Letras
Adorables enemigos

Comparte este contenido con tus amigos

A mis queridísimos amigos Luisfer Benedetti y Fernando “Nomi” Navarro

Hace tiempo tuve una amiga,
a la que quería de verdad,
una princesa que andaba a dos pasos,
de sus zapatos de cristal.
“Tú por mí”, Cristina y Los Subterráneos

Al comenzar esta historia, todos teníamos diez años largos. Al último curso de la primaria, entró una niña que habría de convertirse en una de mis mejores amigas, curiosamente, aportaría más que su amistad a mi vida infantil; éramos primas, y a su vez, era prima del que habría de ser el primer amor de mi infancia, el cual, viéndolo bien, no puede ser considerado literalmente como tal, más bien fue una mera ilusión, alguien con quien podía identificarme a tan temprana edad.

Mi compañera de curso resultó ser una excelente compañera de juegos, era divertida, creativa, chistosísima, dueña de un repertorio de picardías y maldades propias de quien se cría entre un montón de primos y primas contemporáneos. Físicamente, no podíamos ser más distintas: ella es rubia, de cejas y pestañas clarísimas, ojos verdes, muy delgada. Al ser su antítesis, parecía inverosímil que nos uniera un parentesco no tan remoto; pero eso no importaba, al llegar las vacaciones, me invitaba a jugar por las tardes de enero a su casa, de la que era reina indiscutible, y yo acudía puntual al compromiso, divirtiéndome más en cada visita. En un barrio en el que ahora predominan los edificios, teníamos no sólo el enorme patio para correr a nuestro antojo, sino todo un callejón en el que los vecinos la adoraban y más primos vivían a la vuelta. Coincidíamos en primeras comuniones y fiestecitas de cumpleaños, por lo cual el vínculo entre nosotras y otras niñas conocidas se afianzó. Sin hermanos ni hermanas, nunca antes había tenido tantas amigas de mi edad con quienes compartir. Me sentía dichosa.

Una mañana, de regreso al colegio, esperando el bus en el mismo paradero de otra compañera de curso, estaba sentado él. Muy bien peinado, seguramente acicalado por su mamá, con el uniforme limpio y un aire de resignación en la cara... —¡Otro largo día en Turbaco! —parecía transmitir en su contrita mirada gris. Mi corazón dio un vuelco. Era el muchachito más lindo que había visto en mi vida (lo que me faltaba por ver...) y era gordito. Como yo.

Pronto supe más cosas de aquel que me arrancaba suspiros, sorprendiéndome del paralelismo de nuestras existencias: ambos éramos hijos únicos, mimados de nuestros respectivos abuelos, a los que acompañábamos a hacer mercado y propietarios de sendas mascotas de negro pelaje, su perrito era un cocker spaniel, el mío era un furibundo pekinés enrazado quién sabe con qué otra estirpe canina.

Confesé a mi amiga mis sentimientos y ella correspondió el abrirle mi corazón de casi once, con inesperada solidaridad. No sólo era su prima, sería su cuñada, pues los habían criado para quererse fraternalmente. Eso nos unió aun más. Me regaló una foto de ellos dos y su hermano mayor, tomada durante una visita a Orlando, escogida entre instantáneas que los mostraban trepados en el lomo de un elefante y con las caras pintadas de payaso. Con dedicatoria al respaldo, la atesoré como el más preciado bien.

En esos felices días, mi amiga y yo inventamos un pequeño periódico ilustrado, en el que cada uno de nuestros amiguitos era representado con su propio personaje de caricaturas; también aprendimos a tejer con dos agujas, labor que practico hasta la fecha. Nos disfrazamos de griegas para un montaje de la Odisea para el día del Idioma y la llamaba Nausica, igual que la ninfa de la epopeya.

