Letras
Velas rojas

Comparte este contenido con tus amigos

La televisión no es más que una caja emisora de miles de frecuencias con información inútil y ruidosa, lo confirmo mirando uno de esos aparatos que han colocado en esta sala de espera. Me parece más interesante observar el constante ir y venir de la gente, comprobando que a pesar de encuentros y despedidas emotivas el interior de este aeropuerto contagia un frío mayor que el de la calle. Confundida entre tantos rostros desiguales, pies, murmullos, siento como si las personas que llegan y se van pudieran ver a través de mí. Por eso prefiero escapar de pequeñas conglomeraciones de personas y sentarme en uno de estos banquillos de concreto que han colocado a las afueras. A unos pasos de distancia una mujer y sus hijos me miran de reojo, mientras juegan con las manos tarareando cancioncillas.

Han transcurrido tres cigarrillos desde que llegué. La mujer sentada a mi derecha ha ordenado a sus hijos no mirarme tanto, debo ser un mal ejemplo, con eso de las campañas antitabaco, sólo a mí se me ocurre fumar incansable frente a ellos. Imagino que inundo sus rostros de un gris amargo y pesado, mientras escupo el humo con saña.

Esa noche había preparado un guiso a medias elegante y para terminar el cuadro incluí vino y un par de velas, a imitación perfecta de lo que tantas emisiones de TV y revistas me habían enseñado, todo con el fin de entender por fin tus manos, y me inventaba una serie de rituales destinados a convertir en hogar una casa, un par de muebles incómodos y una cama. Agregarle normas a la forma de entregarse.

—¿Vas a tirarlo todo? —te pregunté, y golpeé tan fuerte como pude hacia la nada, hacia tu rostro y dejé caer mis puños sobre la mesa, para mirar cómo desaparecías, justo como tantas veces lo había imaginado. Finalmente las velas terminaron por romper su frágil equilibrio dejándome a oscuras y en silencio.

No me sorprende ser la única que ha venido a recibirte, nunca te ocupaste de hacer amistades, atropellando de pasada hasta las mías. Mirábamos como hipnotizados la pantalla de televisión, que hacía las veces de animador en la casa, de no haber sido por esto, nada nos habría salvado de un escandaloso e insoportable silencio.

—Sólo estamos tú y yo —y te creía. Aceptaba tu abrazo como un refugio del mundo y de esa niña que aún hoy me persigue gritando tu nombre. Te me figurabas un oasis en medio de tanta gente, cada día más extraña, tan obstinada en apariencias, en modos y usos, de toda esa gente que anda por ahí con la mirada baja como de quien se ha extraviado. Yo también estaba extraviada.

Que España está muy bien, que la forma de pensar es diferente, que hay más libertad. Tendría que haberte dicho que los planes e historias que me contaste estaban de más, tendría que haberte confesado de todas las ocasiones en las que me vi caminando sola por las calles bajo una lluvia cálida y suave y no tenía miedo, mientras desaparecías entre esa misma lluvia, sin embargo, tus noticias me llenaron de una irreparable expectativa durante tantos años; que aún tuve la gracia de contestar correos ocasionales, donde recordaba lo mucho que hacías falta.

—Algo de mí está contigo siempre —y te miré sin contestar. De ahí mi fe en la presencia del otro tú, ese que me hace sentir culpable de amanecer acompañada y que realiza constantes y perceptibles movimientos en la habitación que compartíamos, de otro modo tendría que asumir que las cosas tienen propia decisión en cuanto a dónde ubicarse.

Estoy segura de que se trata de ti que viajas en algún estado etérico de esos a los que se llega cuando se duerme y sin que uno se percate, y estás aquí callado, perturbándome con tanto silencio de ti, mientras suena el teléfono, la televisión se enciende y cada sonido de esta casa sella tu nombre en las paredes.

La mujer a mi derecha ha terminado por llevarse a los pequeños al interior del aeropuerto, donde los niños reciben con abrazos a un padre que se mueve nervioso y no se atreve a mirar a la esposa. Ella permanece unos pasos atrás, lo ha visto llegar de la mano de una jovencita que los observa apenada a unos metros de distancia. Divertida observo la escena y enciendo otro cigarrillo.

La obligación de besarse ante los amigos, compartir horarios, cama y lo que pensábamos era necesario, todo formaba parte de un repertorio impuesto en algún momento que habíamos olvidado, pero amanecer dándonos la espalda era mejor que la incertidumbre de encontrarnos solos. ¿Que para cuándo?, ¿cómo era posible?, nuestros padres insistían sin mayor éxito con estas preguntas, para conducirnos a un posible matrimonio o alguna otra costumbre de esas que lo comprometen a uno con todos menos consigo mismo. ¿Por qué se empeñan en hacernos repetir sus errores?

Tiro el cigarrillo y entro a la sala de espera. De verdad hace frío. Según la última noticia en altavoz y pantalla tú y tus maletas aparecerán acompañando tus probables nuevas canas en cualquier momento. Finalmente desandarás el camino que aprendí de memoria y luego te irás de nuevo. Trataré de leer en cada línea de tu rostro las historias que omitiste cuando al fin te mire y apenas sonrías por verme.