Letras
Tres relatos

Comparte este contenido con tus amigos

Juegos de la infancia

Recuerdo que nunca jugué con muñecas desde que mi padre me rompió la única que tuve. Cuando era muy pequeña, me regalaron por Reyes una de tamaño mediano, muy bonita, con la cabeza de porcelana y el cuerpo de goma, con sus cabellos rubios bien peinados que yo enseguida revolví con mis deditos.

Yo tenía cuatro años y una noche mi padre se molestó porque yo jugaba a su lado mientras él cenaba, gritó que le estaba metiendo los pelos de la muñeca en el plato y, enfadado, me la quitó y la arrojó al suelo, donde se rompió. Nunca más jugué con muñecas. Me convertí en una niña terrible y fuerte, mucho más dura que cualquier chico. Me dediqué a hacer pozos con el barro, a comunicarlos entre sí y a hacer correr el agua de unos a otros. En invierno, retiraba la capa cristalizada de hielo de cubos y charcos para fabricar lagos de juguete de superficie brillante y cristalina, transparente, colocando estas capas de hielo sobre un pequeño hoyo excavado en el suelo y tapando los bordes del hielo con la tierra extraída. El resultado era muy hermoso y no me importaba que se me congelasen los dedos al manipular el hielo, tarea que debía hacerse con gran delicadeza a causa de la fragilidad de estos cristales.

Después comencé a jugar a ser un personaje importante: una reina poderosa y bella, una diosa vengativa, una actriz rica y célebre, una cantante adorada y hermosa, una jefa de bandoleros cruel y despiadada..., personajes femeninos con gran fuerza que siempre solucionaban cualquier problema que se les presentaba y vencían o castigaban a cualquier persona que osase interponerse entre ellas y lo que deseaban. Recuerdo con cariño a la actriz y a la diosa.

La actriz había protagonizado muchas películas importantes, se había casado varias veces y cambiaba de marido como de vestido, vivía en una mansión lujosa e imponente por donde se paseaba semidesnuda y siempre había un hombre en su vida, a quien despedía al menor indicio de infidelidad o si conocía a otro adonis que le gustase más. Por supuesto, la actriz no tenía hijos. En realidad, ninguno de mis personajes los tenía, pues no encajaban bien los bebés en los escenarios que yo imaginaba como marco para la vida de cada uno de mis personajes femeninos. Con fotografías recortadas de viejas revistas, iba confeccionando poco a poco el álbum de la actriz, sus rodajes, sus maridos, sus amantes, sus apariciones en público en estrenos, fiestas, banquetes, desfiles de moda y actos benéficos. Llevaba una vida apasionante y agotadora.

La diosa, en cambio, era menos frívola y nunca sucumbía a la dulce tentación del amor. Era una especie de fuerza superior del universo que tenía en sus manos las riendas del bien y del mal. Era una divinidad terrible y poderosa a quien no se podía contradecir ni enfadar, pues sus arrebatos de cólera suponían verdaderas catástrofes para los débiles e insignificantes pobladores de los planetas que estaban bajo su influencia. Cuando era presa de la ira, podía enviar bolas de fuego, huracanes o cualquier castigo de dimensiones catastróficas con sólo extender su mano derecha y desearlo; enfurecida, sus larguísimos cabellos se erizaban como los de un gato y adornaban su rostro como un aura mágica que haría estremecer de terror a quien la mirase. Años después, realizando una visita al Museo de la Ciencia, comprendí que podía producirse este raro fenómeno de un modo bastante sencillo: al tocar con ambas manos un objeto cargado positiva o negativamente, el cabello se abría alrededor de la cabeza como las púas de un erizo, en todas las direcciones. La explicación del experimento consistía en que cada pelo intentaba alejarse de los demás puesto que las cargas de igual signo se repelen.

Este personaje que yo había imaginado se parecía a una diosa de la mitología clásica, a Artemisa o a Atenea, aunque yo todavía no había leído nada, en aquel tiempo, acerca de estos mitos que tanto me atrajeron durante mi adolescencia, cuando los descubrí en el instituto.

