Artículos y reportajes
Peter HandkeApostilla tras apostilla

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Todas las cosas
a las que me entrego
se enriquecen y me disipan.
R. M. Rilke

Nuestras ideas condensan una gran cantidad de referentes que no siempre necesitamos mostrar o comunicar. La mente divaga, elige hilos de forma arbitraria, responde a los estímulos del exterior completando lo que ve y tejiendo de manera mediata sus propios discursos. No decimos todo lo que pensamos sino que elegimos una perspectiva, interpretamos una variación del tema en cuestión, trabajamos sobre lo dado corrigiendo, modificando patrones que recibimos del entorno, improvisando sobre una partitura ya escrita. Pensar sistemáticamente es algo que requiere tiempo y dedicación; algo que nos exige, ante todo, tener un espíritu “investigador”. Si pretendiéramos hallar una analogía literaria que se adecuara al trabajo de la mente no elegiríamos el tratado filosófico sino el ensayo corto, forma de escritura que Julio Torri definió de la siguiente manera: “El ensayo corto ahuyenta de nosotros la tentación de agotar el tema, de decirlo desatentadamente todo de una vez. Nada más lejos de las formas puras de arte que el anhelo inmoderado de perfección lógica [...]. Es el ensayo corto la expresión cabal, aunque ligera, de una idea. Su carácter propio procede del don de evocación que comparte con las cosas esbozadas y sin desarrollo. Mientras menos acentuada sea la pauta que se impone a la corriente loca de nuestros pensamientos, más rica y de más vivos colores será la visión que urdan nuestras facultades imaginativas”. No cabe duda, nuestro pensamiento se manifiesta en frases breves, en ráfagas de viento que sucumben tan sólo para regenerarse con mayor plenitud y frescura.

Los objetos que utilizamos a diario son fieles testigos de estos modos fragmentarios de pensar; de estas pasiones y experiencias que florecen a ratos; de estas prendas e imperfecciones que se revelan como una de las caras laterales de un icosaedro. Concentrando en sí mismos una gran cantidad de alusiones, los instrumentos cotidianos hablan sin proferir, dicen sin hacer ruido, reafirmando que son espejos que proyectan instantes de nuestra existencia o señales incandescentes que van revelando las vivencias que nos constituyen. A un escritor, por ejemplo, se le puede reconocer por los dedos manchados de tinta, por los libros y papeles que resguarda celosamente bajo el brazo o por la leve callosidad que va dejando en la eminencia hipotenaria de la mano el roce con el papel. Los utensilios, pues, graban su huella en quien los usa y reciben de igual forma una impresión externa —real e ideal— de quien los emplea. La historia de un objeto es la historia de la humanidad entera, de sus evoluciones y retrocesos, de las abstracciones conceptuales y relatos particulares que la configuran. Obras como El libro del reloj de arena de Ernst Jünger o algunos cuentos de Manuel Gutiérrez Nájera en donde lo anecdótico depende de los avatares de un objeto cotidiano son ejemplos claros de ello. Todo se va encaminando de lo particular a lo universal, y viceversa.

 

En su Historia del lápiz Peter Handke ha retratado fielmente la mente del escritor que se muestra a pedazos, que deja ver parcialmente sus ideas e invenciones a fuerza de elegir un objeto que las represente. El lápiz —en tanto instrumento de trabajo— se transforma en un útil elocuente que trae al presente oficios inconclusos, pensamientos preliminares o esbozos de obras que jamás cristalizaron. En el lápiz se entrecruza la realidad con la ficción, el furor con el tedio creativo, la crudeza de la vida con las posibilidades de la vocación. En esta bitácora de Handke —que recopila los apuntes del escritor austriaco de 1976 a 1980— confluyen dos caminos: el del instrumento que decora las hojas mientras se consume a sí mismo y el del propio autor que al ejercitarse va perfeccionando su estilo. Ambos celebran la lucidez momentánea, la claridad que surge en cualquier lugar y en cualquier tiempo; ambos ofrecen lo que han percibido del ambiente sin condición y sin destinatario fijo: en el aire las palabras flotan y cualquiera que esté atento puede atraparlas.

Hablar de la historia de los objetos no significa, empero, abordar una serie de datos inconmovibles o hacer un registro minucioso de las modificaciones técnicas del utensilio elegido. No se trata de indagar en la Historia —entendida ésta como una sucesión de acontecimientos archivables—, sino de enfrentar la historicidad de la historia, es decir, lo que se mantiene en perpetuo cambio o transformación. El lápiz de Handke simboliza el devenir, el nomadismo intrínseco del pensamiento que desdeña toda fijación. Si el objeto escogido es un lápiz (no una cámara fotográfica o una máquina de escribir) es porque se intenta ponderar lo borrable, lo ambiguo, lo transitorio, en suma, lo que testimonia aquella vorágine en donde todo puede desvanecerse. El lápiz —al contrario de la pluma o el pincel— caduca, se desgasta con el uso, se acerca a su muerte conforme va disminuyendo de tamaño. Los trazos grisáceos que va grabando en la hoja palidecen con el tiempo: el viento y la humedad agotan su legibilidad. El lápiz es orgánico, dócil al contacto con el ambiente. Su escritura tiene aroma de madera, de árbol, de savia; brilla con la abundancia de su follaje y disipa su cúspide con la llegada del otoño, pues como bien cantaba Hölderlin todo vuelve a la tierra:

Los frutos ya están maduros, hundidos en la llama
y cosidos, probados por la tierra. Y es ley
que todo vuelva allí, también
las proféticas serpientes que sueñan
en las colinas del cielo. Y hay
mucho que conservar,
como sobre los hombros un haz de leña.

