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Ilustración: Jim FrazierIntención, responsabilidad y libertad

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Todo transcurre —todo es consecuente al transcurrir— respondiendo a su contexto y siendo asimismo resultado de las circunstancias de ese contexto en concreto (los leucocitos con respecto a un organismo, con respecto a uno): es un algoritmo de él. Sin embargo, en lo humano se ha concertado o se ha ideado —mejor— lo social, algo que sin lugar a dudas ha favorecido el lenguaje de signos o, en fin, una mayor capacidad para conocer y también para exhibir las emociones porque trasciendan en un proyecto existencial.

Conque en disertación el ser humano progresa con voluntad, intensifica siempre aun más las intenciones. Veamos, nunca una esperanza basta, le es suficiente; nunca una comodidad basta, le es suficiente; nunca una libertad con respecto a cualquier vinculación social basta, le es suficiente. Así, la intención le conduce —mientras progresa— a que no sea autosuficiente o determinante la mera respuesta a su contexto, a que no sea suficiente lo natural, los elementos reales presentes en su entorno, la naturaleza; quiero decir, responde a lo que desea aun más, en idealización, por lo que contraviene en realidad a cualquier clase de algoritmo y, además, compite con los otros para que aun más aumente esa contraposición.

Sí, de manera que intesta una intención en otra, una esperanza en otra que sobredimensionará y, desde ahí, a la libertad que se dirige emocionalmente —por ejemplo— no es a la libertad connatural que precedió a la complejidad social, sino a una continua idealización de ella o... contraposición. O sea, para el ser humano, la felicidad siempre será una osada y mórbida “corrección idealizante” de la naturaleza.

Pero por otro lado está lo posible, lo coherente con respecto a la realidad, lo más práctico, lo que sí puede conseguirse como justo o “equilibrado”. Me refiero a que los niveles de consecución idealizante de la libertad o de la felicidad sean lo más comunes y lo menos discriminatorios, sean a fin de cuentas reales.

Ningún ser humano puede pretender para la sociedad que la libertad sea en la praxis para unos demasiado —por diferentes modos de explotación y de marginalidad— y para otros desprecio o casi nada. Desde luego, la libertad —o la felicidad— es digna si tú como ciudadano admites que practicas la más común dentro de una sociedad, proporcional a cualquier otro ciudadano; si no, si estás en ventaja o en desventaja, en coherencia conlleva eso una responsabilidad: renunciándola o por el contrario exigiéndola. Puesto que el ser humano individualmente satisface sus prejuicios y, como resultado, daña.

Más claro, el resultado a las intenciones de cada cual por satisfacer sus prejuicios o su “idealización desequilibrada” es daño e incluso la complacencia de tal daño.

El que unos, por ejemplo, ejerzan la libertad de contaminar mucho siempre resultará un daño injustificable u opresivo o “desequilibrado” para los que no practican esa libertad. Por ello, digamos, el disfrute de una libertad irresponsable destruye siempre, involuciona, interviene porque crezcan de una manera totalmente objetiva los sufrimientos del otro.

Sí, en un mundo globalizado, interactivo, las acciones responsables deberán satisfacer a una globalidad, a una generalidad, a un orden no discriminatorio o de derroches; esto significa que una guerra la pagan todos aunque unos iluminados la empiecen, ésa crea las carencias —de recursos energéticos, institucionales o humanos— que los demás luego habrán de reponer (es decir, si uno de los principales exportadores de petróleo —como es Irak— es parcialmente destruido, los consumidores pagarán el petróleo encarecidamente y después le echarán las culpas a Dios o embobadamente al supuesto de que hay más consumidores).

Los recursos humanos o son preservados para lo estrictamente humano para que exista más libertad —o felicidad— o el asunto social seguirá en decadencia por manos de los que manipulan, y ahí los intelectuales representan un papel primordial censurando a toda carrera a quienes aclaran algo —ya que demuestran una y otra vez un juego sucio— y no les interesan. Hablan, hablan de la verdad pero quitando o negándole al otro los mecanismos —o las mismas reglas— para decirla: dogmatismo puro y duro, en auge en España.

Un truco para justificarlo todo es buscarle su parte de enriquecimiento o de enajenación o de exaltación —de locura—; por ejemplo, el fútbol es un negocio-espectáculo-violencia que utiliza lo que de deporte tenga —cuando hay cientos de deportes discriminados frente a él y mejor atendiendo centralmente a la salud física— para manejar él solo más dinero y más fanatismo —en vez de cultura— que los otros cientos de deportes. Y es que toda crueldad hasta tiene su parte positiva para que se la encuentren retorcidamente y la vendan los manipuladores.

He mantenido, claro, que ahora impera más dogmatismo que en la Edad Media porque antes lo amparaban o lo comprendían menos instituciones de las que actualmente se desencadenan en la ya evidente diversidad económico-política. También, a ver, si las jerarquías religiosas tanto se implican ahora en detalles políticos, ¿qué dicen, en cambio, sobre la desigualdad —la que ellos mismos consienten—?, ¿qué piensan que es Dios?, ¿acaso un negocio de doble moral que tienen metido en la cabeza?

La esclavitud ha existido siempre, pero lo que no se puede venerar aún socialmente es que siga uno esclavo —voluntariamente— de prejuicios que corrompen y que se conciba la esclavitud como una manifestación fortuita al margen de toda responsabilidad e inevitable por manos del destino —el que le limpia el culo con reverencia a los poderosos.