Letras
Tres relatos

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La quimera

Hicieron el amor y los tatuajes de sus pechos se confundieron. No fue sino hasta siete días y siete noches después que lograron separarse. Incrédulos, contemplaron sus mutuos diseños, ya otros. Una manzana entre los senos de ella; una quimera de tres cabezas (león, cabra y serpiente) en el pecho de él. Lectora asidua, ella vio la quimera y recordó la descripción hecha por Dante del Satanás trifacial que se alimenta de tres traidores: Judas, el que traicionó a Cristo; Bruto y Casio, los que conspiraron contra César. Él pensó en tres vergas erectas y singulares.

Ambos se abandonaron en la posición del misionero. La serpiente se desprendió, se estiró y, finalmente, mordió (engulló) la manzana.

—Un hombre con un tatuaje en el pecho salió gritando de la habitación —contó alguien.

—El tatuaje de un animal, por demás horrible, con dos cabezas —explicó otro.

 

La casa de paredes infinitas, según Borges

En esta casa de paredes infinitas (en la soledad he aprendido a enumerarlas utilizando los dedos de mis manos: uno, dos, tres, ..., diez, infinito) aprecio la secreta sombra que me ignora. Veo su negrura de cambiante forma. Sobre el suelo, algo (¿un rostro?, ¿mi rostro?) resulta en un pedregoso receptáculo de hormigas que caminan, de arañas que se aquietan, de otros bichos que devoran y de hoyos que ostentan dientes que han caído de la pulida superficie de los cráneos de los animales que maté. Tengo una serpiente por mascota. Curiosamente tiene dos cabezas. No me asusta; no es un monstruo; es mejor que yo. Yo desprendo estiércol y sudo mucho; me crecen infinitas uñas y me sale pelo, un pelo inmerecido en todo el cuerpo. Un animal inanimado en el mediodía de mi ser, a veces, con algún estímulo, cobra vida. Entonces padezco un pavor inmensurable. Sé que cuando niño tuve a alguien que plantó arbitrarios árboles frutales y se fue.

La casa está cerrada. A veces me arrojan animales. Con el desuso se me olvida el idioma castellano.

He encontrado un libro de múltiples colores. Además del nombre de la tapa, que dice Atlas, sólo he descifrado una palabra que se ahoga entre las márgenes de un río: Eúfrates.

Tal vez esas son las aguas que pasan por mi casa.

 

Incapacidad

Alto en el patio, ardía.

—El fuego, como el hambre, es uno de los signos del tiempo —pensé en voz alta, recordando el final del último cuento que escribí.

Rito preguntó de quién era la sentencia.

—Es de Bertrand Russell —mentí.

Luego de confesar que “no sé quién diablos es Betag Luces”, Rito confesó que le había gustado la frase. Me arrepentí de no hacer valer mis derechos de autoría. Intenté otra frase:

—Mediante el rodeo del posible suicidio, el niño se recupera.

—¿De quién es?

—Mía —mentí para volver a arrepentirme: a Rito no le gustó.

Pensé en Sartre y en su incapacidad para agradarle a un hombre.