Letras
El olor de las nubes

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Aquella nube parecía perdida. Atravesaba un cielo amoratado de julio. No era fácil ver nubes en mi ciudad. Y cada vez que veía una, recordaba esta historia, que resultó ser difícil. Algo imposible. Pero aun así lo intenté. Porque por muy complicadas que fueran las cosas, por muy lejos que estuvieran, no había que renunciar a ellas. Y no con el objeto de conseguirlas, sino para descubrir otras cosas, seguramente mejores, porque no sólo se trataba de ganar en esta vida.

Por aquel entonces tenía alquilado un ático a las afueras de mi ciudad. Era un edificio altísimo. Vivía, como me gustaba decir a mí, entre las nubes. El apartamento tenía dos habitaciones. Mi preferida era el comedor. Por las vistas. Sentado en mi mesa, como cada tarde, miraba por las ventanas. El sol, ya cabizbajo y sin apenas fuerzas, golpeaba los edificios, enrojeciéndolos, mientras yo intentaba escribir un cuento.

La revista para la que trabajaba me exigía que fuera de amor. Ariel Pereira, Premio Primavera en el 2000, escribiendo cuentos de amor. Había tocado fondo. Sin lugar a dudas. Todavía me preguntaba qué pasó con mis lectores. Qué pasó con todo aquello que decían los medios de comunicación. Halagos y más halagos. Y luego el premio. 300.000 euros. Casi ya evaporado. Desde aquel año del premio no volví a publicar nada, ninguna editorial quiso mis novelas. Seis libros rechazados, uno por año.

Cuando me propusieron lo del cuento semanal, dije que sí. Sin pensarlo. No me quedaba otra. Además, escribir sobre el amor no debía ser complicado. Sin embargo, sí que lo era. Yo jamás había escrito sobre el amor. Lo mío era la novela negra. Cigarrillos, gintonics, asesinatos violentos y amores canallas. Y ahora me tocaba contar historias de pasiones imposibles, desesperadas y, a la vez, tiernas. Mientras esperaba la inspiración, creí tener una idea. Un punto de partida. Era algo descabellado, sin mucha consistencia. Pero debía intentarlo. Nunca había que renunciar a nada.

Lo que me daba vueltas por la cabeza era algo relacionado con las nubes. O mejor, con su olor. Lo leí hace tiempo en un periódico. Un chico se había matado al caerse desde su ventana. Según dijeron, fue por amor. Quería atrapar el olor de una nube para después regalárselo a su novia. Y así sorprenderla con algo que nadie había hecho. No llegó a hacerlo. O tal vez sí. Según la noticia, un tarro de vidrio se salvó del impacto. El chico logró protegerlo de la caída. En la pared del cristal estaba escrito: El olor de las nubes.

 

Seguía sin teclear nada. Sólo tenía ideas. Puntos de partida. Levanté la cabeza del ordenador y miré a través de las ventanas. El cielo ya estaba negro, acurrucado, como un gato dormido. Había media luna, flotaba en el aire y daba algo de brillo a la noche. Una nube gris, densa, cruzó la parte blanca de la luna y luego siguió su camino. Al verla pensé en la historia del chico enamorado. Tal vez podría escribirla. Me acerqué a la ventana, la abrí del todo y saqué la cabeza. Nunca antes había hecho esto.

Las ventanas sólo se abrían un par de centímetros. Para la ventilación. Eso decían las normas. Asomar la cabeza por allí fue como aparecer de pronto en la cima de una montaña, como sentir un aire en la cara que nunca había sentido. Puntos de colores correteaban debajo de mis ojos. Por un momento fui un gigante. Sin embargo, yo también era un puntito. Sólo que ahora lo veía todo desde otra posición. Estiré más el cuello y miré hacia la nube. La vi más cercana, más alcanzable, como si con un ligero esfuerzo la tocara. La altura daba siempre un poder inmenso, de pura inconciencia. Como el de encerrar en un tarro de vidrio el olor de las nubes.

Me asomé más, me agarré con fuerza al alféizar. Yo no quería alcanzar nada. No quería presumir de audacia. Sólo respirar el olor de una nube. Si tenía que escribir sobre ello, tenía que hacerlo. Me asomé un poco más. Todos los olores del mundo vinieron a mi nariz. Si allí olía a nube, no habría sabido distinguirlo. Entre todos los olores me vino uno en especial. Era como una fragancia. Un perfume. De mujer. Incliné mi cabeza hacia la ventana de abajo. Una chica de pelo negro, de ojos marrones, y con dos lunares en la mejilla, me preguntó:

—¿Buscas algo?

—Un olor —le dije.

—¿Cuál? —la humedad de la noche le marcaba los pómulos. Era tan bella.

—El de aquella nube —la señalé con el dedo.

Se quedó mirándola, sonrió girando la cabeza y se metió en su apartamento.

 

Me senté delante del ordenador. Pantalla blanca. Intacta. La historia del chico que olía las nubes no funcionaba. Atrapar el olor de una nube, menuda idea. La ventana del comedor seguía abierta. Pensé en mi vecina, en la impresión que le habría dado. Seguro que pensaba que era un tarado. Un tipo que se asoma desde la ventana de un rascacielos para oler las nubes, me habrá tomado por loco, seguro.

El cursor seguía con su parpadeo. Bombeaba. Como un corazón incansable. Mis ideas no fluían. Las palabras no salían de mis dedos. No era capaz de juntar ni un par de sílabas. Escuché un ruido, venía de fuera, era como un chasquido. Me asomé otra vez a la ventana. No sabía si por el ruido, o más bien por buscar a mi vecina de abajo.

Ella estaba asomada. Su pelo negro y rizado le caía con suavidad por sus hombros redondos, descubiertos. Puso sus brazos en cruz sobre el marco de la ventana y apoyó la barbilla sobre sus manos.

