Letras
Tres relatos

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Problemas de agenda

Si su reloj digital marcaba las 7:18, era la hora de ejercitarse con la tabla de musculación.

Esa mañana debía estar un poco somnoliento porque iba con retraso. Debía completar su tabla de ejercicios en tres cuartos de hora.

A las 8:13 tomó un desayuno completo: zumo, cereales, una tostada untada con mermelada, y una naranja. Era importante comenzar la jornada con vitalidad. Sintió ganas de ir al lavabo pero eso haría que incumpliera el horario previsto, lo cual sería un error. Se aguantó.

A las 9:15 llegó al despacho. Revisó la agenda. Durante cuarenta y cinco minutos comprobó que los últimos informes fueran correctos; luego mantuvo la primera reunión, que concluyó a la hora acordada.

Sus siguientes consultas a la agenda supusieron: a las 10:30, visita de unos clientes; a las 11:15, amonestación a la secretaria por sus errores constantes; a las 11:45, descanso de cinco minutos, tiempo suficiente para escuchar dos veces su canción preferida; a las 11:50, telefonear a su hermana, que cumplía años, llamada que terminó a los 11:54, dos minutos antes de lo imaginado, lo que le permitió escuchar una vez más su canción favorita.

Al llegar a las siete y media de la tarde, consultó su agenda que, como en las treinta y ocho veces anteriores del mismo día, indicaba un nuevo punto: “Abrir la ventana, coger carrerilla, dar un gran salto”.

¿Era posible? Por primera vez tenía una cita de ese estilo. Aquello significaba un cambio irreversible respecto a su futuro. Comprobó las hojas siguientes; estaban en blanco.

La agenda nunca se había equivocado, así que no le quedaron más opciones que abrir la ventana, tomar carrerilla y saltar.

A las 19:31 su reloj digital de pulsera se estrelló contra el pavimento.

A las 20:02 una ambulancia trasladó el cadáver al hospital del municipio.

 

El ataque de grasa saturada

Tragaldabas esperaba que le sirvieran su mazacote extra de ternera; el olor de la carne en la sartén se esparcía por el restaurante lleno de gente. Salivaba al paladear el suculento pedazo que iba a llevarse a la boca. Entonces, su estómago gruñó enojado. ¡Cocinero incompetente! Como no se apresurara, iba a descubrir a un Tragaldabas de muy mal humor.

Los camareros y el cocinero se libraron de su ira al distraerle el telediario. “El número de obesos aumenta en la Unión Europea. España destaca con uno de los porcentajes más altos, superior al veinte por ciento. Los médicos alertan del peligro originado por el sobrepeso”, decía la flacucha presentadora.

“Milongas de curanderos”, masculló para sí mismo Tragaldabas, mientras acariciaba su oronda barriga.

Al fin apareció la camarera con su mazacote. La carne rebosaba, los bordes sobresalían del plato. “¡Ya era hora!”, bramó Tragaldabas, aunque la visión de la ternera rebajara su enfado.

Se aprestaba a dar la primera dentellada al mazacote, cuando le interrumpió un gran estruendo procedente de la cocina. ¡Se iban a enterar! Ahora bien, más valía mazacote en plato que pelea debilitado, así que se despreocupó y siguió con el entrechocar de los cubiertos, trinchando pedazos de mazacote que devoraba ansioso.

La puerta de la cocina se desprendió de las bisagras y salió despedida. Irrumpió una enorme masa grasienta, tan alta que llegaba hasta el techo y con un volumen mayor que el mayor de los elefantes.

—Soy Grasa Saturada —barboteó el monstruo—. Os voy a comer y no voy a dejar ni los huesos.

Los otros clientes gritaron, corrieron, o incluso algunos las dos cosas a la vez. Grasa Saturada engulló a un camionero fornido y eructó al cabo de unos segundos. Cuando ya se dirigía hacia Tragaldabas, y éste protegía el plato con el mazacote, aparecieron los superhéroes rivales de Grasa Saturada.

—Me llamo Dieta Mediterránea —se presentó el primero.

—Yo soy Súper Vegetariano—anunció el segundo.

Finalmente, el más temido por el monstruo, su enemigo acérrimo:

—¡Bajo en Calorías al rescate!

 

Antes del enfrentamiento, Tragaldabas pesaba ciento noventa kilos e iba en aumento; después de la hazaña de Bajo en Calorías y sus aliados perdió más de cien kilos.

Grasa Saturada desapareció para siempre. O eso se figuraba Tragaldabas.

 

Autobiografía ficticia de una escritora de best-sellers

Son muchas las veces en que me han preguntado cómo nace una novelista, o qué circunstancias llevan a una persona a pretender ser escritora, como si el hecho de querer compartir espacios ficticios, de ser afortunada y disfrutar de cierto éxito en la aceptación del público, así como haber sido fecunda en la creación literaria, se debiera a una ecuación matemática que diera como resultado una novelista.

Hasta ahora les daba respuestas evidentes y poco comprometedoras: que si la lectura, que si el gusto por la soledad y la introversión, que si la necesidad de ser amada, y otras por el estilo; todas ellas ciertas pero superficiales. Sólo ahora, que al hecho de ser novelista de éxito uno la vejez, y que sé con absoluta certeza que no me quedan demasiadas respiraciones en esta extraña tierra, me aventuro a explicar una verdad que, por dura y dolorosa, nunca antes confesé.

Empecé a escribir cuentos a los ocho años de edad para huir de los gritos, de los insultos, y de las palizas que le pegaba mi padre a mi madre. Después de ser horrorizado e impotente testigo de aquella miseria, me escondía en el más oculto y discreto rincón (bajo la cama, en el interior del armario paterno), y fantaseaba con otro mundo donde esas desgracias no ocurrían, donde la gente era amable, educada, se amaba, y cada conflicto terminaba en una solución ejemplar.

Años después, ganaría mi primer concurso de literatura infantil, y soportaría las primeras críticas por mi estilo edulcorado, digno de una señorita de clase media cuyo mayor conflicto en la vida había sido elegir entre diversos pares de zapatos.

He ahí mi auténtico origen como narradora de éxito.