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Visita de un hombre viejo

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La vejez me fastidia. No por las arrugas o el dolor de huesos. Sino por la falta de intimidad. Tengo vergüenza de ir al baño y hacer ruido. Quizá mi cuerpo esté viejo, torpe y naturalmente inútil. O tal vez tenga los ojos demasiado tristes. Pero quiero estar solo. Unos minutos, nada más. Me vigilan demasiado, como si fuera un niño. Y no soy un niño. Éste viejo no dice nada, ya lo sé, estoy tan débil. Tan frágil que a veces siento miedo. Todavía miro cómo el agua da vueltas y se desagota de a poco, ¿es necesario que ella permanezca detrás de la puerta mientras estoy orinando? Tengo que dejar la canilla abierta del baño para que no me oiga.

Melancólico, con el disgusto de sentir los pies húmedos, pienso. Sé que aún conservo lo que fui. Hago fuerzas para no hacer ruido. Me he dado cuenta de que, en realidad, esta maldita falta de privacidad no es porque estoy viejo, sino porque hoy estoy de visita. Sí, es eso. Vine por unos días. Ya está. Salgo y ella me toma del brazo. Va a dormir la siesta, me dice. Como siempre, le contesto. La habitación para los invitados, por fortuna, se ubica a unos pocos pasos. No debo caminar tanto, y eso me alivia.

Hoy se me cayó la taza de mate cocido encima. Qué lástima, pensé; justo hoy que estoy de visita. Qué papelón, Dios mío. La señora me dijo que no importaba, que a todos les pasa alguna vez. Yo sé que no. A todos no. Despacio. Me acuesto. Cierro los ojos y desaparezco. Sé cómo hacerlo. Así, sólo así, dejo de llorar. La señora de la casa me abriga con el cubrecama azul. Le digo que me deje solo. Trato de ser amable, aunque ahora le grito un tanto enojado. Disculpe, le digo. Tengo ganas de estar solo. Como usted desee, me responde.

La habitación queda a oscuras, escucho el crujido lento de la puerta al cerrarse y luego, el silencio. Coloco la mano debajo de la almohada, hundo el omóplato en el colchón y, tirado hacia un costado, me quedo quieto. Siento un cosquilleo en los párpados. Los dejo abiertos. Mirando fijo la oscuridad. Y me duermo. Y ya no me duele la rodilla, y ya no siento timidez. Vuelo. Corro. Como un papel recostado sobre el viento, que se dobla sin fuerzas y sigue un rumbo impreciso. Voy y vuelvo.

Ahora camino. Ella corre. Nos abrazamos. No nos duele el cuerpo, ni sentimos vergüenza. Tengo la sensación de que podemos estar solos. La tomo de la cintura y veo una lágrima caer de sus ojos azules. Te extraño, le digo. Yo también, me dice. El camino árido nos llena de polvo los zapatos de charol, no nos importa. En casa hay muchos. Le aprieto la panza, siempre lo hago, me gusta que se escurra entre mis brazos de risa. Dos niñas vienen corriendo a mis piernas. Miro una mesa y me quejo. Me dice que Lorenzo está intentando arreglarla. Y yo me voy a la fábrica. Margarita me da un beso, hoy va a cocinar mi comida preferida. Me lo dijo al oído.

Alguien me frota el hombro. Los ojos se me comprimen de pesadumbre. Despierto con la amarga sensación de una realidad bipolar. Y ahora me da un beso en la mejilla. Abro los párpados apenas. No es ella, me digo a mis adentros. Me dice que me tengo que levantar. No son sus ojos, repito con sonidos mudos. Me insiste tomándome del torso. Donde están las nenas, que hora es; debo ir a la fábrica, sigo calculando mi tiempo. Me arregla la ropa y me habla de un remedio. Quiero volver a mi casa con Margarita, digo en voz alta, sin quererlo. Perdónenme, juro que sucedió sin querer.

La habitación se ahoga en un silencio. Siempre ocurre esto cada vez que digo lo que siento. Papá, vamos, tenés que levantarte, me dice con la garganta apretada. Y yo intento hacerlo. Lento. Muy lento. Sin decir una palabra. Para tomar el té con leche. Me toma de la axila. La miro, no es la misma mujer que duerme en la habitación de huésped, es otra. Le digo que quiero ir al baño y ella me acompaña. Sobre la cama veo un paquete grande, al acercarme deduzco la palabra “pañales”. Es raro, aquí no hay bebés. Entro. Abro la canilla y me quedo unos segundos. Afuera se escuchan unos murmullos.

