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Andrés BelloLa lección de Andrés Bello

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Buenos días: quisiera comenzar pidiendo una disculpa por adelantado. Quisiera decirles que hablar públicamente de don Andrés Bello me excede, ya que como diría Witold Gombrowicz: “Cuando uno carece de medios para realizar un estudio sutil, bien enlazado verbalmente, empieza a meditar acerca de esas cosas de modo más sencillo, casi elemental y, a lo mejor, demasiado elemental”. Así pues serán pocos los aportes que pueda yo poner esta mañana a su disposición para comprender su obra.

Y es que la bibliografía existente sobre este personaje es tan abrumadora, que una vida dedicada a su lectura sería insuficiente. Luego es de destacar la profundidad y erudición con que autores como Pedro Grases, Rafael Caldera, Pedro Pablo Barnola, Emir Rodríguez Monegal, entre muchos otros que se han acercado a la obra de Bello, lo cual deja lo que yo pueda decir en un estado incipiente.

Nota del editor
En Venezuela se celebra, el 15 de enero de cada año, el Día del Educador. Con tal motivo, este año el Instituto de Previsión y Asistencia Social del Ministerio de Educación (Ipasme) invitó al escritor Manuel Cabesa a dictar una conferencia sobre Andrés Bello, uno de los mayores intelectuales nacidos en el país durante el siglo XIX. Letralia presenta hoy a sus lectores la transcripción de esta conferencia.

Por otro lado está el hecho de que, como muchos venezolanos de mi generación (y supongo que generaciones posteriores a la mía), pensar en Bello, hablar de Bello, estudiar a Bello resultaba un asunto bastante pavoso. Sospecho que tiene que ver con la forma en que a los adolescentes de mi época se les pedía aprender sobre el maestro: Bello venía envuelto en un celofán neoclásico, con el rostro severo y la actitud de un personaje que no guardaba ninguna relación con nuestros intereses cotidianos.

Creo que en esto incidía la manera en que nuestros maestros nos acercaban al tema: de una forma fría, sin pasión ni devoción por el tema tratado en clase. Lo que paradójicamente llama a la ironía y a la reflexión, ya que era precisamente Bello quién se oponía a esa forma tan poco estimulante de iniciar a los educandos en el numen de sus estudios. Pero sobre esto volveremos luego.

Luego Bello representa, de alguna manera, la parte aburrida de nuestra gesta nacional: mientras los héroes independentistas blandían sus espadas en los campos de batalla en procura de nuestra libertad, Bello permanecía apartado, imbuido en el estudio permanente, desarrollando sistemas morales y jurídicos con los cuales poner en vías de desarrollo a las repúblicas nacientes. Sobre esta aparente contradicción Augusto Mijares reflexiona lo siguiente:

Un pintor puede muy bien hacer sensible la idea de la gloria mediante los penachos, los cordones de oro y el sable sonador que se conceden a los héroes; se aprecia muy bien el triunfo del combatiente que esquiva el golpe mortal y logra a su vez derribar al contrario, es un buen asunto decorativo; y hasta el más estulto siente la belleza del valor y la abnegación, cuando esas virtudes las representa un bien formado paladín que espolea su caballo contra el cuadro enemigo.

Pero ¿cómo hacer comprender al vulgo que es también un sacrificio heroico de la vida el que se hace en el trabajo y en el estudio, en el silencio y la soledad, para darle vida a una idea desinteresada? ¿Cómo representar mediante colores y formas la abnegación del que se consagra a una obra austera y lentamente la hace crecer, aferrado a ella durante años y años, ciego y sordo a la ronda seductora de los placeres fáciles?

Razones más que suficientes para que su vida no sea simpática a la multitud: es incomprensible. Y como a la postre su gloria no es “pintoresca”, según ya dijimos, se reúnen dos motivos muy sólidos para excluirlos razonablemente de aquella clase de pinturas educativas.1

Aunque volcado al estudio y al desarrollo de ideas que con el tiempo iluminarían el cielo de nuestras necesidades civiles, Bello no deja de ser una figura atrayente. El estudioso al detenerse en los momentos trascendentales de su vida, debe reconocer el mucho temple y el gran coraje que implica una existencia castigada por las privaciones, que aún así se mantiene altiva ante un propósito vital: cauterizar a través de la educación las heridas de un continente abatido por la guerra. Los estudiosos de Bello procuran resumir su vida en tres etapas definitorias; veamos cómo las presenta Rafael Arráiz Lucca:

La vida de Bello puede organizarse en tres etapas. Una primera que comienza con su nacimiento en la Caracas colonial y culmina con su viaje a Londres en 1810; una segunda que se inicia el día que llega a la casa de Miranda en la Grafton Way de Londres, a los veintinueve años, y concluye con el instante en que zarpa a Chile, a los cuarenta y ocho; la tercera y última es la plenitud chilena que concluye con su muerte, a los ochenta y cuatro años en 1865.2

Los primeros años en Caracas, desde su nacimiento en 1781 hasta el año en que se decreta nuestra independencia, corresponden al primer aprendizaje: es fama que a los once años leía apasionadamente a Calderón de la Barca y el Quijote. Aprendizaje que culmina con la obtención del grado de Bachiller en Artes que recibe en 1800.

