Letras
Vespasiano Bazo y Zenón de Elea

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Durante la noche del 30 de julio de 198..., Vespasiano Bazo tuvo un sueño. En un paraje solitario escuchaba el extraño nombre de Zenón de Elea. Después, bajo la sombra de un tumulto de nubes que pasaba, sintió el irrefrenable deseo de saltar. Lo hizo. Cayó con velocidad de vértigo. Nada podía percibirse mientras se sumergía en ese bajón. De pronto, otra vez reverberó el nombre con una geológica lentitud. Así, la caída nunca llegaba a su fin y cuando ya se había acostumbrado al interminable efecto de la atracción de la gravedad, un rayo de luz, una ola de calor y el ladrido de un perro, le trajeron de vuelta a la vigilia.

Sentado en la cama revivió el ensueño. Recordó alguna clase de física. El sofisma de la pluraridad, primero y después el de la imposibilidad del movimiento propuesto por el griego sugerido por sus actividades oníricas. Experimentó lo segundo mientras caía en la oscuridad. Ahora imaginaba que esa interminable bajada no era tal sino una inmovilidad perpetua, una inercia infinita. No obstante, ningún aporte a su existencia hacía este razonamiento. Caer sin final, jamás encontrar un fondo, encontraría explicación en el terreno psicológico, mas no en la compleja dialéctica de la filosofía.

Al día siguiente era 31 de julio. Cerca de la una de la tarde de ese ya desvanecido sábado, veía la televisión con su habitual indolencia. Un programa deportivo destacaba recientes resultados y hazañas de esforzados competidores. No mucho antes, cierto documental sobre hormigas en el Amazonas le había ocasionado una pesadez cercana al letargo. De pronto, se interrumpió la programación. Agudas pulsaciones presagiaban un importante aviso. El locutor con el rostro demudado anunció con ciertas dificultades que el presidente de la República había muerto en un accidente de aviación.

Pocos fueron los detalles. La información era difusa, sin precisión. Algún cerro en las provincias centrales cubierto de neblina, la lluvia torrencial, la inaccesibilidad del terreno, un error del piloto del avión donde viajaba el mandatario y los cálculos errados complementaban la nota. Esta escena y estos hechos fueron constantes a lo largo de la tarde y de la noche. Quizás eran las seis cuando las primeras imágenes del lugar del siniestro aparecían matizadas por una espesa vegetación, soldados con machetes abriéndose paso y el vuelo de algunos helicópteros ante la mirada expectante de los lugareños.

Según el parte noticioso, el aeroplano se había incrustado en la cima de una elevación a pocos kilómetros del aeropuerto local. Partido en dos, según demostraban las secuencias visuales, era ingenuo pensar en sobrevivientes. Todavía podía verse un hilo de humo. A lo lejos, hacía complemento un vuelo de aves migratorias.

Vespasiano Bazo no se aferró a la reflexión, prefirió una actitud de ceremonioso respeto o acaso de contenida turbación. El magno acontecimiento no permitía escape a la reacción emocional. Concluía su gestión después de trece años, una administración que ahora buscaba entre los escombros del fuselaje de una aeronave el cuerpo destrozado de su líder.

Cuando los hechos se asentaron en semejante revoltijo de información y las consabidas conjeturas, cuando se pudo conocer la suerte del jefe de Estado y de sus acompañantes, se abrió paso entre los ciudadanos la tristeza de haber perdido a alguien muy cercano, tan próximo como un pariente, tangible como un amigo. Pocos días después, en una tumultuosa manifestación de pesar, decenas de miles de personas acompañaban el cortejo fúnebre hacia un cementerio en la ciudad capital.

Entonces, Vespasiano Bazo hizo resurgir de la sombra de su propia duda, el nombre escuchado en aquel sueño de la víspera de la muerte del gobernante. Recordó a Zenón de Elea, hizo malabares para aclarar los matices, las gamas y las escalas del ensueño, para definir con certeza cada detalle.

Pensó en la imposibilidad del movimiento y su eterna caída onírica. Aplicó tal argumento al accidente donde había perecido el gobernante. Sustrajo aquella hipótesis que negaba esta posibilidad de estar en alguna parte si de moverse se tratara. Se dijo así mismo repitiendo viejas lecciones: “Si la flecha, moviéndose en el aire, ocupa un espacio igual a sí misma, no puede, por tanto, estar en movimiento, por eso está en reposo y el movimiento es una ilusión”.

“Al igual que yo en mi sueño, tampoco ha caído el avión. Ni siquiera se ha movido. Por consiguiente, permanece enredado en la urdimbre de la eternidad, sostenido por lazos de viento, por vaporosas cadenas. Debe estar suspendido para siempre, meciéndose entre las nubes, los relámpagos y la noche interminable. No puede haber muerto, porque nunca ha sufrido ningún accidente”.

En medio de tales consideraciones, Vespasiano sintió la necesidad de sucumbir ante un destello de autenticidad material. “Pero, si ha caído finalmente, y ese cerro ha sido el lugar donde ha cosechado los frutos de la muerte, entonces debe estar dentro del sarcófago, en la húmeda cripta de mármol pudriéndose y alimentando gusanos. Porque yo puedo moverme. Estuve en un momento frente a la ventana y ahora estoy ante mí mismo en el espejo. Soy yo en dos circunstancias diferentes, sin dejar de ser yo mismo”.

Esa suposición le aturdía. No lograba frenar la oscilación de su fantasía, cuando acudió en su rescate otra vez Zenón, el hombre de Elea: “Se supone que Aquiles puede correr diez veces más rápido que una tortuga y que dicha tortuga tiene ya una ventaja de diez yardas. Se llega a la conclusión de que Aquiles nunca alcanzará a la tortuga, porque cuando Aquiles recorra las diez yardas la tortuga ya habrá avanzado una y cuando Aquiles recorra esa yarda, la tortuga habrá avanzado una décima de yarda y así sucesivamente, por lo que la tortuga nunca será alcanzada”.

Por ese camino llegó a determinar que el avión siniestrado jamás se había ido contra la cima del montículo, porque permanecía volando, porque nunca llegaría a establecer contacto con el macizo porque para eso debería fraccionar el espacio de manera infinita hasta el aturdimiento de la realidad para aterrizar en los campos de la paradoja. Tal vez el presidente aún vagaba por una desconocida ruta en busca de un terreno despejado para aterrizar junto a sus acompañantes.

Ante las posibles contradicciones a su presunción, Vespasiano calculó que hasta el vuelo había sido un sueño o una pesadilla y el avión aún no había despegado. El jefe del gobierno, a su parecer, no debía estar muerto porque el accidente, la posterior especulación de una conjura, ambas, no podían fluir del mismo nicho porque simplemente atentaban contra la realidad.

“Y, ¿si ni siquiera han subido al avión? ¿Si están aún en alguna parte, en un momento anterior a la escabrosa ficción publicada por los medios, si permanecen en amena plática, ajenos a todo el estruendo, a toda la locura?”.

Lejos de abandonar su deslizamiento hacia los intrincados laberintos de los sofismas, Vespasiano Bazo hilvanó tantas cavilaciones como le permitió su imaginación. Ebrio de fantasía arguyó la eventualidad de la fingida vida de un presidente, la falacia de las elecciones, del sistema, el engaño de su presencia y en un último arrebato de lógica insania, su propia inexistencia y la de todo el universo, aún esperando la forma de transgredir la filosofía eleática.