Me tocan la puerta. Tengo que hacerlo, pienso. En el baño. Solo. Aprieto las manos al borde del inodoro, frunzo los párpados e intento hacer fuerza hacia arriba. Me vuelven a temblar las piernas. No puedo lograrlo. Intento nuevamente. Caigo sobre la fría porcelana blanca. Qué fastidio, mis calzoncillos quedaron en el suelo, y yo sentado, sin poder moverme. Ni siquiera vestirme. Debo llamar a la señora, no tengo otra alternativa. Las dos me ayudan, con un poco de incomodidad, por el reducido espacio revestido de cerámicas celestes, qué más puedo pedir. Por lo menos ya se me fue el frío en la cadera. La más joven me peina el cabello hacia atrás, no sé a quién, pero me recuerda a alguien. Su dulzura me tranquiliza.

No se moleste, pronto tengo que partir, le digo al salir. Mi mujer y mis hijos me esperan para la cena. Y ella se queda callada. Los ojos se le llenan de lágrimas. La boca se le tuerce hacia un costado y la mejilla izquierda comienza a palpitarle. Ruborizada. Angustiada, casi sin fuerza para sostenerme, le pide a la señora que la ayude. Necesito ir a la cocina, le dice. Y se me estremecen las piernas al oír su voz entrecortada, quiero seguirla, cuando la rodilla se me dobla y sólo atino a abrazarme a la espalda de la señora. Para no caerme. Para no golpearme de nuevo. Quiero que me vuelva a tomar del brazo, quiero correr a la cocina y decirle que estoy junto a ella. Pero me quedo allí. No sé por qué razón me quedo allí. Sosteniéndome de la robusta espalda de la señora. Con la sensación en el pecho de querer gritarle algo, pero las palabras no me salen. Como si ya no tuviera fuerzas. O sí, pero no en este espacio, no en este tiempo. En otro. Quizás en otro.

La mujer nueva se retira. Parece decirle a la mujer de la casa (creo que se llama Estela), unas palabras entre dientes. Deben ser viejas amigas. Qué lástima, deseaba que se quede unos días de visita, como yo. Le pregunto el nombre y no me dice nada. Qué extraño. Me da un beso y se va apurada.

—Estela, ¿cómo se llama su amiga?

Ella me mira fijo. Levanta una de sus cejas tupidas y me toma de la mano.

—¿No lo recuerda, don Natalio? Ella es Laura, su hija.

Oí sólo “Laura”, lo que dijo después no logré escucharlo. No me importa. Qué lindo nombre. Ahora estoy de mal humor. Las arrugas en la piel no me hacen un inútil. Me quiero ir a dormir, me aburre tenerla siempre a mis espaldas. Ya basta, estoy cansado de fingir. Quiero dormir. Además quisiera que usted se calle, tiene una manera insoportable de hablar. Necesito estar solo. Está usted sorda, no me entiende. Lléveme a mi casa por favor. No, esta no es mi casa, y si vuelve a insistir con esa idea absurda me iré solo y no la volveré a visitar.

Permiso. Esta mesa está mal hecha. Está bien, sosténgame el brazo, pero luego me deja solo. Ya le dije para qué. Quiero dormir. Sí, otra vez. Margarita, mi mujer, me espera para la cena. Le dije que tengo una mujer y tres hijos. Pero qué cosa. Parece mentira cómo pasa el tiempo. ¿Tengo tiempo para dormir unos minutos y luego partir?, el auto lo dejé en la puerta.

Con el paso lento y pesado camino por el pasillo. Llego arrastrando los pies con las chancletas casi salidas. La señora no me dice nada. Quizá esté enojada, porque hoy me voy de su casa. Disculpe, yo tengo una familia que cuidar. ¿Le molestaría limpiarme el polvo de los zapatos?

Cristo mío, gracias al cielo que he llegado a la cama. Venzo la cabeza sobre la almohada y, de lejos, escucho la voz de la señora. Don Natalio, duerma tranquilo, todo estará bien.

Hasta que ya no la oigo más. Y la veo a ella. Sin hablarnos, bailamos. Le oprimo la cintura arrugándole el vestido. Me reta. Y yo sonrío. La miro. La tomo de la mano y la llevo por el camino de tierra. Qué importa si se nos ensucian los zapatos. De repente, vuelvo a volar como un papel transparente. Liviano. El viento me lleva. Donde yo quiero. Soy feliz, aquí, en este tiempo mío.

