré la tarjeta promocional de un club. En el anverso había algunos teléfonos junto con varios nombres de mujer. Le pregunté de dónde la había sacado y me contestó que era una broma de un amigo. ¿Por qué no iba a ser cierto?, me dije.

Pero deje que le explique más, por favor. Una vez me dijo que debía viajar fuera de la ciudad para atender a unos clientes importantes. Dijo que sólo sería un día y que por la mañana estaría de regreso. Por la noche le llamé a su teléfono móvil y me sorprendió mucho que contestara una mujer. Dijo que era una compañera, pero a mí me pareció que estaba algo bebida. Prometió hacerle saber a Alfred que había llamado y colgó. Por la mañana, antes de que él regresara, encontré una nota en el buzón. Alguien había escrito la cifra 10.000 con tinta roja. Cuando Alfred llegó a casa le conté lo sucedido y me dijo que no me preocupara, que con toda seguridad sería de algún vecino molesto por algo. Pero a la semana siguiente, al regresar de la cafetería, le encontré haciendo las maletas; me dijo que nos marchábamos, que había encontrado un apartamento más grande y más barato. Yo estaba todavía preocupada por la nota, pero él reía mientras recogía algunas cosas más. “Tendrás que dejar tu trabajo de camarera”, dijo. “Además, estoy ganando mucho dinero en este nuevo trabajo”. Tres horas después nos habíamos trasladado a la otra punta de la ciudad.

Escúcheme. Un lunes, mientras ordenaba un armario en el cuarto de los trastos, hallé una caja de zapatos en el último estante. Como me parecía que yo no la había dejado allí me subí a una silla y la bajé hasta la mesa. En su interior encontré un cuchillo envuelto en un pañuelo teñido de sangre. Me preocupé terriblemente. Me disponía a dejarlo todo tal y como estaba cuando él entró a la habitación y me sorprendió. “Mi auto chocó con un ciervo durante el último viaje”, dijo. “Una de las patas quedó trabada en la barra de protección y tuve que utilizar ese cuchillo para sacarla”. Yo le creí. Por la noche volvió a marcharse de viaje y esta vez dijo que tardaría una semana en volver. Por la mañana, mientras pasaba la aspiradora debajo de la alfombra, encontré una baldosa rota en el suelo. Me agaché para comprobar el daño y observé que debajo de ella había un hueco. Logré apartarla y encontré varios fardos de billetes. También hallé un revólver dentro de una bolsa de plástico. Me quedé paralizada. Entonces comencé a sospechar que mi marido estaba ocultándome algo. Así que cuando regresó a casa el viernes le dije: “Tenemos que hablar, cariño”. Pero él debió sospechar que había encontrado su escondite y se puso furioso. Comenzó a insultarme y dijo un montón de cosas desagradables acerca de mi atracción por el fisgoneo. Así que por primera vez le vi furioso de verdad. ¿Sabe lo que hizo? Corrió la alfombra, sacó el revólver y me encañonó con él mientras seguía faltándome y empezaba a abofetearme la cara. Creí que iba a matarme, pero entonces alguien golpeó la puerta y Alfred guardó el arma en el pantalón y corrió hasta la escalera de incendios. Quien fuera que llamaba debió percatarse de esto, porque los golpes cesaron de pronto y oí un ruido de pasos rápidos en el pasillo. Yo cogí el dinero del hueco del suelo y me marché de allí diez minutos después.

No le volví a ver. Bueno, a excepción de en la prensa, claro. Un tiempo después me enteré que Alfred se había metido en política, y empecé a escuchar su nombre en los medios de comunicación. Entonces me encontré a una antigua compañera de la cafetería donde trabajaba y me dijo que un tipo había estado preguntando por mí. Me asusté muchísimo al escuchar aquello, por supuesto. El año pasado Alfred se presentó a las elecciones para la alcaldía de la ciudad y salió elegido. Yo cambié de nombre, como ya sabe, y me mudé a este lugar. Pero ya veo que no ha servido de gran cosa.

Esta mañana le vi a usted en su auto. Hacía como si mirara a otra parte, pero yo sé que me vigilaba. No sé cómo me ha encontrado, ni cuánto le paga mi marido, pero le aseguro que no tiene por qué hacerlo. En la otra habitación tengo un bolso lleno de dinero. Podríamos llegar a un acuerdo si lo desea. Y ahora se lo pido por favor..., ¿quiere hacer el favor de bajar el arma y aceptar una taza de café? Se nota que es usted un hombre solitario. Yo también estoy sola, y no tengo muchas ocasiones de hablar con la gente. Si usted quisiera podría pasar aquí la noche y juntos podríamos encontrar una solución a este problema. Tal vez podría llamar a Alfred y decirle que todo está arreglado ya. Mañana podemos tomar el tren de las cinco e irnos muy lejos de aquí. Nunca me han gustado los hombres con trabajos raros, pero sé que usted podría cambiar de empleo e iniciar una nueva vida.

Alfred no tiene por qué enterarse.