Cuando pasaron algunos años, los personajes de mis juegos fueron evolucionando para acercarse más a la realidad, y jugué a ser dueña de un restaurante, maestra, detective, policía y jefa, no importaba de qué, pero fuese uno u otro el juego al que nos dedicásemos mis vecinos y yo, siempre elegía ser la jefa y lo más curioso era que todos los demás lo aceptaban con naturalidad, sin que a nadie se le ocurriese discutirme el liderazgo.

Ha sido quizá el hecho de jugar siempre a ser libre e independiente, a vencer, a no tolerar atropellos, lo que me ha hecho ser como soy. Quizá por eso elegí una carrera considerada tradicionalmente masculina, como es la de aparejadora y he sido siempre muy autónoma a la hora de tomar decisiones en mi vida. Es lógico. Con el juego aprendemos a ser adultas. ¿Qué aprende una niña a la que desde pequeña se le pone una muñeca en los brazos y se le enseña a ser responsable de un bebé de plástico? ¿Cómo puede ser independiente y libre si se le inculca que ha de tener siempre un lastre tirando de ella e impidiéndole echar a volar? Creo que debo agradecer a mi padre, con quien siempre me he llevado muy mal, debo reconocerlo, que me rompiese aquella muñeca, como metáfora de liberación del papel tradicional de la mujer.

 

Los ojos amarillos

Hacía más de quince años que Horacio y Calíope se habían conocido. Entre ambos había existido un breve romance que ella había cortado enseguida, casi en su nacimiento, y él no había podido ni sabido hacer nada por evitarlo. Había sido capaz, eso sí, de mantener con ella una amistad que fue haciéndose más estrecha, más íntima a lo largo de los años.

No obstante, en el fondo de aquella relación amistosa, él siempre había guardado la esperanza de tener una nueva oportunidad de convertirse en su amante. Y ella lo sabía perfectamente, aunque no parecía en absoluto dispuesta a permitirlo. Calíope no era una mujer que concediese una segunda oportunidad.

Seguían trabajando en la misma empresa, en la misma sección, en la misma planta. Ella había ido ascendiendo, pero él, aunque más antiguo y experimentado, había rechazado tentadoras ofertas de ascenso y aumento de sueldo, que suponían un traslado, por permanecer cerca de ella. Calíope lo sabía y, en cierto modo, agradecía este sacrificio con su cariñosa amistad hacia Horacio.

Una primavera llegaron tres empleados nuevos a la misma planta en que trabajaban Horacio y Calíope. Parecían tres aspirantes a yuppies, jóvenes, atractivos, con cuerpos modelados en el gimnasio y bronceados con rayos UVA, con sus trajes cortados por el mismo patrón, sus maletines de piel y sus teléfonos celulares siempre en la oreja, salvo en las reuniones, porque Calíope así lo había prohibido. Los tres se fijaron en ella. Y Horacio se dio perfecta cuenta de todo.

Calíope era una mujer con un atractivo especial. Tenía el corto cabello de un color rubio muy claro, casi albino, con un corte más bien masculino, desprovisto de rizos u ondas, y la piel blanquísima, pálida como la luna; llevaba siempre gafas oscuras para proteger sus delicados ojos, que casi nadie había conseguido ver todavía, aunque los tres recién llegados, sin motivo alguno para ello, iban haciéndose ilusiones...

Los tres galanes comenzaron a rondar a Calíope, y cada uno de ellos llevaba a cabo, cuando los dos restantes estaban ausentes, una ceremonia de cortejo que dejaría envidioso a cualquier pavo real. Cuando estaban juntos, los tres sietemesinos se daban ánimos mutuamente y fabricaban esperanzas en el aire sin que ninguno de ellos tuviera razones para hacerlo, pues su jefa no les mostraba ninguna respuesta positiva que les permitiese acercamiento alguno; más bien sucedía al contrario, Calíope solía ser distante y mantener sus gafas oscuras como una barrera entre ella y su interlocutor. Entretanto Horacio observaba con atención las evoluciones y los comentarios de los tres admiradores de la mujer a la que también él deseaba para sí.

Una tarde, tras una reunión de trabajo, en la charla que se organizó en una cafetería cercana a la empresa, Horacio se apostó en una mesa próxima a aquella en la que los tres donjuanes se enardecían y hablaban de la conquista de Calíope como si ya fuese cosa hecha, como si la bella les hubiese dado alguna pista acerca de sus preferencias o de sus gustos. Así escuchó su conversación y pudo confirmar sus sospechas: seguían tan a ciegas como al principio. De modo que decidió jugar un poco...

