Sala de ensayo
Rapa Nui, foto de Massimo RipaniLa identidad hispanoamericana

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Luis Oyarzún define a Chile como “una tierra lejana, la más lejana del hemisferio occidental, un auténtico finisterrae” (Oyarzún 1967). Esta remotez que caracteriza a Chile lo transforma en un país insular, cercado, tanto por la monumental Cordillera de los Andes como por los “despoblados del océano pacífico” (Oyarzún 1967), y zanjados por el desierto más árido del mundo, en el norte, y nada menos que la Antártica, el polo del mundo, por el sur.

Chile es un país donde la insularidad ha hecho que oleadas sucesivas de conquistadores hayan poblado el territorio, mucha sangre se haya derramado y los mitos realmente propios, según Oyarzún, hayan brillado por su ausencia, lo que nos convierte en un país sin alma.

¿Cuánto de cierto hay en esta afirmación, de que Chile es un país sin alma? ¿Están realmente ausentes los mitos de nuestra identidad como país? Según la antropóloga Sonia Montecino la esencia del pueblo chileno radica en su condición de sujetos mestizos. Resumiendo burdamente los postulados de su trabajo Madres y huachos, alegorías del mestizaje chileno: Chile se ha constituido sobre la base de un mestizaje racial y cultural, producto de la invasión de los españoles, en su mayoría hombres, y la relación que establecieron con las indias a través del amancebamiento y la barraganería, que ha traído como consecuencia un predominio de la figura de la madre sola como base del constructo social y el huacho, sus hijos, como identidad adquirida por lo masculino, donde el padre se encuentra ausente, o en otras palabras, es una categoría vacía. Si nos atenemos a los postulados de Montecino la opinión de Oyarzún respecto de la carencia de alma de los chilenos es puesta en tela de juicio, puesto que es incompatible el hecho de carecer de mitos cuando parte del linaje que constituye la sangre de “lo chileno” es precisamente el indio, ya sea atacameño, diaguita, mapuche, tehuelche o selknam, a lo largo y escasamente ancho de este país insular hay un pasado indígena que constituye parte de lo que somos hoy en día: sujetos mestizos. Plantear otra cosa es caer en el deliberado blanqueamiento de la sangre chilena, práctica que ha sido bastante usual a lo largo de nuestra historia.

Esta condición de mestizos se repite en todos los países de Hispanoamérica. Pertenecemos a un continente que ha vivido una modernidad que aún se encuentra en pañales, tenemos poco más de quinientos años de “historia” y “civilización”. Pero estos pueblos civilizados a la manera europea hace quinientos años no se fundaron sobre tierras desocupadas. En todos y cada uno de los países de este continente americano había otro pueblo que ya estaba establecido, y éste a su vez se instaló sobre otro que vivía ahí, y así hasta retroceder diez o quince mil años hacia atrás, hasta los primeros pobladores del continente americano que atravesaron el Estrecho de Bering.

Claramente, no todas las naciones de Hispanoamérica han manejado su condición de sujetos mestizos de igual modo como ha ocurrido en Chile, donde se cae demasiado seguido en el blanqueamiento. Tal como postula Pedro Henríquez Ureña, México es un ejemplo de pueblo donde conviven los tres rasgos fundamentales de lo que denomina lo “autóctono americano”: lo indígena, lo español y lo mexicano independiente, que es la interpretación de los dos aspectos anteriores por los americanos del México postcolonial.

Pero, a pesar de estas diferencias respecto del modo como las diferentes naciones han manejado su propia condición mestiza, existe un factor que es común a todos los países que constituyen Hispanoamérica, consecuencia de la historia particular que como continente hemos sufrido (el haber sido “descubiertos” luego de diez mil años de habitar la misma tierra, el haber sido conquistados y colonizados) esta consecuencia es la subalternidad respecto del llamado “primer mundo”.

