Sala de ensayo
El poder de la prensa, Thomas NastUna transformación inconclusa

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No podría hablarse del desarrollo de las sociedades modernas sin remitirse al auge de los medios, como quiera que se convirtieron en la ruta obligada para legitimar la composición del mundo social. La creación de las instituciones y el desarrollo de su marco de relaciones para con los individuos son procesos propios de la vida moderna, que debieron establecerse a la luz de iniciativas mediáticas, pues no sólo fue ésta la ruta para la advertencia de las problemáticas, en rededor de las cuales se tejió el proyecto moderno, sino la de las propuestas para sus respectivas soluciones. Será este el núcleo problémico de las opiniones que, a continuación, tendrán la oportunidad de conocer.

 

La institución, máximo símbolo moderno

Como en efecto se reconoce, la modernidad implica una profunda relectura del mundo, que sugiere la derogación de límites impuestos desde todas las esferas, incluyendo la moral. Lo moderno nos dirige al plano de lo alternativo, de lo plural y de todo aquello que indique una amplitud, siempre basada en el progreso y el reconocimiento de nuestra eterna necesidad de evolución como seres sociales. Así, pues, este proceso, en el que sin duda se advierte un definitivo tinte revolucionario, necesitó de la consolidación de entes, eventualmente disuasivos, capaces de legitimar acciones y formas de pensar. Esta necesidad de organización encontró eco en un mecanismo de regulación social, que hoy reconocemos en las instituciones.

Pero estas instituciones no adquirieron tal capacidad operativa debido a su mero principio organizativo sino como respuesta a un prolijo y previo juicio de raciocinio, que pretendió construir una estructura capaz de filtrar todas aquellas necesidades abiertas desde la Ilustración. La institución, por tanto, se convirtió en un modelo de asociación, donde convergieron todos los poderes de representación colectiva; sus intereses y la promesa de actuar en su beneficio. Así, las instituciones adquirieren el carácter simbólico que las une a determinada colectividad y, esto último, a su vez, las acondiciona para convertirse en el ente legitimador de una propuesta de imaginario colectivo.

Ese poder de representación necesita de herramientas que faciliten la difusión del discurso institucional y su potencial interacción con los individuos del común. Es allí donde dicho individuo sale del cascarón, que le condena a la impasibilidad, para convertirse en protagonista de ese proceso constitutivo, en una acción que lo lleva a ser juez y parte de la configuración de los escenarios que le son propios y los marcos interrelacionales que lo ubicarán dentro de estos últimos. Es decir, que, conseguido esto, se hará partícipe del preestablecimiento de su propio entorno social, en todo lo que ello conlleva. Las herramientas que hacen posible tal transporte son los medios de comunicación, que, por lo aquí mencionado, se convierten en hacedores de la acción colectiva.

A través del discurso moderno, la colectividad adquiere un peso notable y lo simbólico, reconocido como el punto donde convergen los intereses de los individuos pertenecientes a determinada colectividad, adquiere esa capacidad para filtrar las necesidades de dichos actores, de las cuales hablábamos anteriormente. El interés de las instituciones se vierte, por tanto, en el afán por consolidar estrategias que le aseguren una producción de contenidos simbólicos lo suficientemente impactantes como para mantener ese nivel disuasivo sobre la colectividad, también traído a colación, con anterioridad. Es allí donde los medios entran a hacer gala de toda su recursividad, promoviendo la ratificación, reversión o derogación de las acciones y formas de pensar presentes en la sociedad.

 

Los medios, el vehículo

El individuo reconoce el saber sobre sí mismo y sobre quienes le rodean a partir de un ideal de comportamiento que emerge de esas instituciones, como ya se advirtió, legitimadoras de la composición del mundo social. Esta tarea exige la competencia de canales que intervengan en la producción de todos aquellos rasgos que distinguen a un proyecto de sociedad, en determinado territorio. Nacen, entonces, ciertos parámetros que limitan los campos de acción, bien sea individual o colectiva, como parte integral de una red de escenarios y relaciones que sirven de plataforma a determinado tipo de sociedad. Estas microestructuras aportan una serie características específicas que identifican a varios grupos de personas, atribuyéndoles un marco cultural susceptible de provocar una organización política que ratifique el consenso social que los ha llevado a compartir un territorio, ciertas costumbres y otros parámetros, limitantes de su accionar; todo lo anterior, filtrado a través de una producción simbólica que cobije a todos los miembros de dicha sociedad.

Como queda demostrado, estos canales se dimensionan en la medida en que logren consolidar el proyecto social suscrito por determinado ente de dominio público, respaldando los procesos de constitución del poder y el tipo de sociedad que se ha producido a partir de su acción política. De allí que los contenidos simbólicos producidos en este punto inviten a la ejecución de actos rituales y otros mecanismos que generen un nexo entre el tipo de acción y el discurso político vigente, siempre encaminado a la consolidación de referentes de representatividad colectiva entre la sociedad y sus círculos de poder. Los medios de comunicación, como abanderados en la materia, se encargan de generar dicho fenómeno, no sin la respectiva preexistencia de una inobjetable capacidad persuasiva.

Si, en principio, la modernidad nos señalaba un camino de liberación que acudía a las instituciones como fuentes de una movilización social, siempre supeditada a mecanismos de regulación, ya no se vislumbra con diafanidad a quiénes atañe la máxima responsabilidad en la propugna, ni podría afirmarse, bajo ningún punto de vista, que el proyecto sigue siendo emancipador. No sabemos, en la actualidad, cuáles son los mecanismos y cuáles sus activadores, pues nos resulta sumamente dispendioso establecer dónde se produce el mensaje y si son las instituciones las que acuden a los medios o viceversa. Tampoco seríamos capaces de identificar, con certeza, los intereses que se movilizan en el accionar colectivo ni el marco interrelacional que las dota de sentido.

 

Para debatir

Pero aun cuando surja la complejidad analítica que plantean los nuevos códigos emergentes de la acción colectiva, promovidos por los medios de comunicación, cabe destacar la vigencia de los principios dialécticos que, a juicio propio, rigen las relaciones humanas, no sólo frente a los medios de producción y su forma de explotación sino en todos los órdenes, como principio básico del imaginario colectivo. Este fenómeno se hace más difícil de romper si tenemos en cuenta que la lógica bajo la cual hemos fundado este gran intricado, conocido como el mundo social, nos obliga a establecer vínculos entre referentes completamente opuestos, como la única manera de identificarlos con precisión. Transformar los patrones que generan esta coacción, como consenso social universal de acción y pensamiento, significa decantar hasta el grado de lo impoluto las motivaciones históricamente presentes en la conformación de nuestras sociedades.

Quedará en el debate, como desde hace tanto tiempo, si nuestras sociedades han sido o no sometidas al noble proyecto de la modernidad. ¡Ustedes juzgarán!

 

Bibliografía

  • Thompson, B. John. Los media y la modernidad: una teoría de los medios de comunicación. Barcelona: Ediciones Paidós Ibérica S. A., 1998.
  • Habermas, Jurgen. Teoría de la acción comunicativa I: Racionalidad de la acción y racionalización social. Madrid: Taurus, 1984.
  • Rudé, George. “El vocabulario de la revolución francesa”. En: Historia crítica Nº 2, julio – diciembre de 1989.
  • García Canclini, Néstor. Las culturas populares en el capitalismo. La Habana: Premio Casa de las Américas, 1982.
  • Marx, Karl. Teoría marxista del método. París: Ideas, 1857.