—¿Así que os gusta Calíope? —les espetó a bocajarro, a la vez que se sentaba con ellos a la mesa—. No sabéis en lo que os metéis. Calíope no es una mujer como las demás... No sé cómo pensáis conquistarla..., pero os voy a decir una cosa: Calíope se fija en un hombre y lo escoge para sí..., es ella quien elige, no vosotros..., y os voy a decir otra: si te elige, estás perdido... Es como una mantis...

Y se levantó, colocó su silla en la posición inicial y se marchó, dejando boquiabiertos a los tres aspirantes a seductor.

—Tiene ojos de animal salvaje —susurró Horacio unos días más tarde al oído de uno de los tres, cuando se lo encontró en el cuarto de baño de caballeros—, si te mira, te hipnotiza para siempre..., eso es lo que dicen de ella...

Horacio sabía que aquél se lo contaría a los demás mosqueteros. Él no sabía si sentirse como el cardenal Richelieu, como el señor de Treville o como un rejuvenecido D’Artagnan. Conocía bien a Calíope y sabía que si llegaban a sus oídos las inocentes maquinaciones que él preparaba, no sólo no se ofendería, sino que se reirían ambos a carcajadas de la broma gastada a aquellos tres pardillos que en su fuero interno se creían igualitos a Casanova.

Los traslados de personal se sucedieron con frecuencia en la empresa a principios de mayo, bien por ascensos, por cambios de domicilio o por nuevos contratos. Recién incorporado al mundo laboral, llegó un joven bajito, delgado, casi insignificante, aunque varias personas de ambos sexos admiraron enseguida su hermoso y bien formado trasero. Era un licenciado que respondía al nombre de Diego, de mirada dulce, impecable afeitado y una barbita tímida y bien atusada bajo el labio inferior. No tardó en oír los rumores que acerca de Calíope comentaban con fruición los tres aprendices de donjuán..., y poco a poco fue obsesionándose con la imagen y la leyenda de su jefa. Las elucubraciones eróticas en que era acosado por ella, quien lo llamaba a su despacho, lo desnudaba y lo poseía allí mismo, se sucedían en su mente joven y calenturienta.

A Horacio no le costó observar que el empleado nuevo se sentía visiblemente turbado en presencia de Calíope y cometió la imprudencia de confiárselo a ésta. La jefa había saludado al joven el día de su llegada, pero no había vuelto a reparar en él hasta que oyó la indiscreta confidencia de Horacio. Entonces Calíope pudo comprobar el embarazo, la vergüenza que el muchacho experimentaba ante ella.

Pocos días después, a punto ya de comenzar el verano, un lunes, los avezados ojos de Horacio descubrieron un nuevo brillo en la mirada de Diego, a la vez que una lasitud y un ensimismamiento que le hicieron sospechar lo peor. Asustado por lo que su cerebro le decía, que él no quería escuchar, Horacio se acercó al desmadejado joven durante el descanso de media mañana, intentando hablar de cualquier cosa..., del tiempo que había hecho durante el fin de semana... El joven no escuchó sus comentarios ni le respondió palabra alguna. Pasados unos minutos de silencio, se volvió hacia Horacio, lo miró, esbozó una leve sonrisa y exclamó:

—¡Unos ojos amarillos que te miran como si quisieran devorarte! ¡Tiene los ojos amarillos!

Y Horacio comprendió perfectamente lo que había sucedido. Su memoria viajó quince años atrás, a una mañana de mayo en un luminoso y alegre cuarto de hotel, cuando descubrió la sensualidad de Calíope y sus ojos amarillos... Ella sólo se despojaba de sus gafas para hacer el amor. La misma Calíope se lo había confesado en aquella ocasión.

 

Sísifo de amor

Flora llamó al timbre. Pablo le abrió, con cara de sorpresa, y ella lo saludó alegremente:

—¡Hola, cariño! ¿Cómo estás? He traído comida italiana: berenjenas con queso parmesano y una pizza cuatro estaciones, ¿te apetece?

