Letras
Sendas del Japón
(a la manera de Basho)

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Me vine a Japón a mediados de septiembre de 1988, con mis maletas repletas, porque no quise dejar nada que me pudiera hacer falta y no quise mirar atrás aunque me fui aprehensiva, pero con la determinación de que mi nueva vida se hiciera y durara. Cuando empecé esta jornada, deje atrás miles de cosas y sí, emprender una jornada es una experiencia aterradora y excitante a la vez. Yo me pregunto qué son las jornadas, me pregunto qué tanto de mí permanecerá y qué tanto se irá para siempre.

Después de un viaje largo y monótono llego al Japón en un vuelo desde Chicago, es un día cálido, asoleado, y en el aeropuerto me espera Floyd. Él viste camisa azul claro y jeans, su aliento huele a flores como si hubiese bebido alguna ambrosía o un perfume. Es el atardecer en Tokio y tomamos uno, dos, tres trenes mientras nos asombramos juntos al pasar por el parque de Ueno. En el paseo, los transeúntes son reemplazados por el follaje, jardines y bosques en medio de la ciudad.

Parque de Ueno
Al aire de septiembre
¿Notas mi temblor?

 

Después de un recorrido largo en el tren desde la estación de Ueno, hemos llegado a la sección de Shinjuku al anochecer, las luces ya se han encendido y cuando la gente sube a las aceras vemos los grandes edificios y los comercios en la cuadra de la estación, miles de personas cruzan la avenida y en la esquina una amplia pantalla de TV, iluminando la cuadra, deja ver al grupo Police en un video. Sorprendente, la indiferencia de los transeúntes es un marco perfecto para la exhibición, todos van de prisa quizás a buscar un restaurante, a tener un momento de reflexión, quizás aferrados a un juramento, a una promesa, a una creencia...

Luna en Shinjuku
proyecta rutilante
La imagen de Sting

 

Alejados del ruido entramos en un boulevard de restaurantes y tiendas. Es una arcada luminosa y un centenar de personas se pasea entre los comercios con bolsa de plásticos en las manos. Tengo hambre y sed, quisiera beber agua mineral. Nos acercamos a un restaurante que tiene menú en inglés y a un lado una gran vitrina con muestras de los platos que sirve el restaurante. Escogemos cualquier cosa y entramos silenciosos. Como sospechamos que tal vez no nos guste la comida, estamos tensos. Enseguida el “maître” busca a un mesero que sabe inglés y nos atiende muy bien. Yo no sé qué quiero; el mesero sugiere que mire las muestras en el menú. Hay fotos de los platos en la vidriera. Me decido por los fideos y los langostinos y nos ponemos a conversar mientras el mesero ronda el restaurante.

Gambas y fideos
¿Son muestras o confites
en este tazón?

 

Hoy la jornada fue larga, tres trenes. De Shinjuku a Ueno de Ueno a Niigata y de Niigata a Nakajo en el tren expreso y en Nakajo a un taxi que nos deja enfrente de un complejo de apartamentos, en las sombras de la noche. Es la madrugada, llegamos a un apartamento mínimo demasiado pequeño para tanto equipaje, para todo el bagaje que me he traído.

El olor del tatami me sorprende; casi huele al jardín de la casa de Caracas. Las sillas son todas tipo japonés, pegadas al suelo y sólo en la cocina hay una mesa de pantry pequeña para cuatro personas. Él saca el futon azul, lo desenrolla y la pequeña habitación se convierte en una alcoba.

Afuera sólo se oye el tren que sale, a lo lejos y Nakajo comienza a existir y yo veo transparencias en sus ojos azules.

Brisa marina —
qué ojos tan azules—
calman mi temor

 

Rápido transcurre el tiempo este atardecer de octubre; caminamos hasta el restaurante de tempura. Dos hombres conversan en la barra y nosotros escogemos una mesa, bebemos el té negro y conversamos un poco, muy poco, mientras esperamos el plato de arroz, los langostinos fritos y las empanadillas. Huele a soya, a rábanos frescos y a frituras. Comemos, hablamos del día y salimos del restaurante cuesta abajo. De vuelta a casa, llovizna y Floyd abre el paraguas, él tiene que encorvarse un poco para que podamos caminar juntos. Yo levanto la cabeza para mirarlo pero también veo la luna que apenas sale entre las nubes oscuras. Ahora el viento se hace cargo y la llovizna apura y los dos caminamos en la acera oscura, juntos para que el paraguas nos proteja.

Noche de octubre
Aquí, bajo el paraguas
¿Somos dos o tres?

