Artículos y reportajes
España Cañí

Bisontes. Pintura rupestre en las cuevas de Altamira

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El mayor problema que se tiene para hablar de España es poder definir a España. Cosa que teníamos claro en la escuela los chicos de entonces, los que hoy saltamos de los cincuenta, pero que es tan difícil para los chicos de hoy, que itineren o viajen con frecuencia de una región a otra del Reino de España, como para el ciudadano medianamente informado y reflexivo. En según cuáles de las diferentes regiones, provincias o comunidades autónomas que conforman el Reino, España varía de una cosa u otra conceptualmente, y hasta en la misma Historia que se enseña en sus aulas escolares o universitarias a veces nada tiene que ver.

Que España se conformó a golpe de imposición es algo fuera de toda duda, porque así se consolidaron todos los dominios (hoy Estados) del planeta. No vale decir que los Reyes Católicos impusieron o dejaron de imponer, porque es algo que lo mismo había sucedido siglos atrás con los Reinos de León, Castilla, Aragón, etc., que el que mandaba y el que era aceptado por la comunidad era normalmente al más bruto, el que tenía más fuerza y la hacía valer, que, en cierta forma, era en el entender de aquellas épocas el más capaz. En todos los Estados de la Tierra, incluso hoy (aunque algo más cínicamente), el poder lo ejerce el que puede, no el que quiere ni siquiera el que debe.

Visto lo visto y comprendido lo dicho, no podemos hacer otra cosa que aceptar la realidad y, a partir de tan tozuda evidencia, tratar de comprender lo demás. Somos lo que somos; pero ¿lo somos todos?... Uno viaja, ve mundo, conoce gentes de las cuatro esquinas de planeta y, ni por ensoñación, nos podemos comparar a ninguno de nuestros semejantes nacidos en otros Estados: eso es indiscutible. Podemos darnos un aire, en lo rebelde, a Irlanda o aun a Escocia, pero poco más. Si nos fijamos en los EEUU de América, enseguida nos chocará su enfermizo ultranacionalismo como un remanente medio psiquiátrico que tiene connotaciones fascistoides; si lo hacemos con Argentina o con nuestra vecina Francia, nos moverá a risa su chauvinismo, esa patriotería tan melodramática e incomprensible para nosotros; y si lo hacemos con Gran Bretaña y sus Colonias Libres (la Commonwealth), casi nos parece el resultado de una obra de Valle Inclán (mejor que de Shakespeare) y su esperpento llevado a escena.

Los que tenemos cierta edad y recibimos nuestra primera instrucción durante la Dictadura, fuimos machados ideológicamente sobre el yunque de la patria con mil hermosos aforismos y tal cantidad de églogas épicas que aún nos rezuman por los poros. Cosa ni buena ni mala, sino que era lo que había, y allí se hablaba de un Imperio en el que creíamos, de una bandera que era de todos, de una raza que había dejado su impronta en el mundo, del heroísmo típico y secular hispano, y del noble carácter de todos españoles. Claro que enseguida, apenas crecimos un poco, supimos que el tal Imperio debía ser el de la pelagra, porque carecíamos de todo y nadie o casi nadie nos tomaba en cuenta para casi nada, y, mucho menos, en serio; que éramos un país supuestamente orgulloso con mucha Historia y mucho heroísmo, pero arrodillado sin pudor ante el verdadero Imperio de su tiempo; que la bandera era sólo de algunos (los vencedores de la rebelión que produjo la Guerra Civil) y a la mitad (por lo menos) de los españoles se les odiaba tanto y tan intensamente por quienes tales panegíricos hacían de la patria, que incluso tras la toma de Sevilla al principio de aquella guerra, se llegó a recomendar desde medios oficiales rebeldes a la población el asesinato de cualquiera que fuera o del que se tuviera sospechas de ser rojo, porque no sólo nadie les preguntaría, sino que la patria lo agradecería.