Cómo pasar por alto los regaños que nos ganábamos por las interminables llamadas telefónicas que sosteníamos, para comentar los libros que nos estábamos leyendo. En Navidad, el Niño Dios me trajo a Jim Botón y Lucas el maquinista, de Michael Ende, autor de La historia sin fin, la cual me había visto en cine. A su vez, ella leía con deleite Charlie y la fábrica de chocolate. Algo bonito puedo rescatar de esa experiencia literaria: fue ella quien me prestó el relato que tanto disfrutaron mis ahijados, Adriana, Juan Luis y Orlando Mario, veinte años después. Adry tiene los dos tomos de la historia, La fábrica de chocolate y Charlie y el gran ascensor de cristal, escritos por el galés Roald Dahl.

Pero fue Alan y Noemí el libro que marcó nuestras mentes que entraban a la adolescencia, despertando en un mundo lleno de conflictos de toda índole, marcado por las secuelas de la violencia de dos guerras mundiales. Claro está que la cita del texto que repetía constantemente mi compinche era: “Oye, Condello encanto, ¡no te mees en la cama esta noche!”.

Al entrar al bachillerato, perdimos algo más que las tirantas del uniforme. De repente, un clima de malestar nos rondaba. Empezaron los cotilleos, a los que trataba de hacer caso omiso: “Ella habla mal de ti...”. No obstante, hubo algo que no pude ignorar. Cierto día me contó que si bien éramos parientes, la rama a la cual pertenezco había sido borrada del árbol genealógico familiar. El motivo lo supe a punto de llegar a la mayoría de edad, de labios de mi abuela, fallecida unos cuantos años después.

Alguien, no sé quién, le sapeó a él que me gustaba. Allí empezó mi camino de espinas. Me detestaba. Creo que si un genio de la lámpara le hubiese planteado como deseo, el poder desaparecer de la faz de la tierra a la persona que quisiera, sin pensarlo dos veces, hace rato no estuviera por aquí. Un poco apabullada al principio, dolorida, pero sin demostrarlo del todo, decidí contraatacar. Si se cambiaba de banca en la iglesia, al advertir que ocupaba el puesto detrás del suyo, o si no me contestaba cuando le preguntaba algo trivial; que se atuviera a mi ofensiva, contaba con seguidoras que acolitaron la guerra sin cuartel en la que me vi enzarzada.

En una ocasión estuve a punto de dimitir, al verlo sentado absorto, con la mano bajo la barbilla, en el muro de la entrada de la casa de su primo, atrapada en un monumental trancón, viniendo del trabajo de mi mamá. El más mínimo movimiento podía delatar mi presencia, y no me convenía que ni él ni ella se dieran cuenta de mi nerviosismo. No hacía mucho, me había pegado tremendo sermón por escaparme de la clase de ballet, para ir a verlo jugando en los jardines de las casas de la segunda avenida; advirtiéndome que no tenía que estar prestando atención a un “culicagado”.

La pièce de résistance fue el día del cumpleaños de mi amiga. Viéndolos en la cocina, se me ocurrió acercarme a pedirles un vaso con agua, para refrescarme, luego de correr de arriba a abajo por toda la casa, driblando un balón de basket y bailando con las otras invitadas, “El jardinero”. Tanto él como el hermano de la cumplimentada, no daban crédito a semejante osadía. Refunfuñando, no sólo me dieron el mentado vaso, sino que él le añadió unos cubos de hielo. —¿Contenta? —me espetó enfurruñado. Contenta no, feliz. Me había salido con la mía.

Para devolver tantas y generosas atenciones, se me ocurrió invitar a varias de las asistentes a la fiesta y a su anfitriona a jugar a mi casa el último viernes antes de finalizar las vacaciones de mitad de año. Dispuse todo para la reunión y me vi, al caer la tarde, plantada. El cumpleaños de una primita de mis invitadas hizo que olvidaran el compromiso, yo también olvidé la fecha, pues estudiaba con nosotras en el mismo salón.

