Material especial
Los años dorados de la soledad macondiana

Fotografía: R. Grazioli (1994)

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Entramos primero con los ojos, mirando cuidadosamente una larga calle, que fue el mismo espejo de la soledad que hace cuarenta años atravesó nuestra memoria. Polvo de siesta y atmósfera de olvido. Ningún reloj serio podría fijar el tiempo, las manecillas de mi Citizen marcaron cien años de soledad, un raro instante circular, irrepetible, porque el tiempo siempre es un traste viejo. Sentí ruidos conmovedores del autor de El Coronel no tiene quien le escriba y El amor en los tiempos del cólera, que en un viaje a Acapulco chocó contra unos animales en el camino, por lo que decidió no continuar el viaje. Cábala, dijo, el muy supersticioso hijo de Aracataca. Pero era una de sus grandes y más fantásticas y productivas mentiras. Decidió regresar al DF porque Cien años de soledad ya estaba escrita en su mente. No había tiempo que perder para emprender el camino de esa novela de novelas. No sólo fantaseaba en las redacciones de los periódicos de Colombia, con sus pies sobre el escritorio, dejando que la máquina de escribir le arrancara las páginas a sus primeras crónicas, que le ablandarían el pecho de alas muertas al más pintado de sus lectores. El golpe de timón que daba al curso de su camino era otro y definitivo. El truco de este mago-prestidigitador abierto a todas las contradicciones, como si sus palabras volaran dentro de un cubo pero a una distancia considerable, para repetirse con claridad en la memoria de sus personajes. Es el sabor con que queda un paladar aguijoneado por abejas, que dejan también su dulce miel.

A-r-a-c-a-t-a-c-a... A-r-a-c-a-t-a-c-a, el tableteo del famoso fusil de asalto ruso, la AK 47 y los cuerpos desplomándose, sin razón, sin luz, sin vida. El eco insalvable que traslada el vicio de la palabra, un recurso despiadado que empuja hacia atrás, adelante, hacia ningún lado, hacia donde una cámara lenta recorre su propia memoria. Más de 13 años visitando las bananeras en esa época, no habían sido en vano. La atmósfera húmeda, los tallos verdes uniformados, esos caminos de las fincas que se repiten hacia un mismo lugar y un olor inconfundible, a tiempo sin tiempo, devorado por el sol, estaba allí todo reunido en mi memoria, no para ser encontrado, sino dibujado en cualquier atardecer, uno como este. No busqué ir, ni llegar, ni estar.

Cayeron cientos bajo el plomo de la United Fruit Co. y no fue diferente a Santa María de Iquique, la matanza de San Salvador, y otras tantas en Nicaragua, Guatemala, Argentina, México, Haití, Bolivia, Perú, Paraguay, Ecuador, Brasil. Se habían fundado las llamadas repúblicas bananeras, territorios llenos de soledad y espanto, paisajes dominados por el imperio del oro verde. Pero en esas calles sentí cómo se mordía el polvo de la soledad e impotencia, y que Macondo era ya un mito vivo, brillante como una luciérnaga en la noche de Nuestra América.

El cielo deja de ser gris y una lluvia de mariposas amarillas “Made in Macondo” rompe el atardecer con su ruido de mar adentro, vuelo contrastado con el plomo que envuelve a Colombia en su cápsula de ardiente soledad desde hace más de un siglo, porque la soledad no escapa ni de sí misma, y se ha perpetuado en el viejo nido de la indiferencia, marcando su territorio a sangre y fuego, como un árbol seco, vacío de frutos, lleno de soledad. Podía ser cualquier sitio, calles entre calles, pero no, pisábamos un Mito, Macondo en verdad, traído y llevado en la gloria de un mundo mágico y real, la casa grande de una nueva literatura latinoamericana y del habla castellana, donde se había soñado, masticado, vivido, pensado, Cien años de soledad.

Sobre García Márquez y su obra se ha dicho todo. Soledad sobre la soledad, es un ejercicio inútil, oficio de árbol genealógico. La anécdota la cuenta el propio GGM, ilusionista, ya estaba en marcha porque lo que tenía en su cabeza era Cien años de soledad y necesitaba retornar a su casa a escribirla. Sabríamos tiempo después que el mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo...

Todo lo demás es historia, que tuvo que vender todo para enviarla a Buenos Aires a Editorial Sudamericana, en dos partes y por correo. (Afortunadamente el correo fue honesto y no abrió el paquete, porque la habrían botado: un montón de papeles mecanografiados.) Macondo iniciaba su camino de México a Buenos Aires, aunque nacía en el corazón colombiano de las Américas, y pertenecía, sin duda, a todo este subcontinente tan ricamente empobrecido por la soledad de sus gobernantes.

