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Fernando Vallejo“Granujas” de la literatura colombiana

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“El ser es, el no ser, no es”
Parménides

A César Pavese le pudo el dolor de la vida a pesar de su afirmación de que “Sufrir no vale la pena”. Una maleta muy pesada sobre sus espaldas lo mató. Los somníferos fueron fulminantes. A Fernando Vallejo, la primera granuja colombiana, le pudo su conversión en acróbata de circo y saltimbanqui. No conocía en la historia de la literatura un pillo mayor. Él cree que nosotros, los herederos de Antonio Nariño, somos idiotas. Por supuesto, hay algunos: los que aplauden todas sus estupideces. Es apenas lógico que en toda reunión no falte el bobo, el imbécil, el ignoto que no ríe sino que hace muecas sin un porqué. A esos cuantos tarados los perdono. Basta que el comediante de pueblo diga que los congresistas colombianos son granujas para que se descontrolen y aplaudan y lancen vivas. O que le diga “culibajito” al presidente Uribe o torturador y asesino al ex alcalde Antanas Mockus; o mejor, que llegue con 20 perros sarnosos al Gimnasio Moderno de Bogotá, confundiendo la ridiculez con la excentricidad. Sin duda que el bozo de Salvador Dalí no es para cualquiera. Pero bueno, insisto, perdono a esos tarados rellenos de jabón. A propósito: ¿tiene alguna connotación política decirle “culibajito” al presidente?

La conducta de Vallejo en Bogotá, donde insultó al alcalde de Medellín Sergio Fajardo, a varios colombianos llamándolos hijueputas y granujas sin ton ni son y al urbanista Andrés Cánovas (de quien dijo era una persona inmoral sin presentar pruebas), plantea la urgencia de una nueva intelectualidad y unos nuevos escritores. Seguramente quienes invitaron a Vallejo buscaban circo, publicidad y, la verdad, lo lograron. No es la primera vez que el comediante de pueblo sabotea celebraciones a costa de la clase política colombiana, que por supuesto, es un desastre. La Casa de Poesía Silva sí que lo recuerda. Los chistecitos, las frases sin contenido y, sobre todo, el odio visceral contra Colombia, hacen de Vallejo un cuchillo más para un tejido social sangrante urgido de medicamentos. Nuestros académicos no pueden seguir mirando la masacre desde la ventana. Vallejo no es una vaca sagrada. Está sin dientes, incapaz de coger una presa. La nación exige propuestas, caminos, alternativas. El circo lo estamos viviendo desde comienzos de la república y no podemos aplaudirlo más. La nación pide a gritos un liderazgo, una opción, una esperanza, condimentada desde luego, por la ternura, por el alma, por el corazón. No basta el mero tecnicismo, la cifra de congelador, la planeación atorrante, la frivolidad cerebral ripio de burócratas del Banco Mundial. Imploramos también un gran corazón para una nación atribulada. No será con payasos como Vallejo que se hará la reconstrucción de lo que queda. Mucho menos con García Márquez a quien sólo le preocupa la salud de Fidel Castro y sus escuelas de cine en La Habana. ¿Hay alguien más distante de nuestro cataclismo que Gabo? El país reclama una inteligencia responsable ante la magnitud de nuestra llaga.

En este desierto no falta quien compare a Fernando Vallejo con José María Vargas Vila. Debe quedar claro que hay una distancia diametral entre una granuja y una inteligencia afilada y aristocrática. Entre un pendenciero de estrato uno y un panfletario que se para ante los bárbaros y ante los césares. Entre un fascista y un demócrata liberal de principios del siglo XX.

Ahora bien, ¡qué tal la granuja de Vallejo defendiendo a los pederastas católicos! Nunca imaginé tanto despropósito. Mientras denuesta al Papa, a quien trata peyorativamente de marica, defiende a los pederastas de la misma Iglesia Católica. Claro, a Vallejo seguramente le gustan los jóvenes de catorce años. Por eso, por eso nada más, perdona y rehabilita a los curas acusados de pederastia. Pasar de agache con los pederastas clericales, mínimo es complicidad. ¡Qué horror! Si eso no es una impostura, una inmoralidad con una nación, con una juventud, con unas familias, con unos niños víctimas de un delito despreciable como el que más, entonces no existe la inmoralidad ni existe nada. A la mierda entonces con todo.

Responde el flamante Vallejo a la pregunta sobre abuso de menores por sacerdotes en Colombia: “Depende del concepto de menor que usted tenga. Si tienen 14 años ya están grandecitos (sic). Un niño de 14 años , si no lo masturba un cura, se va a masturbar él mismo. ¿Quién ha dicho que los curitas los están violando o les están poniendo un cuchillo en la cabeza para que tengan sexo con ellos? Víctima es una vaca que la llevan al matadero, pero no un hombre que masturba a otro con su consentimiento”. Y agrega: “El abuso infantil es una palabra ambigua como el aborto. No me gusta que molesten a la Iglesia con esto, porque muchos sacerdotes son víctimas expiatorias y hay peores crímenes que comete la Iglesia y no se denuncian”. Invitar a la conferencia de Vallejo, “El lejano país de Rufino José Cuervo”, sin duda fue una burla. Qué bueno que Vallejo viviera en Colombia, como nosotros, y padeciera la tristeza diaria de los niños violados, del maltrato infantil que está llegando a límites insospechados, de las familias en llanto por el criminal accionar de los pederastas... En últimas, qué puede interesarle a un maricón solitario como Vallejo la familia y la niñez cuando él no las tuvo. La defensa que Vallejo acaba de hacer a la pederastia de sotana es despreciable. Ni es un genio, ni un hereje, ni un blasfemo: es la otra cara de un sector de la vida intelectual colombiana, donde la ética no existe y la práctica del arte no es más que una rutina de buhoneros.