Retomando nuestra rutina académica, continuábamos yendo juntas a visitar la casa de la única de nuestras condiscípulas que tenía piscina y asombradas, observábamos impotentes cómo la zapatilla de Dayana se hundía en el agua azul, sin atrevernos a rescatarla. La dejé varias veces más en su casa, regresando de fiestas a las que empezaban a asistir niños. Una noche, su abuelo la estaba esperando para alzarla en brazos y decirle: —¡Llegó la linda! —su abuelo, primo del mío, que murió meses antes de mi nacimiento.

De repente, ella empezó a cargar con las angustias de los adultos de su entorno, y se reflejó no sólo en su humor, sino en su rendimiento. Una mañana mi papá apartó la vista del periódico y me dijo que al papá de mi amiga, las cosas no habían salido como lo habían previsto y que eso tendría consecuencias. Ella hablaba que era probable que el año siguiente no estudiáramos juntas y la idea me llenaba de tristeza. Hacía unas trenzas maravillosas con esas manos de porcelana, además de lo dura que era la perspectiva de perder a una amiga tan especial.

Nos llevaron a visitar la Exposición Científica en la sección masculina del plantel. La advertencia de la maestra antes de entrar fue: “Compórtense como niñas calmadas”. A lo que Silvana replicó por lo bajo: —Ni que nos fuéramos a poner arrechas —con razón estoy a favor de brindar a mis futuros hijos una educación mixta. Pasé mucho trabajo estudiando sólo con mujeres.

El único puesto de la feria de la ciencia que visité fue el dedicado a Guglielmo Marconi. Escuché la explicación una y mil veces, hasta grabar cada una de las palabras que pronunciaba impersonalmente el esquivísimo objeto de mi afecto, el que para mi sorpresa, no dio señales de suspender su presentación, pese a que me tenía sembrada al frente suyo. Repitió las palabras que había memorizado como un loro, mientras convidaba más y más compañeras a que lo vieran disertando. Fue una de las muestras más concurridas, se merecía una medalla al valor civil, más que el primer premio de la exposición, porque el aparatito que hacía las veces de telégrafo no parecía funcionar muy bien.

Como seguíamos hostigándolo por turnos por las tardes, suplicó clemencia con un: —Dejen de estar jodiendo... —fue un ruego desesperado, al que hicimos caso a medias.

La sesión solemne de fin de año que tendría la escuela de baile a la que asistía mi amiga, se acercaba. Bailaría cha cha chá y no sé que otros ritmos. Me pidió que fuera a verla ensayar. Llegué temprano, estuvimos hablando en la puerta. Quedamos de vernos esa noche en la presentación de las comparsas de las pasadas fiestas de noviembre, cuyas boletas estarían destinadas a recoger fondos para obras sociales. Estaba ilusionada por la llegada de un nuevo hermanito o hermanita que esperaba su mamá, a la que siempre saludaba efusivamente cuando me contestaba el teléfono. Esa tarde su mamá me increpó, alegando estar harta de mis “embusterías”. Sólo recuerdo esa palabra y el llanto. Nunca supe qué pasó, ni por qué ella me gritaba como una posesa, al mejor estilo Linda Blair en El exorcista... ¿Serían las hormonas enloquecidas por el embarazo, o que su hija dijo que iba para clase donde Betty Taylor y se voló para otro lado, sin permiso? El chofer llegó a buscarla y no la encontró...

¿Dónde se habría metido? Todavía desconozco cómo llegué a ser parte de tan disparatado enigma.

Asistí a la presentación como desde la tercera dimensión, con los ojos ardiéndome por las lágrimas derramadas y contenidas, concentrándome más en mirar el enorme brillante que lucía la esposa del radiólogo que tomó las placas con las que el especialista dictaminó prescribirme calzado ortopédico. Nunca más he ido a un evento auspiciado por las Inspectoras Cívicas.

Los arranqué de mi corazón. “Out of sight, out of mind” (Fuera de la vista, fuera de la mente). A ella no la vería más pues era oficial que dejaba el colegio para irse a estudiar con las monjas. A él me tocaría enfrentarlo unas cuantas veces más.

