Letras
Notas de amor

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Puedes hacer lo que quieras conmigo, hasta golpearme. La extraña expresión de subyugación amorosa estaba escrita con una letra pequeña, tímida, poco firme. La nota fue dejada en un papelito amarillo, de esos adhesivos que se usan en las oficinas como recordatorios. El papel se encontraba asomado en su punta desde el borde de un libro de cuentos árabes, sobre la mesa que una joven ocupaba en la biblioteca pública. La mujer encontró el papel al regresar de tomar un café que le ayudó a despabilar la somnolencia, luego de pasar varias horas leyendo. Ella acostumbraba a ir diariamente a la biblioteca, estaba trabajando en su tesis de grado sobre literatura árabe. Al ver el papel lo tomó y leyó con curiosidad, luego miró disimuladamente a su alrededor en un intento de encontrar al posible autor o autora. En la sala había poca gente, además de los empleados del lugar, el señor moreno que siempre lee libros de historia, la mujer vieja de anteojos pequeños que apenas saluda con una mueca que en ningún momento pretende ser sonrisa. Frente a ella dos chicas que de cuando en cuando soltaban los libros para recibir y enviar mensajes telefónicos. Al fondo, cerca de la cara lacónica de Andrés Bello, un joven de cabellos largos se encontraba sumergido en las páginas de un libro de historia medieval. Es él, pensó ella. Ella, una mujer hermosa, inteligente, de intuiciones acertadas. Sabía que era él. Ese mancebo de cutis tranquilo, ese joven que trataba de esconder en la lectura la mirada que quería escaparse para plantarse en el cuerpo de ella. Era él el autor de tan extravagante nota de amor. Era él, estaba segura.

Los días transcurrieron al igual que las páginas de los libros. La peste acabó buena parte de la población europea en la Edad Media. Los flagelantes culpaban a los pecadores e incrédulos por el castigo divino, las ratas transmitían la peste, las condiciones higiénicas no eran idóneas. Las mujeres de los cuentos árabes ocultaban rostros encantadores tras las telas oscuras, los guerreros cantaban a Alá. Mil, mil y una maravillas. Entre la peste medieval y las maravillas orientales la correspondencia siguió su curso, los papelitos emigraron de colores. Iban de amarillos, azules, verdes hasta fucsias luminosos. También los mensajes sufrieron un proceso gradual de intensidad amorosa. De los tiernos y cursis tus manos sobre las páginas parecen el vuelo rasante de orquídeas marinas, a los recargados de erotismo y deseo: tus pechos galopan las páginas de los libros como soles al mediodía. La mujer leía las notas y una calurosa sensación le invadía la entrepierna que debía apretar con pudor y con fuerza. Al llegar a casa guardaba celosamente los papeles en un baúl de madera que tenía en su habitación. En las noches, luego de bañarse, se acostaba desnuda sobre la cama y lanzaba sobre su cuerpo las notas de amor y sus colores. Eran tantas que su piel se transformaba en papel. Piel escrita con letra menuda y tímida. Mapa atravesado por la poesía de un hombre enamorado. Helena troyana, amante, Virginia, la luna de tus senos, el perfil griego de tu mirada. Helena ausencia, Helena presencia. Tu nariz en primavera, tus ojos en invierno. Tu cuerpo vestido de celofán. Helena, Virginia, Ofelia, Marguerite Duras, mi amante de la biblioteca.

Las notas se impregnaban del olor de la mujer, del acento de su piel, del deseo por las caricias. Demasiado deseo para contener entre unas sábanas y una habitación solitaria. El juego del amante de las palabras se había convertido en un juego mórbido y desesperante. El remitente de los mensajes no mostraba ninguna intención de cercanía. Apenas las miradas que se cruzaban de cuando en cuando entre las hojas de árabes y europeos. Tantos siglos y diferencias culturales conjugados en unas tímidas miradas intermitentes.