¡Ah, la patria! Cuando Eneas acuñó este término, la hizo buena. La patria de los españoles de mi época, según el Estado —¡durísima lección!—, eran sólo unos cuantos que pensaban como ellos, porque los demás eran demonios, excrecencias, balodones humanos, vergüenza de Dios y cuanto sonrojante epíteto se les pasara por las mientes a los pelotilleros autores de la época (quienes en estas desmesuras consumían sus meninges), cuyas actas de desvarío aún pueden encontrarse en los educacionales libros de texto (o no) con que nos alicataron el cerebro. Y lo curioso es que, desde el otro lado, pasaba un poco lo mismo, no hay más que consultar bibliografía de la época en que las izquierdas dominaron o gobernaron, o aun sobre la editada en su bando durante la Guerra Civil. Pero, en fin, se crece, y esto, cuando se habla de España, hasta puede ser peligroso. Sí, peligroso, porque para sorpresa y desencantamiento nuestro, comenzamos a descubrir que casi nada de lo que nos habían enseñado respecto de nuestra Historia era cierto, o completamente cierto: nos habían ocultado lo que no les interesaba que supiéramos, habían enmascarado tras una pátina de heroísmo lo que fue simple lucha por la supervivencia ante el abandono a su suerte por parte de los poderes patrios (verbigratia la tropa de las Guerras de África, Filipinas o Cuba), además de mostrarnos, como héroes a parangonar, a multitud de héroes que no lo eran tanto, sino simples indecisos o mercenarios, tales como Indíbil y Mandomio, que lo mismo luchaban con cartagineses que con romanos, o El Cid, quien ponía su espada al servicio del que le pagara lo bastante, siempre que no fuera el adversario su Rey, a quien gran e incomprendida lealtad le profesaba.

La enseñanza de las nuevas generaciones de nuestra época, desde luego, estaba basada en la ocultación y la impostura interesada. No; nada de lo que nos habían enseñado parecía ser completamente verdad, y los principios patrios insertados a golpe de palo, penitencia y suspenso, comenzaron a descomponerse... en su disfavor. ¿Qué era verdaderamente España, si quienes debían enseñárnoslo no parecían saberlo u ocultaban hechos tan capitales?... Poco a poco, a medida que crecíamos y bebíamos de otras fuentes, o reflexionábamos sobre lo que tan torticeramente se nos enseñaba, supimos que desde el alba de los tiempos habíamos estado peleando entre nosotros: los tartesos contra los íberos (y viceversa), éstos contra los celtas (y viceversa), ambos (y todos los demás que no menciono) contra cartagineses o romanos, según en qué momentos, etc.; podríamos decir lo mismo sucedió a partir de este momento, pero se mezclan tantísimo y tan seguido las sangres que la raza deja de ser raza y deriva en mezcla, mezcolanza, atezamiento, crisol, etc.; llegan los godos, visigodos, suevos, vándalos y mil tribus más del Norte, y también se mezclan entre sí y con los aborígenes tras las lógicas escabechinas; llegan árabes, moros, etc., y también se mezclan después de mucho arrasar y mucho matar; almogárabes y cristianos se enzarzan en dura lid contra los musulmanes, matando mucho y mezclándose también; los reinos se funden, se alean, se impone un orden, y nacen los partidismos con sus purgas y sus campañas sangrientas; hay Padillas, Bravos y Maldonados que, no siendo rojos ni progresistas, comienzan a encarnar a los rojos y progresistas en el Imperio naciente en el que jamás se pondrá el sol; gavilanes y palomas se suceden y enzarzan en una guerra soterrada con Erasmos y Nebrijas de fondo, con Cisneros y Duques de Alba, y con un trasfondo de hogueras inquisitoriales y clericalismos asociados al poder; muerte y sangre hay por doquier a ambos lados del Atlántico y hasta de los Pirineos, y heredan en plena decadencia el testigo ilustrados y carcundas, que, andando el tiempo, derivarán los primeros en afrancesados para desembocar en progresistas, en marxistas, en rojos, en izquierdistas, entretanto los segundos se habrán sostenido en sus trece con muy poca evolución, dando únicamente en conservadores, y conservando (he aquí de dónde les viene el nombre) toda la sustancia y toda la herencia de sus predecesores, su estructura (o deseo) feudal y hasta sus sueños de orígenes divinos. El enfrentamiento es ahora entre ellos, menudean las guerras civiles, los sexenios revolucionarios, la sangre, la muerte... Mas debe ser por mitades el fraccionamiento, porque de haber sido más fuerte una que otra, hubiera terminado con ella, extinguiéndola. En fin, el caso es que media España, como siempre, odia a muerte a la otra media; nadie es peor adversario para un español que otro español.