Mi universo pueril se vería poblado por nuevos habitantes, del sexo opuesto. Partes de éste eran mis dos amigos del alma de la adolescencia, quienes brindaron consuelo a mis penas y me ofrecieron una nueva identidad: Zoad (primogénita, en árabe). El sobrenombre no era de mi agrado, por lo que se arraigó más, hasta perder mi personalidad. Sólo algunos compañeros de colegio todavía me llaman así y ya no me disgusta. Al Zoad le fue agregado “Girl —always getting problems” (niña que siempre está metiéndose en problemas), como recordatorio de los recientes infortunios que acababa de vivir. Me consta que me defendían, sobre todo la vez que tuvieron que retarlo, por mi irónico comentario afirmando haber sido “noviecitos” de manito sudada. Lo dije de pura mala, porque hasta allí llegaban mis más descabelladas fantasías de lo que podía ser un par de novios de trece años. Por supuesto, él lo negó con la mano en la Biblia y retorciéndose del asco. Esa era la idea. En mi peculiar opinión, sostener un romance a esa edad, se reducía a que me dejaran participar de los divertidos juegos de varones, de los que estábamos completamente excluidas.

A mi pretérita amiga pude confrontarla cuando, aniñada, con traje de lazo en la espalda y medias con encajitos a juego, me la tropecé en la fiesta del reinado de la alegría en el Hilton. La conminé a que me dijera qué había pasado, a lo que respondió que nuestra profesora había ido hasta su casa a decirle a su mamá que no nos dejara ser amigas. La dejé en paz, di media vuelta y hasta el día de hoy nunca más hemos vuelto a cruzar palabra. Nunca me molesté en corroborar sus aseveraciones, ni siquiera cuando una de sus primas intervino conciliadora, aduciendo que eran peleas entre niñas y que había que dejarnos resolverlas solas. Me invitó a su fiesta de cumpleaños. Fui con miedo y con guardaespaldas. Mi mejor amigo, se comía las aceitunas que me pasaban en una bandeja, las que no me atrevía a probar por temor a intoxicarme. Ninguno de los dos primos asistió a la celebración, en la que las parejitas bailaban los merengues de Cuco Valoy y Holliday, cantado por Madonna.

Lo último que supe de él fue el remate de un ciclo trágico: sus papás se separaron. Y me colocó el más horrible, humillante y repugnante apelativo que no me es posible repetir. Cada vez que alguna de esas “compañeras” quería hacerme daño, lo sacaba a colación. Conteniendo bruscamente las putrefactas palabras, con el correr del tiempo, ya nadie más volvió a tocar el tema. Fue condenado a olvido forzado.

Una gran oportunidad me llegó a los dieciséis años. El Grupo de Teatro buscaba miembros para montar una obra musical, basada en una historia de la autoría del rector del Gimnasio Cartagena. Recuerdo estar sentada en el patio del preescolar Alborada, esperando mi turno para audicionar. El también esperaba y la suma de todos mis temores se materializó. Imaginaba que, de ser seleccionada, me haría la vida imposible, que volverían las risitas crueles y los cuchicheos a mis mal disimuladas espaldas. Presa de un ataque de pánico en la audición, no pude cantar ni una estrofa. Por su parte, recibió un ejemplarizante regaño de parte del director musical, por cantar el rap “Mi abuela”. Tachándolo como un ritmo “átono”, el también tío de mi ex amiga lo amonestó inicialmente, pero le dio el papel del Cura de la obra. Fui la tía solterona Guillermina, cantaba mi propia parte al final, nos presentamos en el Teatro Amira de la Rosa en Barranquilla y el montaje transcurrió en santa paz, pues he de decir con toda honestidad que nunca tuvimos ni un sí ni un no.

Estaba casi para graduarme de bachiller y él se quedó rezagado unos cuantos cursos. Lo escuché cantar vallenatos, a dúo con su primo que hacía el papel del loco del pueblo. No tenía mala voz.