Ante el insostenible deseo, la mujer decidió enfrentarlo, estaba dispuesta a sentarse en su mesa, frente a todos esos libros de historia de la Europa medieval. Se sentaría al frente del hombre que ella estaba segura era el remitente de los mensajes multicolores y le pondría ante sus ojos los cincuenta y dos papelitos que ella guardaba desde el primer día. Lo miraría fijamente y le exigiría una explicación. Una explicación colmada de besos y caricias. Le diría que su nombre no es Helena, ni Virginia, mucho menos Ofelia y que Marguerite Duras es una escritora a quien ella quiere mucho. Le diría que en realidad se llama Libia y que su padre le había puesto ese nombre porque él fue guerrillero y a veces, comunista, y que ella corrió con suerte, pues a su hermana la llamó Intifada y su hermano menor se llama Fidel Ernesto y que no necesita darle explicaciones de por qué Fidel Ernesto, pues a Fidel lo conoce todo el mundo y a Ernesto no tanto como Ernesto, pero sí como el Che. Le preguntaría quién le dio derecho para tomarse el atrevimiento de escribir mensajes tan osados que convertían su piel en un hervidero primaveral. Le diría que era un atrevido, un enfermo, un acosador sexual. Luego se calmaría, lo invitaría a tomar un café, para conversar, para saber algo de él, porque a esas alturas, él ya sabía muchas cosas de ella.

Era lunes. La sala estaba ocupada por las personas de siempre, no había mucha novedad, sólo dos cosas: el señor moreno tenía una tos insistente que interrumpía la concentración de los lectores y el supuesto amante de las palabras no fue ese día. Era la primera vez que faltaba desde los casi tres meses que duró la muda correspondencia amorosa. Ese día ella se sentó en el mismo lugar, pero no lograba concentrarse. Pensativa miraba la puerta de entrada. Tenía en su pecho una ahogada esperanza de que él entraría por esa puerta, caminando despacio y silente para no perturbar a los lectores y se sentaría al lado de Andrés Bello. Sin embargo, él no entró y Andrés Bello la miraba en solitario desde su rincón. Era inútil seguir leyendo. Estaba intranquila, incómoda, ansiosa; quería verlo. Varias veces salió a tomar café con la callada intención de toparse con él en los pasillos o encontrárselo al regresar. Como no podía concentrarse en su lectura de trabajo se puso a leer las cartas de Joyce a su esposa, las de Anäis Nin a Henry Miller, las de Bolívar y Manuelita.

Cuando faltaba menos de veinte minutos para el cierre de la biblioteca, ella salió al baño. Al regresar, dispuesta a tomar sus cosas e irse a casa, encontró un papel amarillo sobre la fotografía de Henry Miller. La nota decía: Me rindo, te necesito. No puedo más. Soy yo. Un estremecimiento sacudió su cuerpo, no pudo evitar la sonrisa de felicidad. Miró a los lados, miró a todos lados, pero el lector de la edad media no aparecía por ninguna parte. Tal vez se lo había tragado la peste o había caído en manos de la Inquisición. La mujer apretaba el papel. La sala iba quedando sola. El hombre moreno se fue temprano empujado por un ataque de tos. La mujer de lentes pequeños acababa de salir con su mala cara, sus carpetas y papeles. Ella era la única usuaria que quedaba. La voz de la encargada de la estantería advirtió: cerramos en diez minutos. Diez minutos y él no aparecía. De pronto, un frío presentimiento la embargó ¿y si no era el joven el autor de los mensajes? Bueno, pero si no era él, ¿quién demonios podría ser? La posible respuesta la sorprendió con la boca abierta. Su cabeza fue girando gradualmente hacia la entrada de la sala.               

El hombre que cuidaba la sala de lectura estaba observándola con una sonrisa rendida de enamorado. La mujer sintió vergüenza, se sintió muy idiota. Él se levantó y con paso cauteloso pero decidido se fue acercando a su mesa. El vigilante de la sala de la biblioteca que en años de aburrido trabajo se dedicó a husmear las estanterías y a leer libros de literatura. Era él, estaba segura. El hombre se paró al frente. El papelito amarillo cayó de las manos de la mujer. Ella se levantó, ni siquiera lo miró a los ojos. Apuró el paso, agachó la cabeza avergonzada, decepcionada. Salió sin sus colores, sin sus notas; sólo con un pedazo roto del corazón del amante de la biblioteca.