¿Quién será esta mujer?, se preguntó él. ¡Qué bonita es!, pensó con admiración, observando las sinuosas curvas de su hermoso cuerpo, casi frotándose las manos de gusto. ¡He ligado! ¡Qué bien!

—Ven que te dé un beso —dijo ella, una vez que hubo dejado las bolsas de comida sobre la encimera de granito rojizo de la cocina.

¡Y qué cariñosa!, se extrañó él. ¡Si acaba de conocerme!

Los aromas de los quesos parmesano y mozzarella, y de salsa de tomate impregnaban la atmósfera del apartamento y despertaban los jugos gástricos de ambos. Pablo se acercó y se besaron, fue un contacto ligero y rápido. Flora acarició la mejilla izquierda masculina con su mano derecha, le sonrió y le propuso cenar:

—¿Qué te parece si preparas la mesa mientras yo saco la comida de las bolsas?

¡Qué mujer más organizada!, dedujo él, mientras abría armarios y cajones en la cocina y colocaba en un carrito de servicio manteles individuales, platos, cubiertos y copas para llevar a la mesa del comedor, y es muy amable: incluso me ha traído la cena. Será interesante ver qué más me propone... La noche acaba de empezar... Apenas son las nueve, comprobó, mirando su reloj de pulsera de esfera plateada y correa de piel negra.

Flora le pidió:

—Déjame dos fuentes redondas. ¿Tienes el calentador encendido? Me vendría bien un poco de agua caliente.

—Sí —respondió él—, está encendido.

Flora abrió el grifo de agua caliente y puso debajo las dos fuentes durante unos minutos:

—Así se calientan —explicó, mientras las secaba con un paño de cocina, al ver que él la observaba con cierta curiosidad y se fijaba en la armonía de sus bellas manos, largas y delgadas—, y mantienen el calor de la comida.

Cuando todo estuvo dispuesto, ambos se sentaron a la mesa; él había servido en las copas un vino rosado del Penedés y ella inició un brindis, levantando su copa:

—Por nosotros...

Pablo la secundó, asintiendo y sonriendo en silencio. Luego bebió varios sorbitos de vino, mientras Flora repartía las berenjenas con queso en ambos platos.

La cena transcurrió tranquila, Pablo habló muy poco hasta que abordaron un tema de historia: los últimos emperadores romanos; entonces se explayó, le encantaba leer textos sobre historia y tenía una memoria excepcional para datos y sucesos de esta índole. Narró exhaustivamente el declive del imperio romano con sus causas y consecuencias. Flora lo escuchaba en silencio, asintiendo de cuando en cuando. Tomaron de postre sendas porciones de helado de nata y chocolate que había en el congelador y después se trasladaron al sofá. En un canal de televisión emitían una película de romanos que ella no conocía y ambos se dispusieron a verla.

Pero durante un intermedio ella comenzó a acariciarlo ligeramente. Pablo se conservaba muy atractivo a sus cuarenta años. Su cuerpo delgado, resistente, bien formado, sin exceso de musculatura ni aspecto enfermizo, le hacía parecer más joven. Él respondió a las tiernas caricias de Flora. Se besaron, con suavidad al principio, después con pasión, y ella comenzó a desabrocharle la camisa...

¡Qué mujer más fogosa!, se sorprendió él. ¡Le gusto! ¡Y qué decidida parece..!

Pronto abandonaron el salón para trasladarse al dormitorio... Tenían cosas mejores que hacer que ver una vieja película de romanos...

Al día siguiente, a las siete menos cuarto de la mañana, al despedirse, ella le dio un beso en los labios, apenas un roce fugaz, y le dijo:

—Recuerda que hoy entras una hora más tarde, a las nueve... Desayuna, ya te he dejado preparado el gofio... Y llama a tu madre, que siempre te olvidas...

¿Cómo puede saber ella todo eso si acaba de conocerme?, se preguntó Pablo, atónito.

Flora sonrió, le acarició las mejillas delicadamente con ambas manos, salió y cerró la puerta tras de sí. Sabía que a su regreso, al atardecer, él se habría olvidado de todo y sería como comenzar de nuevo. Eso era lo que sucedía cada noche desde hacía algo más de siete años.