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El doctor le comunicó a Sita que tenía un cáncer de útero y le quedaban pocos meses de vida.

La ventana estaba abierta. Unos visitantes del hospital escucharon el dictamen y se entristecieron al identificarse con el dolor de Sita. Lo comentaron mientras se alejaban del recinto.

Se cruzó con ellos un deportista que aprovechaba las horas del atardecer para entrenar por los parques de la ciudad. La muerte era un tema tabú para él, así que al escucharles se sintió indispuesto.

David, un oficinista que ya sobrepasaba la cuarentena, al ver pasar al atleta pensó que tenía que rebajar el peso, que en cualquier momento le subiría colesterol hasta las cejas, y que la única forma de evitarlo era hacer un poco de ejercicio y ponerse en forma. Pero dejó de pensar en estas cosas cuando Esther pasó a su lado.

Esther era una treintañera hermosa que trabajaba de bailarina en una discoteca. Estaba paseando a su perro Peter Pan, un perrito pequeño y malhumorado que ladraba a cuanto transeúnte se interpusiera en su camino.

El perro notaba pesadez en el estómago. Para corregirlo, comió unas cuantas hierbas sin que Esther le diera demasiada importancia. Al llegar a casa, las hierbas purgantes hicieron efecto, y Peter Pan desató el nudo estomacal y vomitó en el comedor, justo encima de los zapatos de Willi.

Willi era la pareja de Esther, y el dueño de la discoteca donde trabajaba la bailarina; gritó que estaba harto del chucho y que cualquier día lo abandonaba en la perrera o se lo vendía a unos vietnamitas para que se lo comieran. Para calmarse, telefoneó a su socio, Serra, para consultarle cómo le había ido una gestión de la discoteca.

Serra le contestó que muy bien. Sin saber la razón, a Serra le dolía la cabeza y estaba triste. Serra era el hijo de Sita, pero no tenía ni idea de la noticia que acababa de recibir su madre; con todo, intuía que algo no funcionaba bien.

Sita se despidió del doctor y fue a pedir hora para la terapia. Sus entrañas acogían un huésped, el cáncer, que había entrado en su nueva casa sin pedir permiso. Sita caminó errabunda. Se paró ante una biblioteca, y dudó si entrar o no; el silencio podía resultarle benéfico, pero finalmente optó por buscar un sitio al aire libre, un parque o un jardín donde sentarse y reflexionar.

La bibliotecaria consultó su reloj; aún quedaba mucho tiempo antes de la hora del cierre. Examinó los libros que le habían devuelto esa tarde hasta dar con el que buscaba. El chico aquel que leía tanto se lo había pedido días atrás, pero justamente se lo había llevado otro cliente.

El chico, ajeno a que más tarde le entregarían el libro que quería, leía con tanta concentración que se había olvidado del mundo físico; estaba sumergido en el reino de la fantasía, con seres tan increíbles como los que poblaban sus sueños. Tenía una pila de libros sobre su mesa que casi le ocultaban por completo. Tan abstraído estaba que no se dio cuenta y derribó con el codo uno de los volúmenes de la pila. Al escuchar el ruido del libro contra el suelo, alzó la cabeza y miró alrededor, asustado. Se encontró con la mirada simpática de una joven embarazada y su sonrisa cariñosa.

La joven embarazada era Karen; había ido a la biblioteca para buscar un libro sobre partos naturales. Al ver aquel chico tan soñador, pensó que le gustaría que su hijo se le pareciera. Frotó la barriga en un gesto cariñoso y protector que le gustaba repetir.

El bebé notó la caricia afectuosa; aquella matriz era inmejorable, sus padres le daban mucho amor, y él estaba deseoso de salir afuera a saludarlos; con todo, aún le quedaban unas cuantas semanas. El bebé se fue durmiendo poco a poco, escuchando una música preciosa pero lejana, como si los músicos tocaran en una barcaza lejos de la costa.

La música venía de uno de los reproductores de compactos de la biblioteca. En el asiento contiguo a Karen un hombre escuchaba música clásica tocada por una joven violinista. Como le gustaba su forma de tocar, decidió llevárselo.

Palmira era la joven violinista del compacto. Al mismo tiempo que el melómano admiraba la grabación, ella practicaba en su casa, con las ventanas que daban al jardín abiertas. Esa tarde se sentía particularmente inspirada, por lo que se ponía a prueba con una pieza de gran dificultad técnica. Raspaba las cuerdas del violín casi como si fuera una nueva extremidad, mientras su cara y la madera se unían en un abrazo. Por la ventana, veía el atardecer con sus tonos rosados y rojizos, en un lento declinar que se correspondía con la pieza.

Sita se había sentado en uno de los bancos del parque. Como la violinista, admiraba el crepúsculo que iluminaba con una tonalidad mortecina a los paseantes. También en su caso tenía una clara analogía con lo que le había informado el médico. Se propuso no perder ni un minuto, disfrutar del presente sin malgastarlo; cualquier segundo era importante, no había regalo más valioso que aquel anochecer. Decidió que esperaría unos días antes de comunicárselo a su marido y sus hijos: prefería asimilar la noticia.

En el centro del parque manaba una fuente. Sita fue a beber. Era bueno sentir todavía el agradable frescor en su garganta, ser capaz de saborear el agua. ¿Cuánta gente en todo el mundo estaría bebiendo en esos precisos instantes? Compartía con ellos la misma vida física, formaba parte de la misma comunidad, aunque, en su caso, estuviera a punto de despedirse del parque y de la fuente.

Poco después, Sita marchaba hacia su hogar. Había sido un día muy largo y estaba agotada.