A Handke le interesa mostrar que cuando el instrumento habla nuestra forma tradicional de relacionarnos con las cosas se desvanece: el lápiz deja de ser una herramienta de trabajo y se convierte en un objeto parlante capaz de contar su propia historia. De igual forma, la labor del escritor se bifurca al imprimirle a dicho objeto una fuerza inédita, una autonomía lozana y vital que lo convierte en parte integral de su vocación. El lápiz de Handke es su confidente; un compañero de juegos que evapora las imposturas tradicionales de la llamada “intelectualidad”; una especie de confesor en donde el escritor puede permitirse ser honesto. Mediante una dinámica festiva, el lápiz viaja a los parajes últimos de la creación y a los fundamentos imaginarios que les dan sentido: “Allí donde, en el fantasear, se forma finalmente la estructura, se inicia mi pensamiento personal”, escribe Handke. No existe una división tajante entre reflexión e invención: se crea al pensar y se comprende al crear. Las fantasías van descubriendo estructuras cognoscitivas que dilatan nuestros horizontes significativos, haciendo de la imaginación el motor de la razón. Para Handke es categórico el hecho de que la escritura nos ayuda a pensar, a darle a cada cosa, rostro y presencia una expresión. Reflexión y creación van siempre de la mano, una al lado de otra, complementándose y auxiliándose, recorriendo juntas los derroteros de la existencia.

En tanto objeto parlante el lápiz trasciende los lugares comunes: su misión es buscar al otro hasta dar con él. El sentido se despliega rompiendo los límites del solipsismo, hallando los vasos comunicantes que, paulatinamente, nos aproximan a la alteridad. Este acercarse al otro no es, empero, una intrusión malhadada sino una suerte de empatía que pretende describir el mundo mediante un lenguaje plástico, material. Sólo así se logrará una verdadera comunión entre escritor y lector: “Yo tengo que materializar las visiones en el lenguaje: hacer que puedan reconocerse como experiencias compartidas”, dice Handke. Las palabras sirven para construir una Weltanschauung, una visión del mundo arraigada en lo cotidiano. Si algo deja ver el instrumento es que su contemplación no es suficiente para conocer los procesos creativos del escritor; que hay que usarlo, actuar, agregarle significado, dejar grabado cada secreto como si fuera verdadero: “Vosotros nunca habéis hecho más que interpretar y cambiar el mundo: pero lo importante es describirlo”.

 

Historia del lápiz es un libro que pretende iluminar una pequeña parte de la realidad: aquella en donde el que escribe se acerca al que lee para mostrarle el andamiaje de su trabajo. Como un artesano, el escritor ventila su labor ante el otro recuperándolo en cada objeto y en cada línea. La brevedad con que están escritas las ideas, la economía de palabras ágil y despreocupada es una virtud propia del que tiene mucho que decir. Y aunque, después de tanto improvisar, surja el deseo de redactar un libro de talla descomunal, se hará pensando en que la gran literatura no es más que una mezcla compuesta de vivencias humanas y esfuerzos inhumanos, pues escribir —como bien queda ilustrado con la figura del lápiz— implica una sucesión de aciertos y correcciones, de coherencia y divertimento, de orden y esfuerzo. Porque escribir significa también tenerle miedo a la derrota. Cada mañana uno se pregunta con extraña insistencia si lo que logró redactar la noche anterior vale la pena o si por lo menos resulta legible. El atisbo de la caída está siempre presente, el tropiezo apremia y la derrota acecha en cada rincón. Jamás se extinguen aquellas fuerzas oscuras que nos incitan a revisar de nuevo un texto que no hace mucho creíamos terminado. Nada de lo que imprimamos está acabado, tal y como la realidad misma no deja de transformarse nunca. Aunque la literatura logre convertirse en el espejo de lo real, en una calca del mundo, la imagen proyectada será una imagen fugaz, instantánea, un timbre perdido en medio de la música ambiental: “¡Nada de escritos definitivos! Sólo apostilla tras apostilla”, escribe Handke.

 

Es probable que al leer esta bitácora uno recuerde la forma con que están escritos los cuadernos de notas de Elias Canetti o, si pudiéramos rastrear tal estilo en “nuestras letras”, las páginas perfectas del ya mencionado Julio Torri, de Carlos Díaz Dufoo o Juan José Arreola. En el caso de Torri es notable cómo la escritura se revela también como una manera de asir la fugacidad del pensamiento, como una férrea voluntad contra el silencio, el olvido y la renuncia. Al igual que Handke, Torri precisó siempre de la dulce compañía del lápiz, compañía que le hizo sugerir: “Escribe luego lo que pienses. Mañana ya será tarde. Tu emoción, tu pensamiento se habrán marchitado. El escritor ha de tener a su servicio una firme voluntad; siempre ha de estar dispuesto a escribir (esa sombra de la acción) [...] Escribir es hoy fijar evanescentes estados del alma, las impresiones más rápidas, los más sutiles pensamientos”.

Así, en la literatura no hay ciclos que se cierren por completo sino textos que, por lo pronto, quedan suspendidos en la inmensidad del mundo. Cuando un lápiz cae al suelo, produciendo un sonido tenue y diminuto, miles de historias se desprenden de su superficie y se esparcen por doquier, esperando que, al recoger su instrumento de trabajo, el escritor pueda integrarlas de nuevo a la suave madera que resguarda el grafito.