 

Son las dos de la tarde; salgo hacia el centro de Nakajo, nada especial, sólo una tarde cualquiera y comienza a lloviznar, saco mi paraguas y voy a una cuadra del centro cuando las gotas de lluvia se convierten en trozos de hielo. El granizo golpea mi paraguas, sigo por la avenida, en la acera, de pronto siento que alguien me toma por el brazo y me mete hacia una tienda de dulces, de esas que tienen cortinas. Ya adentro no sé qué decir. Afuera el ruido del granizo es ensordecedor. Entonces me doy cuenta que es Eriko quien me ha arrimado hacia la tienda. Eriko me explica que a ella también la tomó desprevenida el granizo. En la tienda nos ofrecen té y nos hacen pasar hacia un saloncito trasero donde otras personas esperan. Eriko conversa en japonés y todos me miran a mí.

Esperamos a que amaine el temporal por unos veinte minutos. Salimos y hace frío. Otros transeúntes salen de otras tiendas. Por un momento, las callecitas del pueblo están llenas de gente como si muy cosmopolita; nadie pasa sin mirarnos, sin saludar con una reverencia. Nosotras les contestamos.

Cae el granizo,
¡En la confitería
rasgados toldos!

 

Último jueves de noviembre, vamos colina arriba a la casa de Lorna a celebrar la fiesta de Acción de Gracias. El aire frío nos abruma la subida, pero los intensos colores nos distraen; hay tonos naranjas, amarillos y vino tinto. Sinfonía en silencio. Regresamos al atardecer cuando una luz débil cae apenas en el rojísimo arce enfrente de la casa. A lo lejos la quietud de la tarde es interrumpida por un graznar de gansos, en algún corral cercano. Nos sentamos en el porche para admirar el arce que flamea a las últimas luces de la tarde. Los invitados bajan felices hacia sus casas conversando y sus voces se extienden sobre los campos rectangulares. Tú me miras y comentas que mi sweater azul rey da color a mi cara en la luz de noviembre y el azul de mi sweater se diluye por un momento en tus ojos que sonríen. Los últimos comensales se acercan a conversar y comentan como la luz convierte el arce en una llama de luz.

Antorcha rubí
Para acción de Gracias
Ramas del arce

 

Aquí en Japón reciben el año nuevo con ciento ocho campanadas solemnes en los templos budistas, sirven para empezar el año borrando los pecados. El tren expreso nos ha traído de vuelta desde Kyoto hace apenas unas horas. Para recibir el año sigo un viejo ritual y me cambio a un vestido rojo aunque no hay nadie en casa, sólo nosotros dos. Luego, abro la botella de champagne y nos abrazamos mientras suenan las campanas del templo budista. Salimos al balcón; hay nieve en las colinas y, ya casi cubierto por las nubes, un puñado de estrellas intensas enfría el descampado.

Nevado fondo
Campanas y estrellas
El año nuevo

 

Es la mañana del primer día del año 1989 en Nakajo, la nieve ha caído toda la noche a grandes copos y, desde la ventana sellada, el silencio parece moverse con sigilo entre las casas. Dice la señora Hiroko que esto no es nada, que hace años la nieve llegaba hasta el segundo piso. A mediodía ha dejado de nevar pero ahora hay colinas blancas en los alrededores. El sol pone brillo de arena sobre los campos de arroz escondidos bajo la nieve. Los rectángulos han desaparecido. El silencio es una presencia. El año nuevo empieza puro y blanco, mudo, seguido de frías centellas. Es el primer día del año, llega bañado en rayos de sol pero arropado en frío.

Copos de nieve —
Nadie les oye caer
entre las casas

 

Un sábado de abril, por la mañana, salimos todos en un tour desde Nakajo hasta la ciudad de Niigata. Es una mañana asoleada y cálida; las flores han aparecido y, precisamente hoy, el día es claro y lucimos todos radiantes. La avenida de Nakajo tiene cerezos en flor, y en las granjas alrededor, los árboles de caquis se están llenando de hojas. La avenida hacia la planta de gas está libre de nieve y un aire marino se siente venir hacia las colinas. Tomamos el autobús hacia Niigata y las cimas de las montañas aún están cubiertas de nieve. Hay una gran elocuencia entre los pasajeros, estamos todos asombrados de tanta luz porque hasta ahora ha sido un invierno gris y lleno de nieve. La gente ha sacado los futones a asolearse y hay una gran concentración de personas en la estación del tren, como si otros hayan decidido que es un día ideal para irse de paseo. Pasamos la calle Honcho donde bulle el mercado libre del sábado y tomamos rumbo a la autopista. Nakajo se queda entre las colinas con el marrón oscuro de las casas y el negro de los techos, en el camino a Shibata los ventas de carros y las tiendas de verduras están cerradas porque hemos salido temprano.

