Artículos y reportajes
Ilustración: Daniel H. BurnhamLa palabra sin oficio

Comparte este contenido con tus amigos

Hubo un momento en el camino de la bestia humana en que el sol iluminó con fuerza de ángel caído el bosque donde la bestia semierguida dormía la siesta en el encantamiento de los árboles. El sol se detuvo a mitad de la tarde, en un instante mágico e inmaculado, soñado quizás por un demiurgo embriagado de olores. El instante sólo duró unos miles de años, rápido y fugaz como el rayo cósmico que se perdía tras la línea del horizonte virgen.

El hombre (que ya no era bestia) despertó contento, gozoso. Atrás había dejado, como lo hace una serpiente, el cascarón de piel cuya forma arcaica era arrastrada por la acción de un viento propulsado por Cronos. Despertó contentísimo; se reconoció en el espejo de las aguas que bebía con las manos. Su corazón danzaba alrededor del fuego prometeico, atiborrado de gozo. No era para menos: había aprendido a reproducir el cantoreo de los pájaros. Había aprendido a reproducir el sonido de la lluvia. Ahora podía descifrar los enigmas de la noche. Podía ahora oír las confusas voces de su espíritu, y dibujarlas a su antojo en la memoria de sus congéneres. En otras palabras: había creado (o había sido creado en él) el lenguaje, no ya la facultad humana a la que el término hace referencia, sino el lenguaje en tanto que lengua, en tanto que producto social.

Así como el Sol es el núcleo a partir del cual se estructura nuestro complejo sistema planetario, la lengua lo es con respecto al hombre; sol lingüístico alrededor del cual gira toda actividad humana. Y más: la lengua es el mismo hombre, pues éste (como tampoco Dios) no tendría razón de ser sin la existencia de ese sol lingüístico que le confiere conciencia e identidad.

Al referirnos a la lengua como producto social no hacemos más que acentuar su carácter cultural (más allá de lo meramente lingüístico), pues si cultura es todo utensilio material o inmaterial producido por el hombre, tenemos entonces que la lengua es la semilla de donde parte el ingente árbol de la cultura. “Esto es una redundancia”, pudiera pensarse. Sigamos pues transitando por el desgastado carril de lo obvio. Sin la lengua, quizá no existirían la filosofía ni la religión. Seguiríamos siendo bestias (aun lo somos, en muchos aspectos).

En torno al lenguaje se ha creado una gran variedad de mitos y sentencias: “El que calla, otorga”, decía mi abuela; “El pez muere por la boca”; “Uno es dueño de lo que calla y esclavo de lo que dice”; “La lengua es el castigo del cuerpo”; “Todo preguntón es chismoso” (otro refrán favorito de mi abuela). Explicar el significado de cada una de estas sentencias está de más: saltan a la vista conceptos como sabiduría, prudencia, castigo... Y es que ante la lengua el ser humano no deja de asombrarse, porque él mismo es palabra: en ella y por ella se reconoce, filosofa, ama, odia, vive, muere. A la Palabra le teme como al propio Dios, porque es Dios: “En el Principio fue el Verbo” (Génesis); “Llegó aquí entonces la Palabra” (Popol Vuh)... El hombre se aferra como un navegante al timón de la sincronía; trata de enrumbar la formidable nave lingüística, pero la tormenta diacrónica azota las velas, el mar es un pandemónium.

Mar de interrogantes poblado de prehistóricos especímenes, uno de ellos, sin duda el más temido: la Academia. Este espécimen, como cualquier animal doméstico o salvaje, guarda entre su pelaje una gran variedad de parásitos, hecho que obliga al noble animal a rascarse el alma (¿el Alma Máter?) con las mismísimas pezuñas de Tomás de Torquemada.

En nombre de tan noble animal se cometen y se han cometido crímenes de lesa humanidad contra el idioma de Cervantes. ¿Qué pasó con letras como la Ch y la Ll? Allí las vemos, acurrucadas y sumisas, viviendo “arrimadas” en las majestuosas casas de C y L, respectivamente. En contraposición, la bárbara W tiene casa propia, en una zona poco concurrida del barrio Cementerio (alegre voz cortaziana que significa diccionario).

Hemos caído en el pantanoso terreno de la discriminación lingüística. Era inevitable. Somos (¡parias pensantes!) campeones intergalácticos en ese extraño deporte de complicarnos la vida. Hay discriminación étnica, social, ideológica... Y por supuesto, lingüística. (Quizá debiera llamarla discriminación fonética, pues casi siempre la persona que padece de “racismo lingüístico” sólo atina a decir que “la palabra en cuestión suena feo”, así, en masculino.) Pero para el caso que nos ocupa da igual. Una de esas palabras poco agraciadas es sobaco. Muchas personas prefieren utilizar un sinónimo que tiene igualmente tres sílabas, pero que, según ellos, suena más elegante, “más bonito”: Axila (la bella miss Axila). Perdónalos, Góngora, estos prejuiciosos no saben lo que dicen. Que no se recurra al ardid de lo estético, que es otro cantar. Valga la hipérbole: Sobaco es el poema más corto y hermoso que se conoce en castellano, y cada quien lleva dos buenos ejemplares de dicho poema bajo los brazos: so-bá-ko (para escribirlo y digerirlo en todo su esplendor fonético). Quien quiera ser acusado de hereje y vulgar, sólo tiene que recitar este lindo poema en presencia de estos inquisidores de la lengua.