Si otra hubiera sido nuestra historia, otra sería la relación que mantendríamos con los países civilizados. Y es que tal vez pecamos de confiados al recurrir demasiado frecuentemente a los modelos europeos durante la independencia de nuestras naciones. Tal vez si hubiéramos abierto más los ojos, la conciencia de que éramos una tierra extremadamente rica en recursos naturales nos hubiera dado la clave para evitar nuestra actual condición. Sin embargo, sería caer en la simpleza pensar que Chile no es un país civilizado porque no hemos podido serlo, o porque no sabíamos que podíamos, o porque hacia allá vamos todavía (¿país en “vías de desarrollo”?, ¡por favor..!). Desgraciadamente en nuestro país (y en este apartado, a pesar de que no manejo datos concretos, creo hablar por todas las naciones hispanoamericanas) se ha optado deliberadamente, desde los albores de la conquista, por favorecer los intereses económicos de unos pocos (y estos pocos no viven en Hispanoamérica), y bajo esa premisa ha sido erigido nuestro país, sus estamentos sociales, sus organismos de gobierno, su industria. Si la economía de nuestros países estuviera centrada en el fomento de la realidad interna de la nación: la superación de la pobreza, la educación, la salud como un hecho real y concreto para todo, entonces podríamos hablar en serio de superar la realidad actual, donde la gente se muere en la sala de espera de la urgencia de un hospital, donde los que no tienen dinero para pagar un colegio saben que sus hijos no podrán ser jamás profesionales, porque además las universidades del Estado cuestan demasiado y su sistema de acreditación las convierte cada vez más en una empresa.

Es necesario en nuestros países el comprender y apropiarse correctamente del concepto de sociedad. Debemos aprender a luchar por el crecimiento de todos los estamentos que conforman nuestro pueblo, dejando de lado las políticas insanas maquinadas para mantener las brechas sociales: el miedo a la delincuencia, necesario para mantener la obediencia a los organismos de orden del Estado; el desempleo, forzoso para procurar que aquellos que sí tienen trabajo cuiden su condición, aumentando la productividad; la formación técnica, que se plantea como un gran paso en la educación, pero elitiza la formación profesional y nos transforma en un país de mano de obra, nos prepara para hacer el trabajo sucio que en el primer mundo ya nadie está dispuesto a hacer (y de paso hago la reflexión: es curioso que todos los grandes profesionales de nuestro país no trabajan aquí, sino que se van fuera, donde sí tienen posibilidades de surgir, ¿qué van a hacer ellos en un país “mano de obra”?).

El tema de la economía no sólo alcanza hacia los temas de la salud y la educación y la constitución orgánica de nuestro Estado, sino que también trae graves consecuencias para el medio ambiente. Tanto Chile como los demás países hispanoamericanos son fuente de innumerables recursos naturales de todas índoles, lo que nos transforma en blanco de las necesidades y, de paso, la codicia de otras naciones económicamente más poderosas pero menos fértiles en este tipo de recursos, como Estados Unidos y Europa. Desde este punto de vista resulta bastante aclarador comprender la verdadera magnitud de los por ahora famosos “Tratados de Libre Comercio” o TLC, donde extrañamente las grandes potencias mundiales se interesan en hacer negocios con un país insular, mestizo y de dudoso manejo de la economía interna, como es Chile (o como podría ser cualquiera de nuestras naciones hermanas). De una ingenuidad abismante resulta la lectura de estos TLC como mejores precios en los productos importados para los compradores, más y mejor gama de productos a nuestra disposición, ahorro seguro para la familia chilena, etc. Aquí no se trata de negocios entre pueblos, sino de negocios entre grandes empresarios, por lo tanto aquí no ganan los pueblos, sino los grandes empresarios. Felicitamos entonces al dueño del Jumbo, o de Lan Chile por el excelente futuro que le espera. En cuanto a nosotros, preocupémonos de esas pequeñas cláusulas inscritas en los TLC, donde se estipula que el país que firma con Chile (sea EEUU, Canadá, China u otro), tiene libertad de utilizar recursos madereros, territorios para ejercicios militares, obtención de recursos mineros, con la mínima fiscalización de parte de nuestro Estado.

Este tipo de actitud es parte de nuestra identidad. Debemos asumir que así hemos sido, y así continuamos siendo, y desde este punto revertir muchas situaciones que nos mantienen a todos los hispanoamericanos en la condición de subalternidad, nos transforma en los “otros”, más allá del gran charco y al sur de todo.