García Márquez se adentró en las aguas sanguinolentas de Colombia y América Latina, remó con sus muertos, y vivió, contó la historia de los vivos de su tiempo. Cien años de soledad se editó en 1967, cuando América Latina irrumpía en medio y en el centro de su gran soledad. Un año después asesinarían al Che Guevara en Bolivia. Un año antes Violeta Parra se había destapado los sesos en una carpa en Santiago.

Cien años de soledad, que está en su 40º aniversario, es una especie de caja de Pandora de la literatura castellana en esta parte del mundo. Su autor, un fabulador a tiempo completo, de seguro continuará con su oficio más allá del tiempo real que se le haya asignado aquí en la tierra. Ya había subido a la gloria hace 25 años atrás en Estocolmo, cuando el rey de Suecia le hizo entrega del Premio Nobel de Literatura. Ahora, a sus 80 años sobre el Everest de la consagración, en Chile, hace 40 años, nosotros leíamos bajo las noches y las sábanas calenturientas de la adolescencia, la novela que Cervantes habría aplaudido con sus dos manos después de Lepanto y que Borges no leyó. Y también en nuestras manos La hojarasca y Los funerales de la Mamá Grande (María Amalia Sampayo de Álvarez, en la vida real).

Era una época nuestra en que éramos tan pobres que sólo podíamos regalarle nuestro corazón a la novia. Ese acto se repetiría después, en tiempos de circulares, esos que retornan porque estaban escritos.

El escritor más vendido del habla castellana, Premio Nobel hace 25 años, comparado con Cervantes, Cien años de soledad ha sido considerada entre las 20 novelas más importantes de la historia (todo puede ser cierto o según el cristal con que se mire, pero no hay duda de lo que ha hecho GGM). Su protagonismo en la política colombiana y latinoamericana forma parte de este gran e insustituible personaje llamado Gabo. Hombre de grandes e irrenunciables adhesiones con las causas populares. La Habana, DF, Panamá, Bogotá, Cartagena de Indias, forman parte del eje de sus viajes y de un periodo intenso de negociaciones en los que participó para solucionar conflictos, allanar caminos hacia la paz. Amigo de gobernantes incómodos en la región, Fidel y Torrijos, de los sandinistas, movimientos guerrilleros, siempre fue un aval internacional, porque también es amigo de Bill Clinton, un gran lector de Cien años de soledad. Fueron intensas las décadas de los setenta y ochenta, América Latina hervía en dictaduras y movimientos guerrilleros, y en el centro, las negociaciones del Canal de Panamá. García Márquez, que vino tantas veces al Istmo, estuvo a punto de quedarse para siempre, si hubiese hecho el viaje en el mismo avión con el general Torrijos, hacia Coclesito, donde se estrelló y explotó frente al cerro Marta. Era el invitado del general Torrijos ese día que no era su día. A partir de ese 31 de julio de 1961, García Márquez, vivió para contarla en esa guerra fría, a Gabriel García Márquez se le ocurrió hacer una promesa que no pudo cumplir después: no escribiré hasta que muera Pinochet. Por una u otra razón, el dictador chileno fue declarado patrimonio nacional de la dictadura y del horror. Y permaneció hasta hace poco, como si no hubiese sucedido nada. Fue una licencia que superó la literatura, porque la realidad ya no existía, o tal vez era un secreto de Estado. Gabriel García Márquez había dicho en uno de sus momentos solemnes la democracia de mierda chilena.

Su línea política ha tratado de ser enmarcada por apologistas y detractores de una manera sorprendentemente mágica, surrealista, macondiana, y el padre legítimo de la ficción real-mente mágica latinoamericana, nunca hizo mayor esfuerzo por contradecir a unos, ni otros, siempre se mantuvo discretamente dentro del carnaval de la política regional y mundial, porque su palabra tocó Estados Unidos y España. Compartió con moros y cristianos, en mil y una noches en este continente alucinado por la violencia, corrupción, los sueños truncados, la filosofía del olvido, la convicción de la inmediatez, el culto de lo pasajero, inútil, y también la maravilla de sobrevivir y amar a pesar de... GGM usaba paracaídas llenos de mariposas y saltaba de un lugar a otro envuelto en secretos, compromisos, conspiraciones, complicidades. “Aquí estuvo el Gabo”, la leyenda del misterio era cultivada con cierto rigor caribe, porque siempre se sabía de su presencia. ¿Cómo esconder un personaje de esa naturaleza, magnitud o grandeza, prominencia periodística?