La observé rabiosa, al verme parada en la puerta de la casa de su abuelo buscando a mi amiga María Paula, quien entró un instante a la tradicional celebración que todos los años llevan a cabo por las fiestas de la Candelaria. No le presté ni cinco de atención, su ceño fruncido me tenía sin cuidado.

La noche de la última presentación de la obra, tuvo que ser sustituido por una fractura en la pierna. En muletas, fue a vernos. Al final, ya despojada del maquillaje y el talco que convertía mi largo cabello negro de teenager en la canosa cabeza de una incauta anciana pueblerina, me encontré frente a frente con él. Le pregunté cómo se sentía y respondió cortés que estaba mejorando. Se despidió con una educada inclinación de cabeza. Respiré aliviada.

Hace diez años tuve la mala pata de dejar entrar en mi vida a alguien a quien mejor me habría valido no haber conocido, no porque tenga algo en contra suya, sino porque no era ni el lugar ni el momento para tratarnos. Esta persona trajo a la palestra a mi antiguo adversario, aquel entrañable y desaliñado Némesis, comentándome que su compañero de universidad (los tres tenemos la misma profesión) había sacado a relucir un presunto vínculo en la pubertad, que para estupor de mi dolor de cabeza (en casa no sabían que nos frecuentábamos), me atrevía a negar. No daba crédito a sus palabras: —¡Pero si él me detestaba! —mi infructuosa defensa sólo logró desatar aun más su hilaridad.

No me quedaba más remedio que entornar la mirada por física vergüenza, cuando él saludaba a mis amigas. Alguien más sabía mi secreto. Hoy lo recuerdo y me muero de la risa.

Paulatinamente, a ella dejé de verla. Se casó y su foto salió en el periódico. Ni idea qué fue de su vida.

Trabajando en un evento nacional, coincidí con él. Tuve que escuchar a mi amigo y testigo de tantos avatares decir: “Cómo da vueltas el mundo”, al agotar todos los recursos que me impedían cambiar un billete de alta denominación e intercambiar unas palabras que salían a trompicones de mis labios y a él le fluían con naturalidad. Ahora, era flaca, y él seguía viéndose como a los once años.

La tía de ambos, bajo cuya gentil mirada corríamos alrededor del árbol de caucho de la casa de mi compañera de andanzas, me cuenta que tuvo una niña, que cuando su sobrina viniera a visitar la ciudad, no dejara de irla a conocer. Sonreí con tristeza y nostalgia. Me alegré por ella.

Lo vi saliendo de una bomba de gasolina y me asombró verlo incómodo consigo mismo, como si el verdadero él luchara por salir de su interior. No sé si era el clima, pero se veía fatigado, a punto de tirar la toalla.

Con asombrosa complacencia lo vi ya convertido en otra persona, pero en el fondo, sigue siendo el mismo muchachito de ojos grises que me robó el corazón hace veintiún años. Me pregunto, sin cuestionar para nada su apostura: ¿será que siempre lo percibí así como se ve ahora? De algo estoy segura, yo, ex gorda confesa y flaca impune desde hace aproximadamente ocho calendarios: más que amor de cachorritos o traga maluca, lo que veía en él siendo niños, era alguien con quien identificarme, pues pese a no cumplir parámetros estéticos establecidos, se podía ser lindo por lo que se es como ser humano. Creí ciegamente en eso porque, a esa tierna edad, a él le interesaba cualquier cosa menos prestar atención a las carantoñas de una carajita voluntariosa. Demasiados árboles de caimito y mango en que trepar, buscapiés por estallar con guante de seguridad y cabalgatas a las que asistir, nos separaban.

Los sábados lo veo saliendo de su especialización, en el salón contiguo al taller de escritura creativa del que soy miembro. La cara de puchero que pone al hablar con sus colegas es la misma que ponía al esperar el transporte escolar casi rayando el alba. Finalizada la última sesión, salgo del campus con rumbo al supermercado. Va un poco más adelante, sólo que esta vez no lo sigo, simplemente tomamos el mismo camino. El otro día pasó en su camioneta por la puerta de mi casa.