Y aquí estamos. Los patíbulos y los paredones aún están impregnados de sangre seca y las hogueras de la Inquisición aún apestan, y muchos creen que nunca se apagaron, sino que perdieron fuelle temporalmente en espera de tiempos mejores. El juego está en tablas, pero ¿hasta cuándo?... Izquierda y derecha, influidos por masonerías y otras sectas pretendidamente filantrópicas, la ilustración y el conocimiento de que en el ámbito internacional dependemos de terceros nos ha frenado en aquellas ancestrales sangrías que entre hermanos nos profesamos; pero en el fondo todo sigue igual y con las espadas en lo alto (disimuladamente), como con Damocles. El PP odia al PSOE, el PSOE odia al PP: lo que uno haga, no importa lo que sea, le desagrada al otro sólo porque lo ha hecho éste, y viceversa; lo que hagan los suyos, no importa que sea una aberración o un despropósito o hasta algo que pudiera ser denostado como delito si lo hubiera perpetrado el contrario, santo y bueno. El patético espectáculo que nos ofrecen cada día nuestros políticos nos informa con detalle de que nada de lo anterior ha vencido o ha sido superado para siempre. Siempre, es mucho tiempo. Esperan su momento fragmentario para vencer y someter, no a sus compatriotas, sino a sus enemigos. Da la sensación de que no les importa España, sino su España, su dominio sobre el otro segmento; da la impresión de que no se trata de hacer lo mejor para España —especialmente en estos tiempos democráticos—, sino de socavar al otro con el fin último de destruirle, aventando todo cuanto le destruye y ocultando cuando pudiera enaltecer a tan visceral enemigo o ser merecedor de encomio o aplauso. Haga lo que haga el uno, el otro lo verá mal, muy mal, como un suceso abyecto; ya digo, no hay peor enemigo para un español que otro español.

Diríamos que para cada quien España es una España que sólo estaría completa con la extinción del otro; pero el caso, lo que impone la razón, es que supuestamente españoles lo somos todos los nacidos en España: carcundas y progresistas, rojos y azules, de derechas o de izquierdas... Todos. Es necesario terminar con este enfrentamiento secular que periódicamente nos anega de sangre y odio, con esta guerra soterrada en la paz y abierta en el conflicto en el que estamos sumergidos desde el origen del hombre en esta vieja piel de toro, y tenemos la ciencia, el conocimiento y los recursos —hoy España es un país rico. Sólo hace falta aplicarlo.

Propongo una solución que satisfará a todos: como somos democráticos y todos tenemos derecho de que se aplique nuestra solución y se nos conceda alcanzar nuestro anhelo, en vista de que la mejor España para cada quien es una España sin los otros españoles, sus adversarios, y como ambos bandos parecen coincidir en considerar santa y buena la tierra, los monumentos, el aire, el mar y todas las cosas que sobre esta misma piel de toro hay, adquiramos una terciada bomba de neutrones —de ésas que terminan sólo con los seres vivos y respetan todo lo demás—, y catapultémonos a la nada. España, entonces, sí que estará a gusto de todos: vacía. Nos habríamos extinguido, sí; pero habríamos terminado, ¡por fin!, con nuestros enemigos. Eso sí, quedarán catedrales y puentes, valles y montañas, costas y llanuras. Desde el infinito todos los españoles, rojos y azules, progresistas y carcundas, derechistas e izquierdistas, nos encontraremos así en el Nirvana.

Después de todo, la conducta de nuestros próceres conduce al mismo lugar, aunque más lentamente.