GGM fue primero poeta en su preadolescencia, admirador y lector de Neruda y Darío. Poeta como Borges, Cortázar, Bolaño, Joyce y tantos otros grandes narradores por cumplir este 6 de marzo, fecha de varios felices acontecimientos en su vida literaria, el mundo de habla castellana ha comenzado a rendirle homenajes. Pero al mismo tiempo, España, Colombia y América Latina, homenajea la palabra, este minuto que a todos nos pertenece en la fabulación del sueño, la magnífica utopía que nos revela un autor en el encantamiento del idioma, y nos viaja en el pozo hondo de la mitología viva de sus personajes que nos hace amarlos. Este reencuentro con la soledad, siglos de abismos, instantes fluidos en los ríos nuestros sin fin, todo en un tiempo para armar y desarmar frente a un portal silencioso, porque en verdad lo que pasa, somos nosotros mismos y regresamos una y otra vez en la palabra. La soledad es este monumento a la verdad que crece entre las muchas voces. La soledad es esta vereda personal en que viajamos cada día.

Esa tarde en Aracataca, Macondo para ser precisos, y no hay mayor reconocimiento para un escritor que decirle la verdad, si uno llega a sospechar algo de lo que realmente quiso decir, supe que Melquíades fundaba la esperanza y nos reproducía la infinita palabra sabia de lo posible. Un Testamento más nuevo que el Antiguo, ¿maravillosamente contradictorio, solemnemente iluso o fantásticamente real?, sólo la palabra no pasa en Melquíades que vive en su marzo perenne de un lunes eterno.

Hay que haber vivido en Colombia, conocer ese país, su gente, geografía, historia y sólo entonces sabríamos por qué las palabras asombro y desgracia, insólito, excepcional, forman parte del ser nacional colombiano, y en verdad fueron inventadas allí, junto con el olor de la guayaba.

Colombia escribe su testamento cada día, agoniza, sobrevive, viaja circularmente sobre sí misma, realiza un reinado cada día, su geografía se traslada por segundos, la gente sabe que el país nunca siempre es el mismo, y todo quien de alguna manera esté vinculado con esa mágica tierra macondiana —porque Colombia es la casa matriz del Macondo universal— sabe que en cualquier mañana el mundo puede haber marchado uno pasos más al fondo de la manigua.

Colombia permanece más allá de sus propias sombras. Es un ejercicio sobre su propio rompecabezas. Una esperanza que recurre diariamente al espanto. Colombia es la catedral de la esperanza y del olvido. Se mira el ombligo y nace Macondo, un pasaje a la eternidad.

Colombia es este azar de tréboles de cuatro hojas que alguien se empeña en ametrallar y seguir deshojando el tiempo, la belleza inocultable de su deslumbrante geografía.

A veces pareciera que la muerte en Colombia es un compromiso con la vida. Un inevitable espanto más de su destino. Colombia persiste más allá de su propia realidad. La ficción de su esperanza supera esa realidad que suele empujar el país por el río Magdalena como un ataúd expreso sin paradero.

Pareciera que el libreto ya fue escrito y la realidad sólo contara el guión, como si fuera una extra, convidada de piedra. ¿Una espiral que retoma siempre el camino de la nada?

Más de 300 mil muertos durante el Bogotazo, cuando asesinaron al “negro” Jorge Eliécer Gaitán, en 1948, y Fidel Castro in situ confundió la continuación de la eterna chispa de la violencia colombiana con una revolución. Colombia, casi 60 años después, no ha dejado de sumar cadáveres juntos al de Gaitán. Esa pudiera ser otra historia, pero es la misma y Gabriel García Márquez recoge este espejo en la vereda de la vida y del camino, para que todos nos miremos en él, porque la imagen de la realidad alcanza para todos.

Pero la fiesta es otra: 80 años de GGM (6 de marzo). 60 años de la edición de La hojarasca (primeros pasos de Macondo) y 40 de Cien años de soledad. 25 años del Premio Nobel. Son 225 años contra la eterna Soledad, que sólo necesita un segundo, el fragmento de un instante para hacerse presente, porque de alguna manera compró un pasaje eterno.

Gabriel García Márquez regresa a Cartagena de Indias, donde 1.200 asistentes al IV Congreso Mundial de la Lengua le rendirán homenaje del 26 al 29 de marzo. La Real Academia Española lanzará una edición de 500 mil ejemplares de Cien años de soledad, novela que ha vendido más de 30 millones de unidades. Cartagena se inscribe dentro de las ciudades claves de la historia literaria del periodista, cineasta, músico, GGM, como lo fueron Aracataca, Sucre, Valledupar y Barranquilla. Sólo su superstición le impide regresar a Aracataca, cuya casa paterna sigue viva en su memoria y carga en su alma caribe.

Hay novelas como Cien años de soledad, Rayuela, Pedro Páramo, Paradiso, La vida breve, Los pasos perdidos, Los detectives salvajes, entre otras, que fueron escritas para ser respiradas con una cierta intensidad cada cierto tiempo en el tiempo.