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El loco

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Ayer y hoy he estado contigo y me froto las manos al saber que nada ni nadie podrán impedir que permanezca en tu presencia. Me dices cosas susurrantes al oído que me llegan como truenos, y cosas como truenos que me suenan a susurro. ¡He ahí tu genio, amigo! Nadie lo podría hacer, o tal vez sí, pero no con tu inspiración.

El otro día, al amanecer, junto al río, cuando agitaba mis pies en el agua cálida de la aurora, vi cómo el sendero de arbustos nacientes había atrapado en sus flores todavía no del todo abiertas, al sol que despuntaba... Yo sabía que era el momento en que vendrías, pues siempre apareces acompañado de la virtud más excelsa de la naturaleza. De pronto asomaron tus pasos que se aproximaban a mis espaldas haciendo sonar los tacones de tus zapatos; aquellos con los cuales pisas todo lo inservible de este mundo, y me dijiste:

—¡No te des vuelta! ¡No quiero que hoy me mires... No quiero que mi traza de hombre vesánico te perturbe! ¡Quédate así como estás, sentado, fijando tu vista en lontananza, pero no trates de atravesar los umbrales del horizonte (eres muy propenso a eso), sino que escucha, sólo escucha atentamente!

—Soy un poeta loco; si tú lo quieres, sin Dios, o con un Dios a medio hacer. Tu dirás: —¿Podrás ser un nuevo ser? ¿Alguien que nunca haya pisado lo que todos lo hemos hecho, como la tierra? O que haya atrapado entre sus manos lo que nunca nadie lo ha conseguido, como el viento? ¿O que haya cortado las alas de sus pensamientos como un cuervo herido de muerte? ¿O un hombre cegado por la luz de un alba nunca antes revelada? Y yo te contestaría: —Podría ser todo eso, y también nada... Pero ya que tienes oídos para oír, oye. Presta atención y todo resultará más fácil; es una aventura que si quieres, vívela, pero no pierdas de vista lo que te he dicho: de ti depende entenderla, corre por tu cuenta. Y luego de vivirla me admirarás o me odiarás, ya que conmigo no hay medias tintas, es decir, no te hablaré de juicios vagos y nada resueltos, dictados por extremada cautela y receloso espíritu. Te diré lo que es, y nada más. Y aunque sientas como la sacudida eléctrica de un rayo que recorre tu pequeño mundo de creencias tan íntimas, pero tan comunes, de ese mundillo opaco y cómodo en que acostumbras a refugiarte para huir de tu penoso desamparo, me confesaré de plano a ti, ingenuo y sarcástico, para que salga a luz tu desabrigo falsamente cubierto y enseñarte a aprobar y querer la vida como hombre juicioso. Pues este viejo a quien escuchas, retraído como el anacoreta de las montañas, pretenderá a veces, muchas veces, expulsar tu convicción en Dios y tu creencia en una vida que deslumbra, alucinante, luego de la fatídica muerte. ¡Ja, qué necedad!... Vida después de la muerte. No, no, mil veces no, tienes que hacerte duro, ¡tan duro como una roca gigante a la que no se puede mover ni empleando a toda la existencia! ¡Sí... haz frente a todos los estímulos complacientes y maleables y sé duro en tus relaciones con los demás; álzate en un ansia intensa de yugo! ¡Al diablo con la benevolencia! No sirve. Con ella nos han engañado siempre los filibusteros que gozan de “la gracia de Dios”. Pero ten presente una cosa más: todo esto también quiere decir que la dureza tienes que emplearla necesariamente contigo mismo, pues ella adorna al individuo de la misma manera que adornan los sonidos, sublimes, con los cuales el músico crea una obra de arte superior. ¡Ah! ¡Y jamás te rindas, pues, además de que la gente se reiría de ti con esa risa parecida al crujir de la zarza en el fuego, te transformarías en una bazofia, en una sustancia en descomposición, en un ente bueno para nada que habita con los gusanos en los basurales! Esa es la fragilidad de los mediocres, de aquellos que pululan por doquier. Hay tantos que se chocan contigo a su paso. No hay que olvidar que la compasión —ya lo dijo alguien— es la tristeza nacida del daño del otro: es debilidad.

—Toma conciencia de que Dios ha muerto, y recupera la fidelidad que le diste en tiempos pretéritos al significado de la tierra. Lánzate como una catapulta humana al desafío de vivir esa vida que se quiere vivir otra vez, perdida como una joya que ha zozobrado en el mar.

—Puede que creas, amigo mío, que el alegato que expongo es indigno. No. Al final de cuentas, aunque parezca sibilino y ciclópeo, debo confesarme ante ti que sufro de miedos y gozos, y también de fatiga por la dureza de mi destino. ¡Vaya paradoja! Tal vez esto sea porque muchos años he comunicado mi sabiduría sólo a mi soledad, allí, en las montañas del sur.

