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Cetrería

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...habitantes del infinito,
espectros sempiternos que por un instante
sueñan que es posible morir...

Era casi madrugada. Seguía lloviendo, sin embargo, después de tronar largamente, los relámpagos dormían rendidos. Ella salió de su casa. Cerró con sigilo la puerta, la mano izquierda le colgaba exangüe, como un calcetín del tendedero. Bajó las tres gradas con grandes esfuerzos. Aspiró hondo. La calle lucía desierta, las casas oscuras. Sólo los faroles, con su luz quieta, ofrecían un camino entre la tiniebla. La tormenta había concluido unos momentos antes su bravuconería; un ronquido satisfecho de gotas vastas impregnaba el aire. A lo lejos un auto lanzó a la acera suspiros de agua.

El trayecto hasta la avenida resultaba largo en sus condiciones. Sólo cinco cuadras para encontrar un taxi, sólo cinco —pensaba.Sus pasos eran lentos, arrastrados, pesados. Uno de sus ojos insistía en cerrarse y con el otro veía borroso. La cadera le lastimaba cada vez más. Aún faltan tres cuadras...

Pensó que por la avenida seguramente pasaría un taxi. Ojalá no tarde. No pudo llamar desde casa para pedir ayuda, el teléfono quedó inservible cuando él lo estrelló contra el suelo (además no hubiera molestado a nadie a esas horas). ¡Ya casi llego! El semáforo la miró con uno de sus ojos de fuego, a sólo una cuadra de distancia, pero nadie aparcaba en el crucero. ¡Si al menos la cadera no me doliera tanto!

La última calle parecía más larga, estirándose conforme avanzaba. A cada paso sentía estar subiendo una colina, cargada con un costal lleno de granadas maduras. ¿Por qué granadas?, ¿tal vez porque en ese momento recordó a su padre? Su padre era cetrero, y le gustaban las granadas... y comía la carne casi cruda.

Solamente media cuadra, ¡aguanta! Una rodilla punzaba insistentemente negándose a continuar, el dolor era tan agudo que no pudo más y se desplomó. Con la mano que aún podía mover evitó estrellarse por completo en la acera. Sus uñas arañaron el brillo del suelo. Quedó tendida cual horizonte quieto sobre el asfalto.

El semáforo en la avenida guiñó en tres colores diferentes sus esferas brillantes, y nadie pasó por el crucero. La calle seguía durmiendo, la lluvia a ratos tupía el aire como una cortina brillante y fría silbando promesas a los árboles.

Miró entre brumas el cielo oscuro. Deseó quedarse ahí para siempre... Hizo un último esfuerzo para incorporarse. En la parada del camión había una banca, ahí podría descansar mientras aparecía un taxi. Se dirigió a la banca, tambaleante, y se derrumbó sobre ella con un profundo suspiro.

 

Otra vez recordó a su padre; la hacienda de Tepatitlán, la soledad... En el centro de aquella casona había un gran patio, flanqueado por macetas de colores que reflejaban el sol en minúsculos restos de arco iris y lo estrellaban en el muro a ciertas horas. Una casa demasiado grande para ellos. Su madre se había ido cuando ella cumplió dos años y quedó al cuidado de una tía solterona. Su padre hablaba poco con ellas, y ellas, entre sí, casi nada. Lo recordaba en el comedor, comiendo granadas, enjugando de su boca la sangre de la fruta con una servilleta blanca que luego la tía debía tallar y hundir en sustancias jabonosas durante mucho tiempo.

 

Sentía el suéter púrpura gélido y pesado. Dos luces se acercaban y pensó en las estrellas. Olía a frío la lluvia, ¡si al menos la cadera..! ¡ah! Las estrellas pasaron de largo y sintió el rasguño del agua en las piernas. ¡Qué sueño, qué dolor! ¡Dios mío! Debí despertar a la vecina. ¡Maldición!, qué manía la mía de no querer molestar gente. ¡Otro par de estrellas! Tal vez... Levantó el brazo sano para hacerse notar. El auto se detuvo. Pero cuando el joven conductor bajó la ventanilla y la vio, arrancó patinando las llantas.