—La nube ya no está —me dijo girando la cabeza hacia mí. Sus ojos parecían tomar un tono verdoso a la luz de la luna.

—Esperaré que pase otra.

—¿Y si no pasa? Valencia no es una ciudad de nubes.

—Seguiré intentándolo.

—Has pasado de ser Premio Primavera a oler nubes. ¿Por qué?

—Verás, no es lo que parece...

Me saludó con la mano y se metió dentro. Me quedé allí, con medio cuerpo colgado. Balanceándome. Como un asiento de noria en una tarde de domingo y viento. Supongo que tenía que haber sido más rápido en mi respuesta, más hábil. Me incorporé y miré al cielo limpio. Sólo la luna estaba allí, partida por la mitad, como una galleta de chocolate blanco. Miles de diminutas estrellas formaban geometrías imposibles a su alrededor, como en un planetario de juguete.

 

La cosa se ponía más difícil. La nube ya no estaba. Y yo necesitaba inspiración, tener la nube delante. Parecía absurdo pero si iba a escribir una historia sobre nubes, necesitaba que estuviera allí, y probar otra vez, si era posible, sentir su olor. ¿Y si el chico tuviera razón? Tal vez las nubes olían a algo. Y entonces sí que tendría una buena historia. Me levanté y di vueltas por el comedor. No perdía de vista las ventanas. ¡Una nube, por favor! ¡Tampoco era tan difícil!

Llamaron a la puerta, con los nudillos. Una fotografía asomó por debajo. La cogí y le di la vuelta, había escritas unas palabras: Aquí tienes tu nube. Olerla aquí es más seguro. Julia. Con la foto en la mano, fui hacia la ventana. Mi vecina parecía concentrada en un punto, ajena a todo. Me gustaba su formar de mirar. Envolvente, silenciosa.

—Gracias por la foto, Julia.

—De nada. Olerla ahí es más sensato.

Me quedé sin saber qué decir. La miré. La absorbí con los ojos. Ella me dijo algo, pero no la entendí. Se giró un viento de poniente. Me lo volvió a repetir, pero no había manera. En vista de lo complicado que era hablar, desapareció con un gesto.

 

A pesar del viento no aparecían nubes en el cielo. Raso. Cristalino. Bueno, al menos tenía la foto. Era la nube del atardecer. La única que había visto hoy. Grisácea, condensada. Una pértiga atravesando a traición la espalda de la luna. La miré, me la acerqué a la nariz. Estaba obsesionado con oler las nubes. Pero así no iba a escribir el cuento. Debía centrarme en la historia y no obcecarme con algo imposible.

Antes de empezar a teclear no estaba mal reconocer algo. Yo nunca escribí cuentos. Ni antes ni después del premio. Sólo novelas y siempre negras. Y no tenía ni idea de cómo estructurar esta historia de amor, de cómo darle forma. Ni tan siquiera tenía un título. Sólo tenía una noticia de un periódico, una fotografía y una incipiente obsesión por oler las nubes.

Mientras jugaba con las letras, la misma nube de antes, o tal vez otra, apareció en el cielo. En aquel instante pensé que si iba a escribir una historia sobre aquel chico, debía al menos intentarlo. Olería aquella nube. ¿Pero qué me estaba pasando? ¿Me había vuelto loco? ¡Así no terminaré el cuento nunca!

La nube se acercaba. Cada vez más rápido. La ancha noche seguía negrísima, como un océano tintado de petróleo. A la altura de la ventana, la nube paró. El viento de poniente había desaparecido. Allí fuera no se movía nada. De repente, un chasquido. Me asomé y vi a Julia. Le hacía fotos a la nube. Saqué medio cuerpo por la ventana. Me movía, levemente. De lejos debía parecer un péndulo humano. Menos mal que no sufría vértigo.

—Me encantan las nubes —dijo Julia sin dejar de fotografiar—. Desde que era pequeña.

—¿Te gusta aquella?

—Se ven pocas como esa. Hay que aprovechar.

Julia me contó que era fotógrafa. De nubes. Se dedicaba a buscarlas por el mundo. Las fotografiaba desde todos los ángulos posibles. Por eso también eligió vivir en aquel rascacielos, para vivir más cerca de ellas. Yo la escuchaba, doblado como una hoja de papel, en el alféizar de la ventana. La historia de Julia y las nubes me fascinaba. Tal vez la utilizaría para el cuento. Seguro. Julia daba mucho de sí como personaje literario. Era misteriosa, atractiva y tenía un trabajo sugerente.

—¿Por qué te asomas siempre tanto? —me preguntó Julia—. Es peligroso.

—Quiero intentar algo.

—¿Oler las nubes?

—Sí.

Julia se metió dentro de su casa. Se encogió de hombros y murmuró:

—Otro igual.

 

De nuevo en mi mesa, otra vez delante de la pantalla blanca. La noche avanzaba. Todavía no había puesto ni la primera palabra del cuento. La obsesión por oler la nube había pasado a un segundo plano. Ahora pensaba en Julia. Era tan sensual, me gustaba. Tal vez debería bajar a su casa y contarle lo del cuento. A nadie le gustaba que le juzgaran por descolgarse de su ventana, con el único empeño de oler las nubes. Sí, eso haría. Bajar y decirle que todo formaba parte del proceso de escritura. El cuento para la revista podía esperar.

 

Llamé con suavidad a su puerta. Me abrió con una sonrisa, entre sus manos tenía un tarro de cristal, en el que decía: El olor de las nubes.

—Toma, huele —me dijo mientras lo abría y lo ponía debajo de mi nariz.

—No huele a nada.

Soltó el tarro de las manos e impactó contra el suelo.

—Ahora huele a ti, huele a mí.