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Entre las cinco y las seis tiene que parir el sol

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Detrás del escritorio el médico escucha; no se atreve a mirar la hora ni piensa en los pacientes que esperan en la sala. Tiene que escuchar; a veces, a la gente le alivia contar y contar.

Vicente es fuerte aún; una cuarentena de años no lo han castigado demasiado en aquella isla verde, con sus días iguales, su canoa cargada de peces, su rancho pobre adornado con una mesa magra pero limpia y seis sillas, una renga, pero, en fin, si uno se sienta con delicadeza... La mirada de Vicente contrasta con el color oscuro de su piel, curtida por muchos soles y por muchos vientos. En sus brazos largos y delgados, unos nervios acerados y tensos le dan una especie de airosa animalidad; y su voz, tan recia como su piel y sus miembros, tiene una sonoridad profunda, casi encierra en ella esa bestialidad magnífica de la isla; y también dolorosa a pesar de la belleza de los curupíes, del Martín Pescador, de los camalotes orilleros y frescos, de la costa reteniendo las aguas del Paraná bravo y del sol, que entre las cinco y las seis comienza a esparcir los rayos...

—Y sí, doctor, fue dura la cosa, ya habíamos perdido las esperanzas, no sabíamos qué pasaba con la Luisa que no se preñaba; mi mujer es sana y fuerte y su cintura nunca llora, como la de la mujer del José, por ejemplo... Pero era así, nomás, no quedaba... Hasta que sucedió el milagro, quizás por tantas velas regaladas a la virgencita o quizás por eso de que cuanto más tarda en llegar es mejor recibido. Y nuestro muchacho tenía que ser el mejor recibido; nosotros dos ya sabíamos que era varón desde el mismo momento en que la Luisa notó la primera falta. Por eso mismo, porque lo sabíamos, es que le compré la mantita celeste. Vine a la ciudad, la vi y la compré. ¡Qué suave es, igual que mi muchacho!

Todo iba tan bien... Hasta que la luisa empezó a ponerse haragana; el rancho limpio, eso sí, pero arisqueaba cargar la leña y ya no me acompañaba a la ciudad a vender el pescado; sí señor, primero eso, después su cara fue poniéndose cada vez más blanca y delgada, en contraste con la barriga que crecía y crecía..., “barriguita de oro” le decía yo, ni el más emplatado banco tiene esa fortuna, le seguía diciendo y la Luisa me sonreía con un dolor en las entrañas que escondía la lindura de sus dientes sanos.

Fue un invierno duro, con la escarcha recorriendo el verde y el frío amoratándonos la nariz y las manos. Cuando la Luisa me dijo que se sentía mal la luna ya estaba en su lugar y el rocío se cuajaba en la tierra y en los pastos mientras el viento gritaba no sé qué cosas. Qué curioso, hasta ese día nunca había temido al roncar del viento, tan acostumbrado estaba a él. Traté de calmarla; traerla con esa noche de perros a la ciudad, era matarla en el camino, en el medio del Paraná bravo; y dejarla ahí sola, desamparada, con el inocente en la panza mientras yo hacía el viaje y trataba de conseguir un médico, también era matarla, si ni respirar podía. Le apreté fuerte las manos y su fuego chocó contra el frío de las mías. Y bueno, había que esperar que amaneciera, cuando el sol alumbrara mi Luisa iba a poder aguantar el viaje; así que empecé a hablarle y hablarle, toda una oscuridad hablando...

“Hay que aguantar, vieja, vos sabés muy bien que para nosotros las cosas nunca han sido fáciles, siempre pulmoneando para seguir adelante y si para tener un rancho, un plantío y una canoa hemos sudado tanto, cómo no habremos de luchar ahora, justo ahora, que vamos a tener toda una fortuna en el rancho. Imagine, vieja linda, imagine al muchacho, manso y tibio, envuelto en esa mantita celeste. Mire, mi dueña, tóquela con sus manos de madre. ¿Se da cuenta, vieja? ¡dije madre!, pero si será consentida usted, aparte de ser la más linda, encima madre. No se me acurruque así, vieja, cómo va a largar lagrimones justo ahora, que el muchacho está pateando. Pero qué pateador es. Sale al padre. Usted no se me ponga celosa, éste es bruto como yo pero después llegarán las hembritas, todas iguales a usted, con su boca, su pelo, sus ojos y sus barrigas sanas listas para alumbrar cuando les llegue la edad. Pero fíjese un poco con qué fuerza está pateando; machazo nomás va a ser... Ya lo estoy viendo, vieja, lo estoy viendo correr, desafiando al sol y a las estrellas. Y lo imagino en la canoa, mirando ansioso el acompasado vaivén de los remos mientras le entono una canción... Ya se me está poniendo celosa de nuevo...; mientras yo le entono una canción y usted nos espera en el rancho con el puchero caliente y oloroso para que él disfrute. ¡Cuánta felicidad, vieja que me está dando! No vaya a aflojar ahora que estamos a un paso del cielo. Aguante un poco más, vieja, ya aguantó tanto, ¡qué le hace otro poco! Mire, ya pasó la mitad de la noche. Aguante, aguante, que entre las cinco y las seis tiene que parir el sol...”.

Pero aquel día el sol también estuvo flojo como mi Luisa y parió unos rayitos que ni para derretir la escarcha servían. Qué cosa, doctor, en cambio ella, mi Luisa, mi mujer, tenía tanto fuego en su vientre que lo quemó al pobrecito: nació muerto. Y era varón nomás. Si yo lo sabía...

(Usted dirá, doctor, qué tengo que hacer para que la Luisa me entienda; yo le hablo y le hablo y ella no me escucha y acurruca la mantita celeste contra su pecho. Si hasta parece loca, pobrecita, parece loca).

Del libro Entre las cinco y las seis tiene que parir el sol, Ediciones Eneybé, año 1993, ISBN-987-99672-0-8.