Fue el tiempo de las primeras lecturas y los primeros escritos; escritos que luego desdeñaría, tal como lo manifiesta en una carta al intelectual argentino Juan María Gutiérrez en 1845. Allí le dice: “Algunas poesías son producciones juveniles que me avergonzaría publicar ahora”. Tiempo también de exquisitas tertulias en casa de los hermanos Ustáriz donde la poesía y los temas de la política actual se dan la mano entre los participantes. Tiempo en que se perfila su vocación de educador, develando a aquellos contertulios que tenían casi su misma edad los misterios de un saber que ya él iba dominando con la perfección adecuada. Entre estos beneficiarios se encuentra nada menos que Simón Bolívar. El mismo Libertador, años postreros, en una carta escribe: “...fue mi maestro cuando teníamos la misma edad; y yo lo amaba con pasión”. Tiempo en que sin siquiera saberlo se convierte en pionero de muchas actividades intelectuales: aún adolescente acompaña al sabio europeo Alejandro de Humboldt en una expedición al Ávila para inventariar sus especies herbolarias, se hace periodista de La Gaceta de Caracas y es el autor del Calendario Manual y Guía de Forasteros en Venezuela, primer libro publicado en nuestro país en 1810, y en cuyas páginas se encuentra el Resumen de la historia de Venezuela redactado por el propio Bello y semilla del libro que años después preparara Rafael María Baralt con el mismo título.

1810 es también el año en que se inicia el exilio que, sin Bello saberlo, sería definitivo. El 10 de junio de ese año se embarca junto a Simón Bolívar y Luis López Méndez a Inglaterra como parte de la representación que la Junta de Caracas envía ante las autoridades inglesas. Un mes después arriban a su destino y se alojan en el 27 de Grafton Street, dirección donde vivía otro venezolano insigne: Francisco de Miranda. Se dice que fue allí, en la rica biblioteca que poseía el precursor, donde Bello inicia sus estudios de griego. Sería fascinante imaginar cómo fueron las tertulias entre esos dos amantes de las letras bajo la lumbre de los candelabros y frente a una humeante taza de té. Don Pedro Grases nos aporta lo siguiente:

En la coincidencia de espacio y tiempo entre Miranda y Bello, hay una poderosa convergencia de intereses que nos puede explicar la afinidad de los dos caracteres. Hay un pensamiento común: América, y una devoción compartida: la cultura. El símbolo de esta estupenda correlación puede ser la magnífica biblioteca particular de Miranda, quien a lo largo de sus andanzas por el mundo no ha desatendido las preocupaciones de libros y lecturas. Si grande ha de haber sido el pasmo ante el criollo universal, mayor asombro ha de haberle producido enfrentarse con la hermosa y rica colección de volúmenes pertenecientes a Miranda. Bello habrá recorrido con avidez explicable el rico tesoro que le prometería tanto nuevo conocimiento, tantas experiencias futuras. López Méndez y Bello, a la partida de Miranda hacia Venezuela, vivieron en su casa de Grafton Street. Dícese que en la biblioteca de Miranda inició Bello sus nuevas pesquisas en tierra inglesa. No es difícil creerlo. Habrá dedicado todos los ocios posibles a enterarse de las informaciones que el medio colonial no ha podido haberle proporcionado.3

Sin pretenderlo la vida de Andrés Bello se queda detenida en la fría capital inglesa durante 19 años. Pero no son años muertos. Este período se destaca por ser una época de estudios e investigaciones, época de formar familia y velar por la prole; pero también época de privaciones y penurias económicas, pero con la mente puesta en la América remota y en los acontecimientos que en ella suceden. Debemos a Arturo Úslar Pietri esta hermosa semblanza:

Está envejecido y refleja cansancio. Las arrugas, las canas y la calvicie prematura no han destruido la bella nobleza de su rostro, ni la honda serenidad de aquella mirada azul que parece reposar sobre las cosas sin prisa, pero también sin esperanza.