La globalización es un concepto que ha surgido durante estas últimas décadas, desde que Internet irrumpió en el mundo, provocando una verdadera revolución en las telecomunicaciones. Ortiz define la globalización como el resultado de un conjunto de interacciones, donde el imperialismo económico y cultural (o en su versión posmoderna) impone la relación entre lo local, donde se manifiestan las implicaciones de las historias particulares de cada localidad; lo nacional, la historia que atraviesa los planos locales y los redefinen; y lo global, o la “mundialización”, donde los espacios sufren su conjunción y disyunción, se atraviesa lo local y lo nacional, y se define como transversalidad y no oposición. Se produce una reinterpretación del concepto de territorio, que ya no está vinculado al medio físico, sino que actualizado como dimensión social. Los medios de comunicación han articulado este proceso, garantizando que se extienda hasta todos los rincones del mundo que cuentan con medios tecnológicos mínimos, ya sea una radio o un televisor. La publicidad ha sido la herramienta, a través de la cual es impuesto el “canon global”, aquello que es aceptado como bueno y verdadero ya no sólo para una u otra cultura, sino que para la totalidad de culturas del mundo. Y este canon nos viene principalmente desde Estados Unidos. Estamos hablando en este punto de una reinterpretación de lo que Alfonso Reyes llamó una de sus “disyuntivas americanas”: Europa y Estados Unidos como polos de influencia.

Todavía hoy en día se enseña en nuestra propia universidad “literatura universal”, rótulo que designa a las grandes obras literarias producidas dentro de los márgenes de la Europa occidental (que por lo demás, si se observa su extensión en un mapamundi, resulta irrisoria su pequeñez). De esta nomenclatura cabe deducir que toda la literatura producida en los países asiáticos, en Oriente Medio, en África, Oceanía e incluso en Hispanoamérica está al margen, en los bordes. Estos son los alcances de la llamada “globalización”, donde se evidencia que no es que se fomente el contacto entre diferentes culturas, sino que se impone una por sobre el resto, catalogando lo “exótico” en folletos de turismo: “conozca Rapa-Nui y sus sensuales mujeres”, “empápese durante tres días y dos noches de la lejana China”, “África, una tierra de misterio y magia tribal”.

A partir de lo anterior se produce entonces una doble lectura de lo que es considerado como “identidad hispanoamericana”. Por una parte está lo que constituye la esencia de todo individuo nacido y criado en territorio hispanoamericano, heredero de una historia, una sangre y un ethos determinado, sea consciente o inconsciente. Por otra parte encontramos a aquello que ha sido clasificado como “típico hispanoamericano”. Dentro de esta categoría el arte ha sido presa bastante fácil, como el ejemplo del realismo mágico, aceptado por el Primer Mundo como lo característico de nuestros pueblos, consumido ávidamente, elogiado por la crítica influyente. La visión de Hispanoamérica como un territorio donde nadie se impresiona si ve un pez volando, donde se fuman habanos y se toma café por si acaso, la siesta es ítem obligado, la piña colada bebida oficial, etc., ha permitido la incorporación de parte de nuestro imaginario a la corriente artística mundial, pero a la vez nos ha limitado respecto de lo que se nos está “permitido” producir a ojos del canon mundial.

No podemos, como hispanoamericanos, caer en el simplismo. No se debe volver a “echarle la culpa al empedrado”. Aquí hay sujetos responsables, y ésos somos nosotros. Muchas preguntas surgen a raíz de todo lo que se ha planteado. ¿Es nuestra identidad una e inamovible o cambia junto con los tiempos y la actitud de quienes conforman la sociedad en cuestión?, ¿vale realmente la pena defender nuestra identidad, aquella que incorpora el “alma” de lo que somos, lo indígena?, ¿Es la esencia de nuestra identidad el valerse por siempre jamás de modelos foráneos o es esa una actitud que debemos revertir por el bien de nuestra propia identidad? Creo que no es posible llegar a una respuesta concreta, sin embargo el daño que ha producido a nuestra gente y nuestra tierra el actual modo como lo hemos estado haciendo hasta ahora, esto es, en condición de subalternos, es inconmensurable, y la destrucción física, social y cultural de lo nuestro, demasiado inminente. Tal vez si hubiésemos indagado un poco más en lo que fuimos hace más de quinientos atrás, otro gallo nos cantaría hoy día.

 

Bibliografía

  • Henríquez Ureña, Pedro. La utopía de América. 1925.
  • Montecino, Sonia. Madres y huachos. Alegorías del mestizaje chileno. Santiago: Sudamericana, 1991.
  • Ortiz, Renato. “Espacio y territorialidad”. Otro territorio.
  • Oyarzún, Luis. Resumen de Chile. 1967.
  • Reyes, Alfonso. La inteligencia americana. 1935.