Sala de ensayo
Gustavo Rojas PinillaEl paso de la fiebre rebelde

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Cuando me refiero al sectarismo económico, social y político, estoy seguro de no omitir detalle ni sobrevalorar —en absoluto— la realidad de nuestros territorios. El peso insostenible de la historia latinoamericana no deja lugar a equívocos ni miramientos encubridores que se hagan verosímiles. La posición privilegiada de una ínfima parte de nuestras sociedades, en contraste con la aterradora pobreza y explotación de la que es víctima la mayoría de nuestro pueblo, es la nota irremisible de cualquier análisis histórico, con el que se pretenda evaluar a un continente que no se cansa de sollozar. La naciente Latinoamérica no nos reveló nada distinto a lo que la presente se sigue empeñando en remarcarnos; vivimos una condena perpetua en la que unos pocos acrecientan sus plétoras, a cuenta del sudor, la sangre y el dolor de las mayorías.

Mientras Bolívar y Martí señalasen el camino de la gloria, donde la libertad se propagase como un virus inatacable, el voraz apetito de los buitres lo consumiría todo, siendo nuestra ruina la plataforma de su victoria. Indecibles vestigios quedaron de ese brío maravilloso, luego de que un Batista o un Somoza, cobijados por la sombra cruel del imperialismo, arrancaran las raíces de lo que habría traído nuestro júbilo. Con otros protagonistas internos, pero siempre alentados por la sevicia de la figura más abominable del capitalismo, todos los países latinoamericanos se verían sometidos a la misma condena. De entre los residuos ya señalados y la indignación que trajera tan espantoso destino, nacería lo que a unos llenó de regocijo y a otros de decepciones. La revolución bolchevique y el maoísmo tendrían eco en un continente que reclamaba a gritos —como nunca ha dejado de hacerlo— una urgente transformación.

En ese negro panorama, me atrevería a señalar a Colombia como la más volátil; con una sociedad aséptica, que se niega a desfallecer, aun cuando la agonía sea la única forma en la que se presenten sus signos vitales. Sólo bajo el imperio de la impasibilidad podrían emerger las letales enfermedades que por siempre la han acompañado, sin que un levantamiento popular haya acaecido y, lo que es peor, con el éxito coercitivo de los discursos políticos que tantos males le han ocasionado. Una de las más prominentes, y por la misma razón la más destructiva de esas enfermedades, ha sido la lucha bipartidista; durante más de medio siglo, no obstante el vacío ideológico de sus proyectos políticos, liberales y conservadores despertaron el fervor de las masas populares que, enajenadas por un inexplicable radicalismo, sumieron a nuestra tierra en una guerra sin tregua, detonante de otros conflictos que abrieron la convocatoria a nuevos actores violentos.

Sin la abierta represión política que iniciaran las dictaduras de Somoza, Videla o Pinochet, Colombia ocultó siempre la crueldad característica de sus regímenes, con el gran velo de la democracia. En contraste con lo vivido por nuestros vecinos, durante el siglo XX el palacio presidencial fue habitado por gobernantes que obtuvieron su nombramiento por elección popular, salvo la corta dictadura que el general Rojas Pinilla instaurara en 1953. Aun cuando los espacios democráticos no sufrieran intervención aparente, aun cuando el sistema no develare la represión oficial, la clandestinidad retrataba lo que la luz pública jamás hizo brillar: la violencia política en la que el Estado mismo se presentara como una de sus directrices. Mares de sangre vertieron en derredor nuestro, sin que muchos de los culpables fueran siquiera señalados; todo ello ante la escalofriante indiferencia de una sociedad sosegada por posiciones radicales, estratégicamente dirigidas desde las altas capas de esa composición piramidal. Las banderas azules y rojas se ondearían en las urnas como en los campos de batalla.

Entretanto, el heroísmo con que brillara la figura revolucionaria de hombres como Farabundo Martí, Ernesto “el Che” Guevara o Augusto César Sandino, despertó ansias libertarias en todo el continente y la fiebre de la rebelión armada se diseminaría por la América Latina. El idealismo marxista-leninista y el pragmatismo maoísta1 perpetrarían la conformación de legendarias guerrillas. Pero el apoyo popular que acompañó la acción de grupos como FSLN* —en Nicaragua— y otros del mismo corte como FMLN* —en El Salvador—, no obtuvieron ni la acogida ni la solidez estructural como para generar una autentica cohesión política en el ala izquierda colombiana. El maoísmo bajo el cual se constituyese el EPL*2 se apartó de la pugna por entregar el poder al campesinado —lo cual simboliza el objeto de esa doctrina—3 y sus coterráneos, las Farc* y el ELN,* jamás demostraron el más mínimo acercamiento a la clase obrera, siendo aquella la bandera del marxismo-leninismo que aducen profesar.4 Bajo esas condiciones se mostró improbable la eventual repetición de gestas como la de la Sierra Maestra y las ofensivas guerrilleras, lejos de asir el bienestar social, resquebrajaron la ya dramática situación de un pueblo esgrimido hasta la saciedad.