Dice Jorge Robledo Ortiz en unos preciosos versos:

Irresponsablemente dinamitamos nuestro pequeño grano de alegría,
Prostituimos la belleza y cercamos de horrores el reino de la infancia.
De vivir entre el odio y ver tumbas abiertas, los niños
Han crecido con la sonrisa muerta y los juguetes rotos en el alma.
Pobres niños ya viejos, niños de muecas trágicas que llevan en
Silencio una inocencia triste que floreció con canas.

De manera, pues, que Colombia no puede aplaudir, sino rechazar con toda su energía el manoseo de estos fascistas, de esta disimulada inmoralidad. No necesitamos camisas pardas ni negras, el único traje apropiado es el de la paz y la reconciliación. Dice Vallejo: “La solución para la pobreza en el país es que no se reproduzcan más pobres, así serán menos pobres irresponsables. El problema no es la pobreza, es el ser humano y su inmoralidad”. Recuerdo a un ex defensor del pueblo que propuso la esterilización para evitar nacimientos. Se le vino el mundo encima. Fue llamado el Hitler colombiano. ¿Será que sólo pueden reproducirse los ricos y que los pobres se queden pobres? Vallejo no sólo es una granuja, también es fascista. Es exactamente lo que no necesita Colombia. Vallejo debe permanecer en sus cuarteles de invierno en México. ¿Habrá nuevos ingenuos que lo traigan? Hoy más que nunca se reclama la academia, el ejercicio serio de la literatura y la política, la actitud propositiva ante una nación que, a pesar de todo, tiene sueños y esperanzas. El ejercicio bufonesco de la literatura y el oficio de escritor como fiestero de plaza pública deberían de estar proscritos. Sobran los saltimbanquis, los payasos, las sabandijas, las garlopas y los trepadores.

Para nuestro infortunio, pocos descalifican de frente a Vallejo. Oscar Collazos escribe, con doble moral, en El Tiempo. Mientras lo ataca, lo elogia; mientras lo descalifica, se cuida hábilmente de conservarlo como amigo: “Es que es un señor tan amable, tan tierno en el trato personal”. “No mata una mosca”. “Fernando Vallejo es un escritor admirable y un hombre dominado por la inocencia”. ¡Las pelotas! Igual, Eduardo Escobar. Su doble moral fue mayor. Lo regañó a medias por su conducta en Bogotá y al mismo tiempo lo justificó comparándolo con el filósofo antioqueño Fernando González. Que yo sepa, González no fue granuja, ni pederasta, ni fascista. Es hora de combatir tanto maniqueísmo. Qué triste que Eduardo Escobar haya caído en el espectáculo del circo. Ahora escribe sobre ex reinas de belleza; declara en Caracol que Amparo Grisales ya está muy vieja para él adicto a las jovencitas y, peor aun, cría cerdos que luego convierte en lechonas con parranda vallenata, por orden de los directivos de la revista Soho: “Compre un cerdo, engórdelo, y después lo sacrificamos y le hacemos una fiesta en su finca”. Lo que vi en la edición número 77 de Soho es francamente penoso. Es que hay escritores colombianos que hasta se han hecho cirugías por orden de Soho. Los hay también boxeadores famosos. Reparten trompadas a diestra y siniestra ante la más mínima diferencia. Lo único viable para estos emasculados es la lisonja, su pedestal. No se han dado cuenta de que su obra literaria pasó a un segundo plano. Priorizaron la bufonada, la pantomima, la irresponsabilidad con su nación. Menos mal que Vallejo encontró en la 93 de Bogotá, una estruendosa rechifla. Fortunosamente no somos tan cafres, tan monigotes. Harto lo quisieran.

La literatura colombiana tiene que moverse por los fueros de la responsabilidad nacional. No necesitamos de cerdas como Aurelia, la mascota de Eduardo Escobar, ni loras parlanchinas como Vallejo, ni camaleones que gusten de estar bien con Dios y el Diablo. La farsa está agotada.

Ridículo hasta el exceso, el presunto debate entre Eduardo Escobar, Jota Mario Arbeláez y Ángela, sobre si Gonzalo Arango vivió o no en un garaje sin luz del barrio La Perseverancia de Bogotá. O si su conversión crística fanática fue culpa de Ángela o no. Naderías, naderías. Verborragia.

Si la intelectualidad está dando respuestas tan mediocres a una nación que acaba de despertar con un nuevo escándalo de congresistas con orden de captura por paramilitarismo, no hay futuro. Menos mal, que la Corte Suprema de Justicia, parece que existe. Queda algo de autoridad. Hay una luz en el fondo.

La literatura no puede ser, entonces, un espectáculo. La excentricidad del artista no puede ser tergiversada. Si Colombia es “un desastre inmenso que nadie puede parar” como afirma Vallejo; si Uribe “como granuja supera a Gaviria y Pastrana”, no hay duda de que es grande el compromiso de la academia y la literatura y la intelectualidad colombianas.

“Que crezca la audiencia”.