¿Qué hora sería? No podía regresar y pedir ayuda a algún conocido, las cinco cuadras eran ya un abismo. El holán de su vestido comenzó a agitarse con el viento que despertaba de una corta tregua; heladas bocanadas de aire acometieron contra ella. Un largo mechón espeso y escarlata azotó su mejilla, cerró los ojos y se tragó las lágrimas

 

En el patio de la hacienda, si recordaba bien, también había una banca; su padre la colocó al lado del corral, un corral pequeño y descuidado; dos grandes mallas de alambre cubrían los extremos y albergaban a varias gallinas. Ella disfrutaba intensamente entrar ahí y acariciar las crestas carnosas de sus aves. Cuidaba sus huevos, les daba puntualmente los granos de maíz, y cerraba muy bien la puerta de enrejados retorcidos para que no las molestara el perro, un galgo pequeño que acompañaba a su padre a las cacerías. Su recámara estaba muy cerca del gallinero. Por las noches la confortaban los serenos crujidos de la paja y las plumas.

Su padre siempre daba órdenes a la tía y al mozo a la hora de comer. Se sentaba en la cabecera y comía en abundancia, abriendo mucho la boca al masticar. El alimento se convertía en retorcida argamasa de colores dentro de sus dientes y algunas veces brotaba a través de aquel borbotón de mandados. En una ocasión cayó sobre ella, en su mejilla, un trozo de carne, y no atinó a quitárselo por temor a molestarlo. La tía le limpió el rostro mientras él seguía dando órdenes.

Un día, su padre amaneció especialmente excitado, había encargado un azor para la halconería. Sus amigos traían a casa toda clase de aves de presa para que él las adiestrara, era un experto. Los domingos salían desde temprano con el perro y ella se quedaba sola, porque después de misa su tía iba con unas amigas y regresaba al terminar la tarde. Sólo los cacareos acompañaban su solitaria existencia...

 

Escuchó el rumor de un motor y abrió los ojos, pero apenas con uno de ellos alcanzó a percibir las luces. Sí, un auto se acercaba lentamente. Sobre el techo un fulgor tricolor centelleaba. Después de lo que pareció una eternidad al fin el auto se detuvo frente a ella. Bajaron de la patrulla dos policías y la ayudaron a levantarse. Señora, ¿qué le sucedió? Al sentir que los brazos de los uniformados la sostenían, torció el cuello y se fugó a la inconciencia.

Una enfermera la recibió en la sala de urgencias. Los policías quedaron afuera en espera de tomarle una declaración. El estado de esta mujer es crítico, dijo un médico, llévenla al quirófano.

 

El enorme azor era un ave majestuosa de alas cortas y redondeadas, ojos amarillos y mortales garras. Medía cerca del medio metro de altura y su color gris acerado evocaba oscuridad. Llegó dentro de una jaula sujeta con cinchas a la espalda del jaulero. Su padre se puso un guante de grueso cuero en la mano izquierda y una máscara protectora para sacarlo. Ella lo observaba con precaución detrás de un pilar del patio, sentía que en cualquier momento se precipitaría sobre ella si sus abismales ojos la descubrían.

Las gallinas se agitaron en el corral al percibir la llegada del halcón. La tía se santiguó ante el demonio alado. Su padre se mostraba orgulloso y contento. En el patio, junto a las macetas de colores, instalaron una enorme piedra a la cual quedó sujeto por una cuerda anudada en una de sus patas. Su padre les advirtió que era peligroso, y lo dijo con una sonrisa satisfecha. Desde ese día el gallinero se encerró en un alterado y terco silencio que ella compartió. Por las noches, cuando todos dormían, ella salía de su habitación rumbo al corral, caminaba de puntas, lo más retirada que podía del animal, y se quedaba a pernoctar entre las gallinas...

 

El dolor la devolvió a la realidad, alguien limpiaba sus heridas. Uno de sus ojos permanecía cubierto por una gasa —de cualquier modo veía borroso con el otro. La enfermera movía la cabeza y fruncía el ceño mientras el doctor revisaba las puntadas de su mejilla. No podía mover el cuerpo, largos muros blancos cubrían su piel. Está despertando, dijo la enfermera al tiempo que miraba hacia los policías. No les diga nada, hasta que esté bien, la detuvo el médico. La llevaré a terapia intensiva para que se recupere antes de que ésos empiecen con sus preguntas.