Gotas del deshielo
sobre los techos negros
viejos témpanos

 

Llegamos a la ciudad en una avenida que se abre en subida hacia el puente que atraviesa el río. Lo primero que vemos son los taxis estacionados frente al hotel. Los choferes van enguantados y llevan gorras al estilo inglés. Esos taxis huelen a hule y a cera, el conductor toma la amplia avenida y vemos los comercios y los restaurantes, a unas cuadras de la avenida está el hotel donde nos reunimos todos para un almuerzo; en esa precisa cuadra, hacia la izquierda, se extiende una avenida paralela al río Shinano. La avenida con cerezos y sauces es una fantasía con miles de diminutas flores rosadas. Son los cerezos en flor que hacen un jardín donde ya cuelgan los bombillos para la noche, cuando miles de personas se sentarán alrededor para celebrar y observar la entrada de la primavera. Habrá una merienda bajos los cerezos esta tarde, mañana los cerezos perderán sus hojas bajo la lluvia y el viento y tanta belleza habrá sido así de fugaz, efímera pero celebrada profusamente.

¡Qué ligereza!
Los cerezos expuestos
al viento de abril

 

Esta tarde de verano venía dormitando en el tren a Kyoto. Paramos en una pequeña estación y de pronto aparece una mujer en kimono. Ella cruza el andén con expresión de sorpresa en la cara, aunque parece sorprendida algunas chicas escolares la miran de reojo. La mujer se inclina un poco sobre sus sandalias y parece una figura de porcelana con pies de marfil. Ahora recibe a una señora mayor que ha bajado del tren. Ambas se dedican profundas reverencias y luego se alejan tan rápido como han aparecido y la mujer en kimono da unos pasitos mínimos pero rapidísimos en sus pequeños pies envueltos en unas medias blancas satinadas, que los enfundan sobre las sandalias altas y adornadas. Con prisa se alejan entre los transeúntes, indiferentes al discreto estupor que han levantado. A los pocos minutos el tren continúa su marcha hacia la estación central.

Kimono carmesí
diminuta la geisha
sobre el andén

 

Son las cinco de la tarde; debemos llegar al parque de Ueno. Perdidos en la estación del tren de Shinjuku escuchamos el rumor sereno del tren que se aproxima mientras observamos asustados el gran anuncio de trenes y sus conexiones. Comparamos con la pequeña tarjeta que tenemos marcada por nuestra traductora. ¡No son iguales! Alguien que pasa de la estación nos pregunta en inglés que si necesitamos ayuda; pues sí, mire, vamos a Ueno, el hombre nos ayuda a comparar nuestra tarjeta con el póster de la estación; agradecidos compramos los boletos y seguimos escaleras abajo. El tren ha llegado, la multitud se despliega en salida, miles y miles de cabezas brillan bajo los focos de neón como joyas de azabache; corremos hacia el andén y la corriente contraria, como por arte de magia y desplegando una cortesía colectiva increíble, se corre un poquito y nos deja espacio para que pasemos a abordar el tren.

Horario de junio
De Shinjuku a Ueno
Contra corriente

 

Otra jornada acaba. Regresamos a casa desde Nara. Nos espera un verano lleno de pájaros desconocidos hasta ahora. Es el primer verano en este lugar donde oigo al cuco por primera vez. Las parejas de cucos me ven pasar en mi caminata del mediodía desde la cima de los árboles. Vigilantes, en parejas, mientras paso entre las veredas del bosquecito que colinda con la universidad. La brisa marina entretiene mis pensamientos; es el mismo olor que he sentido en otras costas lejanas y a ratos me desconsuelo. El silencio del bosque se acaba sólo cuando el cuco le habla a su pareja.

Callado bosque
Marca el mediodía
Puntual el cuco

 

Camino de nuevo bajo los árboles de Nakajo. Hice un juramento y por eso me quedo. Siento una gran soledad como de un exilio tremendo pero no es un exilio. Me voy de paso hasta las veredas cerca de la avenida siete donde me hace señas la señora Keiko, es una mujer amable y graciosa. Me invita a pasar a tomar el té en su tienda de belleza. Y me ofrece un masaje facial de hierbas y aceites. La complazco y Keiko conversa. Ella sabe que estoy solitaria, también ella lo está, dice que sus hijos gemelos se han ido a Niigata a estudiar y son sólo ella y su esposo y un tedio que la desconsuela.