Los guardianes del British Museum, que pasan silenciosos por su habitual mesa de trabajo, lo conocen bien. Es Mister Bello, un caballero de la América del Sur que desde hace diecisiete años visita asiduamente la rica biblioteca. Unas veces se enfrasca en la lectura de los clásicos griegos y su rostro se ilumina de una plácida sonrisa de niño sobre los renglones de una erudita edición de la Odisea. En otras ocasiones lo ven meter tímidamente la mano, como marcando con vago gesto el compás de la medida de una égloga de Virgilio, y, en otras, se hunde en las Crónicas de Turpín o en un tratado de fisiología, o en el grueso infolio de Las siete partidas.4

Los años londinenses son también los años de cristalización de la poética bellista. En Londres, Bello estructura un extenso canto épico al que llamaría América, del cual terminaría sólo por publicar apenas sus dos famosas silvas: Alocución a la poesía, editada en la Biblioteca Americana en 1823, y La agricultura de la zona tórrida, publicada en el primer numero de El Repertorio Americano en 1826. Ambos poemas definirían el rumbo de la poesía castellana, serían el punto de partida de toda una poética nacional que se mantendrá vigente hasta bien entrado el siglo XX. Julio Miranda nos dice:

Todo está en Bello, todo remite a él: como prolongación o como contraste, como desarrollo parcial o como negación —se sepa o no, se quiera o no: en el círculo luminoso trazado por su obra (las dos silvas, fundamentalmente) se ha seguido moviendo gran parte de la escritura poética del país, tanto lírica como épica, y no sólo en el siglo XIX. Círculo, pues, casi mágico; castillo encantado capaz de hechizar por su monumentalidad y sus dimensiones internas, también por su armonía aparente —no por su cantidad, sí por lo compacto y estructurado de su presencia.

Porque la de Bello (1781-1865) es una auténtica literatura fundadora —y, como tal, mitificante— cuyo “repertorio americano” en verso realiza un tal despliegue temático-anecdótico que imanta, atrae y se traga todo lo que tiene cerca; algo así como un agujero negro de la poesía venezolana —el otro, un siglo después, será Ramos Sucre (1890-1930). La apretada materialidad de dicho repertorio implica que, para escaparle, haya sido necesario apuntar casi directamente a su reverso: descartar su círculo de luz —con su contenido reseñado y codificado— e instalarse en la sombra, en lo nocturno, a veces en lo subterráneo.5

Aunque poseía ya una fama ganada como intelectual, Bello seguía padeciendo un rosario de penurias, sobre todo de tipo económico. Con una familia a la cual mantener, se ve obligado a sobrevivir impartiendo modestas clases particulares. Es entonces cuando recibe la oferta del gobierno chileno para regresar a América, iniciando así la tercera etapa de su vida, y para allá parte un 14 de febrero de 1829. Es en Chile donde verdaderamente se desarrolla su labor magisterial, según nos lo relata Fernando Murillo Rubiera:

Uno de los aspectos de más acusado interés en el Bello profesor es el de su método, claramente influido por la huella que en él dejó la forma de enseñar que se le inculcó en los años en que se abrió al mundo de la inteligencia de la mano de aquel hombre, sin duda gran pedagogo, que fue fray Cristóbal de Quesada...

De otra parte, el docente Bello se prolongó en sus textos. De esa suerte, si bien Bello no fue un profesor, propiamente hablando, sino ocasionalmente, poco tiempo y reuniendo en torno a sí un número reducido de alumnos, sería incurrir en una inexactitud pensar que su magisterio docente quedó restringido a esos estrechos límites. Sabemos que sus libros se reeditaron varias veces, se divulgaron y fueron adoptados como texto en universidades fuera del país en que vieron la luz.6

Bello proclama, en sus clases y en sus escritos, la necesidad de una educación integral, a la vez inteligible y laboriosa; es decir, que partiendo de las herramientas más elementales, sobre las que se fundan las ciencias y las artes, el educando puede abrirse paso por el frondoso camino del saber. Bello parece suscribir la idea de Montaigne de que “el niño no es una botella a la que hay que llenar, sino un fuego que es preciso encender”. Para eso es necesario desarrollar el espíritu de la observación y de la reflexión para facilitar, de esa manera, el entendimiento y la investigación. Veamos algunas ideas que recoge Miguel Ángel Mudarra:

“Es necesario que el niño entienda lo que aprende; pero puede serle perjudicial que se le facilite y allane de todo punto la adquisición de sus primeros conocimientos. No debe formársele un receptáculo pasivo de ideas ajenas, a que él no tenga que añadir ninguna especie de elaboración. Debe acostumbrársele desde temprano a luchar con las dificultades”.

“Una enseñanza que no procura acrecentar y desarrollar la observación y otras nobles facultades, no puede ser completa ni producir en el porvenir el menor provecho”.