El paradigma bipartidista, por un lado, las contrariedades de la izquierda, por el otro, y la celosa vigilancia del imperialismo norteamericano, convirtieron en su blanco a la sociedad civil. Millones de colombianos se debatieron entre el hambre y la amenaza de la muerte que, con mezquindad, invocaron sus victimarios. La fertilidad de nuestros suelos se cubrió con la sangre de campesinos e indígenas que, horrorizados por la crueldad de la que fueron testigos, huyeron del candor que les brindaran sus tierras para someterse a todo tipo de humillaciones en áreas urbanas que no daban abasto ni para mantener dignamente a sus propios oriundos. La economía jamás alcanzó una estabilidad; insaciables aves carroñeras se lanzaron sobre ella, devorándola a diestra y siniestra, abriendo llagas que nunca lograron regenerarse, y mientras la sangre de oro de los siniestros animales se hacía más y más jugosa, nuestra gente debía contentarse con mantener el pálpito de su corazón.

Si bien las condiciones de Colombia no eran mejores que las de la mayoría de los países latinoamericanos, vale decir que el arraigo cultural con el que contaban aquellos distaba mucho del que nuestros nacionales expresaban. Para nadie es un secreto que el nacionalismo no ha sido ni es una característica visible en el pueblo colombiano. Tan es así que los propios movimientos guerrilleros derogaron la lucha global que los había llevado a los campos de batalla, limitando su acción a la defensa de intereses particulares y transitando así por una ruta de vano instrumentalismo, que trastornó —en demasía— sus preceptos ideológicos; el espíritu nacionalista que ampara la lucha por la implantación de un sistema comunista no fue un objetivo que la guerrilla lograra adaptar a la ejecutoria de sus iniciativas, menos cuando sus presuntos beneficiarios, los campesinos y la clase obrera, no se adhirieron a sus campañas. La causa nacionalista se vio rezagada por la búsqueda de objetivos más inmediatos y urgentes: en la subversión, la praxis no respondió coherentemente a la directriz ideológica sobre la cual descansaba su origen, y en la población la lucha por la supervivencia emergió como una cortina de humo que nunca le abandonó, impidiéndole la visión de perspectivas más profundas.

La imposibilidad para la adherencia de los sectores populares en la lucha rebelde cerraba los caminos de la izquierda, y las clases tradicionales no sorteaban mayores complicaciones en el sostenimiento de un régimen excluyente, proteccionista de los intereses particulares y esclavista de las capas “inferiores” de la sociedad. Tan sólo una reivindicación de los grupos intelectuales, en la que el proletariado cobrara la importancia que merece —como eje material de los procesos productivos de cualquier sociedad—, era la única esperanza, si no de la absoluta liberación, por lo menos de la distensión de la dura problemática colombiana.

Como sucediera también en otros países sometidos por el desequilibrio social y la política represiva —conjuntamente producida por el imperialismo norteamericano y el Estado—, el comunismo fue recibido en el lecho de la intelectualidad. Las universidades públicas colombianas sirvieron de escenario a la creación de grupos izquierdistas, mientras algunos sectores de la alta burguesía maldijeron la avaricia de su clase y se unieron a la causa rebelde,5 tal y como se presentase en la forma originaria del movimiento comunista internacional. El problema para el ala izquierda colombiana radicaba en su casi nula participación política, pues la lucha armada no traía dividendos y sus movimientos insertos en la escena política se encontraban aún demasiado dispersos como para despertar la admiración de los electores, que aún demostraban su apoyo a los partidos tradicionales, en pleno frente nacional.

La clase política, tanto de derecha como de izquierda, observaba con preocupación la libertad con la que el oficialismo ejercía el control, pues el sistema no permitía la participación de fuerzas opositoras. El espíritu pequeñoburgués reinante en los electores, la división de los grupos de izquierda y la coerción con la que aún contaban los partidos tradicionales, reclamaban la emergencia de una coalición que atacase el ímpetu oficialista. Fue así como, para las elecciones de 1970, la oposición unió fuerzas, siendo su punto de convergencia el apoyo a la Anapo,*6 que para esta contienda contó con un evidente respaldo popular. Parecía no haber lugar a dudas y se mostraba como un hecho que su candidato, Gustavo Rojas Pinilla, ganaría las elecciones y derrotaría al frente nacional. Pero en uno de los más visibles atentados contra la democracia jamás cometidos, un fraude electoral, le dio la Presidencia al conservador Misael Pastrana Borrero.