 

Aquel domingo fatal la lluvia llegó temprano, justo después que su padre regresara, contento y jactancioso, de cazar. Habían extendido sobre el patio, en el espacio techado, varias perdices y unos conejos enormes. Todos asesinados por el enorme azor. Su figura despiadada, recia, fulguraba entre aquella carnicería. En sus garras todavía quedaban restos de pelambre y plumas ensangrentadas. El anillo que tenía en una de sus patas brilló con un relámpago. El mozo ató de prisa la cuerda que salía del aro, en la pata del halcón, a la roca; quería irse con el patrón a brindar por la buena caza —debían salir antes de que el agua los obligara a quedarse. Nadie recordó que la tía, esa noche, se quedaría con una de sus amigas. Ella observaba, desde uno de los enormes ventanales, las tristes plumas esparcidas por el suelo, olvidados despojos de una batalla injusta. El halcón aleteaba y recorría en giros frenéticos el corto espacio de su prisión sin rejas. La puerta se cerró de golpe y ella se supo sola. Un relámpago tronó y el ave trató de volar. Las nubes negras y pesadas se rompían con estruendo. Como guerrero frenético, sujetado contra su voluntad, el ave aleteaba ferozmente. De repente el viento sopló con furia, azotó los tallos de los crotos alzando a su paso hojas y basura. Parecía que deseaba entrar en la casa, las puertas crujían a su empuje. Las gallinas, desde su refugio, aleteaban y cacareaban espantadas; entonces, el halcón se quedó un momento inmóvil, giró su cuello bruscamente, prestó atención, y dirigió sus ojos al gallinero. Los rayos perfilaron las blancas plumas en el fragor de la borrasca. Cuando otro relámpago, como descarga de batería poderosa, iluminó de nuevo el patio, ella miró asustada: el azor había escapado, sólo quedaba la cuerda, víbora inerte...

La puerta del gallinero se mecía golpeada por ráfagas de aire, dos gallinas escapaban en loca huida con las plumas enfangadas. No lo pensó dos veces y aunque el frío escurría por su piel salió al patio, parecía un débil ángel en su delgado camisón blanco que se inflaba y desinflaba con los besos salvajes del viento.

 

Cuando despierte pídele su nombre y los datos de algún familiar, dijo el médico a la enfermera de turno. Voy a revisar a los otros... con esta lluvia siempre hay desgracias.

 

Entró al corral, cascarones sanguinolentos se adherían a sus pies, gallinas desgarradas agonizaban, el caos se iluminaba a cada espasmo del cielo. Algunas ya estaban muertas, otras, heridas y sucias, emitían estertores desde la paja. En una nube de polvo húmedo vio agitarse una sombra enorme. Sus ojos se clavaron en ella y sus garras soltaron el pescuezo de una enorme gallina que agitaba como electrizada las patas. Un pollo piaba fuertemente, la sangre manchaba sus plumas, los demás lo picaban excitados por el rojo que lo cubría. El inmenso halcón, en un arrebato de grandeza, quiso lanzarse sobre ella, pero al extender sus alas quedó atrapado en la malla torcida por la refriega. Al intentar liberarse, los extremos punzantes se clavaron aun más en su carne. Ella aprovechó para tomar en sus brazos los pocos huérfanos de la violenta escena. El agresor, preso en la arqueada red de alambre, se desangraba. Con giros frenéticos intentaba librar su enorme cuerpo herido. Finalmente, sus ojos extraviados se clavaron en ella. Parecía un gladiador colérico. La miró con rabia, una rabia humana, de esas que salen en las noches de copas y lluvia.

 

La enfermera que llegó en el siguiente turno reconoció a la mujer herida que volvía en sí. Ya le había sucedido esto antes, pero no con tanto salvajismo. ¿Qué pasó señora?, ¿otra vez? Le digo que lo denuncie, al menos déjelo ya, ¡un día la va a matar!

¡No, no fue él! Fue el halcón, el azor que regresó por mí, dijo ella delirante; y se hundió nuevamente en la oscuridad.