Otro vocablo víctima de estos inquisidores es el inofensivo pelo (sobre todo cuando se emplea como sinónimo de cabello). ¿Qué sería del mundo sin el preciado pelo? Sería un mundo pelado, un auténtico desierto. Por lo demás, sería un mundo aburrido y tristón (recordemos el dicho: Donde hay pelo hay alegría). Los tristes seres que niegan la sinonimia entre pelo y cabello, seguramente nunca se han cortado el pelo con un PELUquero, sino con un “cabelluquero”. Cabelluquero que a lo mejor trabaja en una cabelluquería, no en una PELUquería. Y si el inquisidor es calvo debe ponerse una cabelluca en vez de una PELUca. A buen entendedor pocas palabras.

El sustantivo común, concreto y masculino conocido como hueco, no se queda atrás. En un ameno diálogo con una señora, cierta colega mencionó la palabra “hueco”. A la señora le dio un soponcio, y muy seria le dijo que dicha palabra era horrible, que era preferible decir “agujero”, porque es más fino. Fin de mundo.

En una oportunidad, el autor de estas líneas acompañó a un vecino a la casa de un señor de origen guyanés. Era diciembre, y el buen señor le preguntó al amigo qué regalo le iba a pedir al Niño Jesús. El vecino le respondió (con el perdón de las féminas) que le pediría de regalo una mujer. El guyanés lo corrigió enseguida: “Mujer ser chabacano, decirse una joven”. Obviemos el punto de los tiempos de conjugación verbal, sabemos que el castellano no es la lengua madre de los guyaneses. Nos referimos al punto de los prejuicios lingüísticos, fonéticos, semánticos. A estos inquisidores provoca gritarles en espléndido pemón: “Poto-rutu da a bendigamamó” (Que Dios te bendiga).

Ahora que hemos leído algo en pemón, nos es propicia la ocasión para señalar que los mal llamados “dialectos” indígenas no son (tales) dialectos, como erróneamente creen muchas personas (incluso profesores y periodistas). No, señor. Los idiomas indígenas son idiomas, ni más ni menos. Lenguas poseedoras de un sentido fonológico, semántico, morfosintáctico y pragmático muy propios. Idiomas que nada tienen que envidiarle a las “cultas” lenguas indoeuropeas. Incluso, no sorprendería que algunos de estos “dialectos” pudiera sobrepasar en antigüedad al inglés o al castellano (por poner el caso de los idiomas más importantes de las ramas germánica y latina, respectivamente). Veamos lo que nos dice el “cementerio” acerca de dialecto: “Modo o modalidad que adopta una lengua dentro de un territorio determinado”. ¿Son acaso las lenguas indígenas variantes o modalidades de, por ejemplo, el español? De ningún modo. Por el contrario, el castellano se ha nutrido una barbaridad con voces provenientes de diferentes lenguas indoamericanas (vivas y muertas, o sea, asesinadas).

Así, pues, catalogar de dialectos a estas ricas lenguas (cuyos usuarios poseen una cosmovisión tan particular como profunda), es, a todas luces, discriminatorio. ¿Que muchas de estas lenguas indígenas son habladas por grupos relativamente pequeños? Es cierto. Pero si tomamos al pie de la letra tal afirmación, veríamos entonces que la lengua vasca, uno de los idiomas vivos más antiguos de Europa, vendría a ser un dialecto con respecto al español y el francés, y todos sabemos que el idioma vasco es una “isla” en medio de las dominantes ramas lingüísticas indoeuropeas. O para ponerlo de un modo más radical: es como si se tachara de dialecto al español hablado en las Filipinas, demasiado disminuido hoy día en el Archipiélago (un oso panda lingüístico), por el solo hecho de encontrarse numéricamente muy por debajo del tagalo y el inglés, las lenguas fuertes de esta nación asiática. ¡Qué aberración!, diría Martinet, quien dedicó buena parte de su vida al estudio de los dialectos.

Por otro lado, y esto tiene que ver con la escritura, está el caso del uso de las (letras) minúsculas o mayúsculas luego de los dos puntos. El empleo culto acepta tanto la mayúscula como la minúscula, indistintamente. Por supuesto, luego de dos puntos no se va a escribir en minúscula una palabra que designe un nombre propio de persona, animal o cosa. Por ejemplo: ella tiene dos hermanas: Helena y Manuela. Estaría fuera de lugar escribir: helena y Manuela. De igual modo, se comienza con mayúscula cuando lo que sigue de los dos puntos es una cita textual. Hay otros aspectos, que no vamos a considerar aquí. Lo que quiero reflejar es lo siguiente: últimamente he visto con cierto asombro, sobre todo en algunos diarios impresos (por fortuna, no todos), un uso exclusivo de las mayúsculas (después de los dos puntos), en detrimento de las minúsculas. ¿Estaremos ante otro tipo de prejuicio, quizá de tipo gráfico? En la variedad está la riqueza.

En todo caso, cada lengua es a sí misma su propio barco. Luego de la caída de la Torre de Babel, muchos barcos han naufragado; unos por tormentas, otros por encontronazos con naves más poderosas (como le pasó a muchas lenguas en América durante la Conquista). Las naves (lenguas) nacen, evolucionan, mueren; se pueden casar entre sí, comercian sus prendas (voces), etc. Pero todas sin excepción han de navegar en ese infinito mare nostrum como lo es el lenguaje, facultad del ser humano. Como pasa con toda estrella, ¿llegará el día en que el sol lingüístico deje de brillarnos? ¿Volveremos a vagar por el bosque, felices, libres como los prehomínidos, sin esperanza alguna de reencontrar el fuego prometeico? 

Torre de Babel, jueves 22 de febrero de 2007