“Procurar bienes y evitar males al individuo y a sus semejantes es el objeto que nos proponemos al formar el corazón y el espíritu de un hombre, y por consiguiente, podemos considerar la educación como empleo de las facultades más a propósito para promover la felicidad humana”.

“Todas las facultades humanas forman su sistema, en que no puede haber regularidad y armonía sin el concurso de cada una. No se puede paralizar una fibra (permítaseme decirlo así), una sola fibra del alma, sin que todas las otras enfermen”.

“La generalización de la enseñanza requiere un gran número de maestros completamente instruidos; y las aptitudes de éstos, sus últimos distribuidores, son, ellas mismas, emanaciones más o menos distantes de los grandes depósitos científicos y literarios. Los buenos maestros, los buenos libros, los buenos métodos, la buena dirección de la enseñanza, son necesariamente la obra de una cultura muy adelantada”.7

Como han notado he venido hilvanando todo un florilegio de autores y de citas, pero como dije al principio el tema bellista me excede sobremanera. Fíjense que ni siquiera he mencionado la importancia de su Gramática de lengua castellana para uso de los americanos, publicada en 1847 y cuyos conceptos todavía se mantienen vigentes. Pido disculpas por ello. Ahora permítanme un par de reflexiones antes de terminar.

Al principio dije que como muchos jóvenes que padecimos el bachillerato en los años setenta, estudiar la figura de Bello me parecía fastidioso, lo cual resulta incongruente ya que es el mismo Bello quien proponía una educación dinámica que incentivara la curiosidad y el amor por los estudios. Sin embargo, resulta que para la mayoría de los jóvenes el aprendizaje de la lengua y sus expresiones literarias no han sido más que letra muerta. Me pregunto: ¿es que acaso la lección que nos ha heredado Andrés Bello ha perdido su vigencia?

No creo; pienso que el ejercicio de la educación, más allá de crear herramientas para la práctica de un oficio, es también una forma de comunicación cuyo objetivo es la perfectibilidad humana; la transmisión de ideas y saberes son parte importante de las bases en donde se construye cualquier sociedad. Aprender a aprender, aprender a enseñar conforman el tejido de un aprendizaje aun mayor: aprender a vivir y, sobre todo, aprender a vivir en comunión con nuestros semejantes.

Solemos quejarnos de la mala educación en nuestro país, oímos a los burócratas hablar de cambios de paradigmas, culpamos al bajo presupuesto educativo el que maestros y profesor no se sientan estimulados, ni identificados con la materia que manejan, conformándose con repetir como autómatas datos, fechas y fórmulas que muchas veces caen en el vacío.

Fernando Savater dice: “En cualquier educación, por mala que sea, hay suficientes aspectos positivos como para despertar en quien la ha recibido el deseo de hacerlo mejor con aquellos de los que luego será responsable”.8

En tanto que educadores ese debería ser el norte de nuestra vocación: mejorar cotidianamente en el estudio y la reflexión para que al mismo tiempo podamos mejorar el espacio donde nuestro discurso se desenvuelve. Darnos la libertad de asumir nuestras dudas y contradicciones para que en el conjunto humano donde se desarrolla nuestra labor podamos discernir, ampliar, fortificar y avanzar en la construcción, no de una sociedad de fríos intelectuales ni anacrónicos sabios, sino en una comunidad de personas civilmente preparadas, conviviendo en armonía, edificando un futuro más deseable para nuestros descendientes.

Debemos estar atentos ante esta realidad, no sea cosa que algún día, entre alguno de nuestros alumnos, escuchemos el eco de esta paradójica frase de George Bernard Shaw: “Mi aprendizaje fue interrumpido por los años que pasé en la escuela”. Muchas gracias.

 

Notas

  1. Mijares, Augusto: Hombres e ideas en América. Caracas: Ministerio de Educación / Academia Nacional de la Historia, 1988.
  2. Arráiz Lucca, Rafael: El coro de las voces solitarias. Caracas: Grupo Editorial Eclepsidra, 2003.
  3. Grases, Pedro: Estudios sobre Andrés Bello II. Barcelona (Esp.): Editorial Seix Barral, 1981.
  4. Úslar Pietri, Arturo: Letras y hombres de Venezuela. Caracas: Monte Ávila Editores Latinoamericana, 1995.
  5. Miranda, Julio: Poesía, paisaje y política. Caracas: Fundarte, 1992.
  6. Murillo Rubiera, Fernando: Andrés Bello: Historia de una vida y de una obra. Caracas: La Casa de Bello, 1986.
  7. Mudarra, Miguel Ángel: Semblanzas de educadores venezolanos. Caracas: Fondo Editorial Ipasme, 1988.
  8. Savater, Fernando: El valor de educar. Barcelona (Esp.): Ariel, 1997.