Ya estaba demostrado que la vía democrática no sería la salida, y no porque este sistema se presentase en contravía a la configuración de una sociedad igualitaria, sino porque el oficialismo no permitiría su auténtico desarrollo. Los intelectuales que se involucraron en la lucha revolucionaria se convencieron de que la escena política no les ofrecería las condiciones para desarrollar sus proyectos y optaron por una medida desesperada, al internarse en la espesura de los montes y adherirse a la lucha armada que otros grupos habían iniciado ya hacía varios lustros. El 19 de abril de 1970, día en el que se realizaron los comicios presidenciales, quedaría grabado en la memoria de todos nosotros como la fecha que vio nacer la insurrección de ilustres personajes como Jaime Bateman, Carlos Pizarro León Gómez, Andrés Almarales, Álvaro Fayad, entre otros colosos que, conformando el Movimiento 19 de Abril (M-19), despertaron por vez primera el espíritu nacionalista de las masas populares, y la fiebre rebelde latinoamericana por fin contagió al pueblo colombiano.

 

Nota

Luego de redactar este documento —como es costumbre— lo di a conocer entre las personas más allegadas a mí y una plática que sostuve con uno de ellos al respecto me sembró una serie de dudas que, hasta el momento, no he podido disipar. Mi interlocutor era un asiduo militante de la izquierda y pareció consternarse con la idea de identificar al M-19 como símbolo de esa filiación política. Lo sindicó de ser ultraderechista al igual que la Anapo, y dijo que fue la popularidad de este último la que atrajo a los izquierdistas de avanzada, que según afirma se infiltraron en el M-19 luego de las fraudulentas elecciones de 1970. En una posterior comunicación esto fue lo que expresó:

Además de la familia del general Rojas, quien parecía más una figura de esas de andas que cargan en la Semana Santa, en las manifestaciones de la Anapo por todo el país andaban Luis Ignacio Vives Echavarria, el padre Garcés (era del Huila) y varios de los lugartenientes de ellos. En nuestra cuadra vivían varios de ellos (los Tautiva que eran dueños de busetas). “Nacho” Vives se dejó la barba y bajo la consigna de “con Nacho Vives a la revolución colombiana” recorrió todas las plazas del país. Nacho venía de abrir un debate en el Congreso en contra de Carlos Lleras y el ministro Penalosa (padre del actual Penalosa) quien había sido director del Incora y después ministro de Agricultura y (lo más importante) primo de Alberto Lleras. Después del debate, Nacho fue enviado a la cárcel (parece que había falsificado varios documentos que aportó como pruebas) y salió de allí como todo un héroe seis meses después. El movimiento populista de la Anapo atrajo la atención de grupos de izquierda nacionales e internacionales los cuales se acercaron a ellos para pescar en río revuelto. En el M-19 podías encontrar personajes de cualquier ideología. En mi opinión fue lo mismo que sucedió en Argentina con el peronismo.

 

Notas

  1. Mao Tse-Tung señalaba su doctrina como un complemento del marxismo-leninismo, aduciendo que sus postulados ofrecían una utilidad práctica al formalismo teórico que Marx y Lenin otorgaron al socialismo.
    * FSLN: Frente Sandinista de Liberación Nacional.
    * FMLN: Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional.
    * EPL: Ejército Popular de Liberación.
  2. El EPL se desmovilizó en 1991 y conformó un movimiento político legal, bautizado como Esperanza, Paz y Libertad.
  3. Mao Tse-Tung advertía que el Partido Comunista Chino difería de todo el bloque internacional en que su dictadura era el gobierno de los campesinos y no el de la clase obrera.
    * Farc: Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia.
    * ELN: Ejército de Liberación Nacional.
  4. Germán Castro Caycedo se abastece de versiones de los propios protagonistas para reconstruir algunos de los apartes del conflicto armado en el Urabá antioqueño, y es así como uno de sus habitantes hace referencia al enfrentamiento que se produjo entre grupos maoístas y marxistas-leninistas. Véase Castro Caycedo, Germán. “Que la muerte espere”. En: La muerte no les dio espera: Aquella esquina. Bogotá: Editorial Planeta Colombiana, S.A., 2005.
  5. Camilo Torres y otros personajes de la vida pública se acogerían a este destino, consternados por la iniquidad que todo sistema capitalista acarrea. Otros dramatismos engendrados por esta forma de producción son expresados por Marx en su obra maestra, El capital —crítica de la economía política.
    * Anapo: Alianza Nacional Popular.
  6. La Anapo fue un movimiento ultraderechista que fundara Gustavo Rojas Pinilla en 1965, oponiéndose al frente nacional, lo que dejara ver desde el golpe de Estado que diera en 1953.