—¿Me comprendes? Y si me comprendes, ¿rechazas mi mensaje? No quiero que me abandones, amigo, ni quiero abandonarte yo; pero siento una necesidad irrefrenable de retirarme otra vez a esas montañas, a mi cueva, a entenderme tal cual soy, pues puede ser que me halle navegando —como un pensador sabiamente expuso— en la hermosa razón del azar, o, quizás, no esté haciendo otra cosa que una suerte de exaltación de mis fracasos, de un mensaje destinado a nadie más que a mí mismo; pero eso sí, que converja en tiempos futuros, no muy remotos, a una aurora de mil colores que al fin llegará. Así que quiero que comprendas que el hombre tiene que ir al hombre, a la tierra, a la vida, y no como hacen aquellos que deshonran la suya propia alimentando sus fuerzas en la búsqueda de una existencia ultraterrena. ¡Patrañas! Y para ir al encuentro de eso se empequeñecen como el caracol. La humildad no sirve; tampoco la docilidad, y menos el gemido de los blandos y la serenidad sumisa que sacan ronchas. ¡En este mundo de misterios, pero de verdades, sólo deben imperar la soberbia y la sutileza! Pero aunque parezca contradictorio, amigo, jamás hablaré de apoyar al nihilismo, pues como te dije hace sólo un momento el crepúsculo matinal llegará con millones de arco iris que arroparán al hombre en su nuevo destino, y ya no será éste un inútil incapaz de poner en movimiento su fuerza creativa; que ya no desee nada; que se contente con vivir una vida meramente inane; que su principal preocupación sea no tener malestares en su salud; y que se resigne a efímeros deleites ordinarios. Será un nuevo hombre que podrá elevarse sobre los resignados a su suerte, aquellos que con la cabeza hundida como el avestruz dejan transcurrir el tiempo, preconizando la profunda eternidad a la que un día llegarán...

—Hay algo —además de tantas otras cosas— que desprecio de los mediocres: el resentimiento. ¿Sabes qué es el resentimiento? Es el rencor llevado a su máxima expresión que apunta a vindicarse, como las tarántulas, y cantar victoria, con lo cual los débiles triunfan como tales e imponen sus propios valores nacidos de su desprecio; y esto conduce a un talante siempre reprensible; a una ineptitud para arrobarse, enaltecer y amar; a un deseo enfermizo de ser amado, sustentado y halagado. Comprende, por tanto, que el resentido siempre, pero siempre, te apuntará con su dedo acusador. Su alma está tan corroída que se encuentra al acecho de un fundamento moral para algo que es un hecho absolutamente natural. Y es más. Atribuye su atormentada impotencia a otros so pretexto íntimo de no confesarse como un ser endeble. Alguien dijo en cierta ocasión —¡y cuánta razón tenía!— que quienes predican la igualdad no son más que unos seres enanos, gregarios, que jamás podrán llegar a ser como los fuertes, los poderosos. Por eso la predican. Mentecatos... En tanto que éstos, mientras más vigorosos sean, esparcirán la diferencia de los hombres bajo la imposición de un renovado sistema de valores...

Mientras se quedó por un instante meditando, vi en aquel río la vida tan honda como el mar, tan clara como los cielos donde retozan el amanecer y el crepúsculo, la penumbra y el fulgor. El murmullo del río me seducía, como la música de las aves y el susurro de los árboles, a veces silenciado por el chirrido de las cigarras: no era otra cosa que el idioma de la naturaleza. Por momentos, en mi fantasía, se me antojaba aquel río como una pleamar en noche de luna llena. La brisa cálida de primavera me rozaba la cara. Me sentía bien...

—Y aunque sea difícil decirlo, es cierto: Dios ha muerto. No es que no existe, sino que ha muerto, pues tú, hombre ya adulto, dueño absoluto de tus pensamientos y de tus pasiones, puedes superarte por ti mismo sin tener que recurrir a lo que recurren quienes quieren cobijarse en las barbas de Dios. De esta manera, te reconcilias con tu propio cuerpo y lo admites henchido de felicidad, aunque sea degradante y deforme. Así, el cuerpo vive, brota como una amapola refulgente, autotrasciende, ya no hay idealidad y no se arredra ante la posibilidad de fecundar su propia libertad creadora; y desde ahí comienza la ansiada diversidad que desvanece las sombras de la inicua noción de alma, recuperando el hombre su inocencia extraviada. La tierra nuevamente es el edén pleno de huertos embriagantes, que ya no tiene a Dios como a su capataz. En ella, tendrá buena posada el hombre y un rayo de luna chispeante será lo que antes la medianoche de su vida. Por eso éste debe saltar como con una garrocha sobre los valores de la moral corriente, absurda, abyecta, que tiende a la igualdad intransmutable, aquella de los débiles, que tienden al gregarismo, y no, claro, de los fuertes que van a la búsqueda de la soledad, y luego del poder, del poder del artista, del bohemio, del que reniega de la ambición y el cálculo, del conquistador, del que no se disminuye.

—Debes estar lo plenamente consciente de que todo lo que existe se mueve, y por lógica, existe el tiempo, y por añadidura, el tiempo es finito, como una sucesión de instantes idénticos, tan circular como una pelota que flota en el vasto océano, o como un anillo que cabe en otros anillos. Es el tiempo que llega a su clímax y vuelve redondo, otra vez, a su misión. Y aunque parezca fatal y agobiante, la presunta tragedia orbicular se transforma en una representación festiva: la repetición perpetua hasta de los más insignificantes momentos: como un solaz...

—¡No hay pecado! ¡No hay culpa! El hombre está libre pues el cenit espanta los fantasmas que crean su fragilidad, y solo, va configurando su propio destino, un destino desbordante de bienestar que se esparce como una luz cegadora en todo su ser. Es la paz con la tierra y con la existencia...

Como siempre, permanecí junto al río agitando mis pies en el agua cálida del mediodía viendo cómo el sendero de arbustos había atrapado en sus flores al sol que todo lo inundaba... Yo sabía que era el momento en que se iría, pues siempre desaparece acompañado de la virtud más excelsa de la naturaleza. De pronto resonaron sus pasos que se alejaron de mis espaldas golpeando los tacones de sus zapatos, aquellos con los cuales pisa todo lo inservible de este mundo, y me dijo:

—¡No te des vuelta! ¡No quiero que hoy me mires!