Decidí quedarme un día más. Algo ocurrió, cuando desperté todos corrieron hacia mí. Estaba agitado. Me asusté. Y vi todo tan claro. Recordé su muerte, demasiado triste. Su mirada serena antes de partir. Ahora puedo deducir que estas personas extrañas son mis hijos y mis nietos. Sigo agitado. Ahora entiendo todo, estoy en mi cama, en mi casa. Laura me da una pastilla. Ellos me quieren ayudar. Igual que yo les ayudaba cuando eran pequeños y tenían fiebre. Y lloraban. Eran tan débiles, yo tan fuerte. Ahora es al revés. Luego ceno en la cama y vuelvo a dormir. No estoy preocupado, me siento tranquilo. Feliz. Ya no quiero recordarlo.

Qué hora será. Debe estar por llegar el mediodía, porque la mujer se corrió de mis espaldas y está entrando ese hombre que me palmea cada vez que llega. Me cae simpático. Viene todos los días. Será el marido de la mujer. Y yo qué hago acá. Mejor me voy a mi casa.

¡Qué hacés viejo!, me grita de repente. Le guiño un ojo. Señor Lorenzo, ¿desea comer algo?, dice Estela (creo que así es su nombre).

Me costó llegar hasta el comedor. Ahora me quedo mirando fijo la pared, no deseo hablar ni preguntar más dónde estoy. Yo creo que estaré aquí sólo por un tiempo, quizá corto, seguramente unos meses. No más que eso. Los ojos de la mujer se me acercan, me miran fijos y sonrientes. Me molesta que tenga el cabello tan despeinado y la remera fuera de la pollera. ¿Qué estaré haciendo yo acá?

Respiro. Me hundo torpemente en el sillón. Y dejo el control sobre mi falda. Sigo disimulando. No es tan difícil. Mi técnica es no hablar demasiado, para que no se den cuenta de que no entiendo nada de lo que me preguntan, igual estoy de visita, claro, ya me olvidaba. No tengo obligación de entender todo lo que dialogan, sólo debo escuchar y sonreír.

Ya esperé mucho tiempo, tengo que ir al baño. A quién se le habrá ocurrido hacer el baño tan lejos del sillón. Usted, ¿puede dejar que orine sin su compañía? Disculpe, voy a cerrarle la puerta en la cara si no le molesta. Aquí estoy. Al fin solo.

Necesito reflexionar algunas cosas. Si no fuera porque siento su respiración del otro lado, estaría sereno. Pero aquel aire violento que entra y sale de sus narices me impacienta. Estoy bien, le grito. Es una respuesta que debo darle cada cinco minutos.

Señora, ahora quiero ir a dormir. No es difícil de entender. Está bien, quizá, duerma demasiado. Pues ese es mi problema. Agradezco que ustedes se esfuercen por levantarme. No me resulta molesto que me hablen, sonrían, o que me toquen la cabeza. Pero yo me quiero ir a dormir. Gracias.

—Papá, vamos. Dormiste toda la tarde, ya es de noche. Levantate papi. Estamos todos.

Y esta mujer, ¿quién es? Me mira tiernamente. Será mejor que se vaya y que me deje dormir. Yo tengo sueño. No sé qué decir. Está bien, con cuidado. Cuando se retire, sigo durmiendo. Seguro que dentro de unos minutos. Y me vuelvo a dormir. Y vuelvo a soñar.

¿Cuál es su nombre?, le pregunto con simpatía para que la dueña de la casa vea que soy un visitante cortés. Laura, me dice sin sacarme sus ojos verdes de los míos. Y gira, hacia un costado, la cabeza. Los rulos castaños acarician mi mejilla.

Estela, ¿cómo durmió anoche papi?, le dice Laura. Bien, no se levantó ni una sola vez, le responde Estela. Si quiere puede tomarse el día franco, hoy comemos en familia y a la noche se queda mi hermana, le contesta Laura. Luego le da un dinero, la mujer toma un bolso y saluda a todos. Incluyéndome a mí.

Será mejor que me retire a mi habitación, para no molestar. Ema, acá está el abuelo, gritan de lejos. Van a comer en familia. Me quiero levantar, pero algo me detiene. Una voz tierna, fina y tan suave como el roce de un algodón.

—Abuelo, me volvés a contar la historia de la nona Margarita y la fábrica de zapatos.

Ella me conoce. Ya estuve demasiado días sin ir a la fábrica de zapatos. Le pido que se siente a mi lado. Y le hablo al oído.

Qué curioso es el tiempo, don Natalio recuerda las cosas del pasado y no las del presente. Luego termino. Me siento cansado. Quiero dormir. O mejor, esta vez, quiero irme, definitivamente.

—Me llevas a casa, nena.

—Ésta es tu casa, abuelo.

—Nena, llevame a casa. No importa si se me ensucian los zapatos. En casa hay de a montones.