Manos untadas
Se desliza el esmalte —
Verde fulgor del té

 

Las grullas han vuelto al arrozal esta tarde, con los binoculares puedo percibir el chapoteo de sus patas en el pantano. Me gusta verlas volar pero tendré que esperar un poco para verlas extender sus alas porque se están alimentando. Pienso en la ocurrencia del primer ser que se encontró en la necesidad de levantar campamento y salir a buscar otras sendas, otras condiciones. Yo hace ya casi un año que me vine al Japón; llegué el otoño pasado con mis maletas repletas, porque no quería venirme sola traje tanto equipaje. Fue una decisión rotunda de la que siempre quise que no hubiese vuelta atrás. Han sido días duros, pero también días preciosos que me han abierto el mundo y los caminos; me han dado el paso intenso y la necesidad de buscarme y de encontrarme. También me han dado el yo que se relaciona con el otro, el que crece y se mira en otro y se ríe y se encuentra a sí mismo. Es como las grullas que vienen, se encuentran y se juntan y pero, ¿es verdad?, ¿es auténtico? o, ¿son estas ideas sociales? ¿Una mujer necesita formar familia? No lo sé, a ratos lo dudo, sólo a ratos. Como las grullas hay mucho pantano que chapotear antes de encontrar comida, dejar trazos y emprender vuelo.

Sí, blanquinegras
las grullas y mis ideas
surcan el arrozal

 

Una tarde cálida llena del croar de las ranas como si estuviesen en todas partes. Acabamos de regresar de la ciudad. El ambiente rural de nuestra casa contrasta con la sofisticación de Niigata, ciudad de amplias avenidas y de elegantes edificios. Vimos hoy una exhibición de pantallas de papel de arroz pintadas con diseños de pájaros en vuelo. También admiramos una colección de cajas suntuosas para guardar el té o para poner pequeñas joyas. En los fieltros de la galería destellan los broches para el cabello que llevan las mujeres cuando visten kimono. Había una peineta con el diseño de un pavo real con plumas en despliegue, repujadas en rubí, zafiros y diamantes con el brillo realzado bajo los focos de la galería. Me duermo con la imagen de las joyas, perfecto círculo en el marco de oro. Aún huele a arroz y a almíbar; en la galería, unas muchachas vestidas de coloridos kimonos, sirven té y dulces hechos de pasta de arroz y granos de soya.

Rojo poniente
Campos de arroz sin brisa
Croan las ranas

 

Ya llegó el momento de regresar; nos vamos temprano en el tren a Tokio. Ha sido un verano cargado de preparativos y visitas. En la estación nos despiden los amigos y la señora Keiko ha traído provisiones para el camino. Intercambiamos reverencias y direcciones, Naomi se echa a llorar a la hora de la despedida. Ella ha sido mi estudiante durante un año. La abrazo y se me queda el olor a hierbas de su cabello, le pido que me escriba pero no sé si me ha entendido. Ella vino a mi casa sin falta una vez a la semana pero es tan tímida que no sé qué aprendió. Ahora me llama señora y me da las gracias en perfecto español pero no dice adiós sino hasta luego. Subimos al vagón y Naomi se queda con lágrimas en los ojos y todos los amigos nos despiden desde el andén, Nakajo se agolpa en mi frente como si el tiempo se concentrara en un bloque de sangre en un instante.

Sus ojos negros
no son gemas de ónix
se humedecen

 

Poco a poco el tren pasa entre los arrozales y las colinas, se ven los árboles de caquis en las granjas. Pasamos por el recinto universitario de edificios amarillos y el tren atraviesa la avenida que baja hasta la autopista que lleva a Shibata. Por unos segundos nos miramos, entonces reaparecen los campos de arroz abrigados por las colinas y más tarde vemos las cimas nevadas a lo lejos sobre el camino a Niigata en un día encandilado por la luz de agosto atormentado por los gritos de las chicharras, aliviado por el aleteo de alguna mariposa. Allí se quedan las casas en marrón y negro con los futones al sol como cada sábado. El tren es un expreso y por primera vez lo lamento, hoy quisiera contar las estaciones a Niigata, en cada pueblo y aldea pero, no, hoy llegamos a la ciudad prontamente y tomamos el tren bala, dos horas a Tokio. No hay paisaje para ver y reflexionar, sino un puñado de sensaciones que quedan de la jornada, del inicio del fin, de las despedidas.

la mariposa
hasta el fin verano
todavía fiel