Letras
El Valle de Virginia

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La vi venir entre la mancha móvil de gente que baja en cascadas las escaleras del metro. Lleva un corazón de lentejuelas rojas sobre la franela negra, dos bolsas y un maletín en una mano y un muchachito en la otra, esconde rollos de todo tipo entre los jeans y camina encaramada en enormes sandalias —casi zancos— de moda. Logró entrar antes que se cerrara la puerta y pudo sentarse con bolsas, maletín y muchachito en un solo asiento.

Se siente observada y me mira. Regreso a la página central del periódico. En la última columna a la derecha, la caricatura en trazos simples: rancho, perro flacuchento, moscas revoloteando y enclenque hombre de pueblo diciendo cualquier juego de palabras contra el gobierno, cualquier gobierno. Es tarde, llevaré pan para no hacer arepas. Ella sigue ahí, con su pelo pintado, el muchachito durmiéndose encima de las bolsas y sus manos huesudas rodeándolo todo, con una pulserita de lágrimas de plástico y las uñas pintadas de verde. Se me ocurre que trabaja en Petare, tal vez buhonera, y el muchachito juega debajo de los tenderetes, entre cartones. ¿En qué piensa? ¿Qué opinaría de la caricatura? La mujer me miró y se acomodó en su asiento. Momento de fijarme en el señor que viaja de pie frente a mí, parece un oficinista boliviano. El llavero colgando de su pantalón, es un tumi. ¿Será peruano?

Otra vez al periódico, lo compré esta mañana y no he pasado de los titulares: Cabrera pegó cuadrangular. Río Apure desbordado, pobladores en canoa. Muertos en Irak, muertes en Palestina. Muerto comerciante secuestrado. Muertos que nos llegan vía satélite a la incomodidad del hogar, donde sin necesidad de vivir gran cosa, digerimos píldoras para sufrir que nos sirven en la tele.Pausapublicitaria, Urbanización Hogar de Sueños, town house, piscina, y centro comercial. Píldora para reventar. ¿Será envidia? No creo, no me gustaría vivir ahí. ¿Por qué? ¿Están verdes? Los muchachos ya habrán llegado, quién sabe qué estarán inventando. El celular hace falta. Ojalá no les haya pasado nada malo.

El muchachito se despertó. Rápidamente se está arrodillando en las piernas de la madre, ella está intentando sentarlo en otro asiento que ha quedado vacío, pero él prefiere ir cargado como un bebé. Ahora está abrazado al cuello de su mamá. Se está chupando el dedo y con la otra mano juega con el zarcillo de plástico. De pronto da la vuelta y me mira. Yo le vuelo un beso, él cierra los ojos y se tapa la cara con una mano. Mejor interrumpo ese jueguito amoroso y vuelvo al periódico. ¿Cuántas estaciones faltan además del trasbordo? Sería chévere que el trasbordo me llevara en góndola hasta una estación en el mar y de allí en canal subacuático directo a Manhattan. No sé bien por qué, pero creo que me gustaría vivir en Manhattan. Nunca he estado allí, pero suena estupendo. El chico de Manhattan, Manhattan Transfer. No estoy segura si quiero regresar al hogar —no el de mis sueños—, el del piso 18, torre D. Siempre me toca ese número. En la cola para la citología también. Qué cosa. ¿Será que juego ese número? ¡Ah! no, lotería no, hasta allá no llego, aunque Marx diga que el hombre piensa como vive. Ojalá el ascensor esté funcionando. Visualización creativa: Imagen de ascensor funcionando, lucecitas marcando los pisos. Se abre la puerta, no hay ascensor, me voy por el hueco. Cancelado. Cero pensamientos negativos. Lo que sí me puede matar es que no estoy haciendo la dieta como debería, ni estoy haciendo ejercicios. Después de la cena me instalo frente al televisor, agarro el control y clic arriba, clic abajo. Orangutanes multiplicando, leones huérfanos y cocodrilos amarrados. Lo demás son muertos: emergencias, policiales, catástrofes aéreas, guerras, sida, forenses. En la tele, la única que no mata a nadie es la Madre Angélica, y eso si no es semana santa. Yo debería levantarme a las cuatro de la mañana y salir a caminar a Los Próceres, pero no, me quedo acurrucada en mi cama, hasta las cinco y media, cuando ya no hay tiempo ni de desayunar.

El hombre con tumi se sentó al fin. Lleva anillo de casado y actitud de quien no conoce el trayecto, ojalá no lo atraquen por ahí. Ahora saca de una de sus bolsas un libro y se dispone a leer. ¿Qué estará leyendo? Parece nervioso, como si no conociera bien la estación donde debe bajarse. ¿Por dónde iremos? Esta gente del este se conoce hasta por la manera de mirar el tren cuando llega. Entran al vagón como si quisieran decir algo importante pero no lo pueden decir, y se instalan sentados o de pie, sin mirar a nadie. No sé como lo logran, pero van con los ojos abiertos sin ver. Cero contacto visual, como aconseja el Departamento de Policía de Nueva York. En-uai-pi-di.

Ya se sentó esa niña punk al lado del hombre del tumi, sí, parece peruano. Y aquel pobre viejo, si no se sienta se va a caer, ah, por fin un chamo amable, qué bueno. Creo que más bien voy a comprar pan dulce para todos. No para mí, porque engordo. Esa es otra, por si fuera poco, todo lo que me gusta engorda o es muy caro. Tan fácil que esa punketa lleva un realero en peinado y pintura del pelo, falda de cuero —bien corta por cierto— maquillaje, tatuajes, sortijas, zarcillos, cadenas y equipo portátil de escuchar música. Ahora me ha dado por sentir envidia de todo el mundo. Especialmente si el objetivo no tiene celulitis. Tengo que quitarme esa pésima costumbre que se revierte en mi contra. Nada de eso, cancelado, los seres inteligentes y sensibles como yo somos observadores, lectores, amables, educados, positivos. Eso de hablar de bolsillos es de mal gusto. Las personas que leen (las que pueden) las novelas de hoy en día, saben que no hay pobres. Hasta la palabra es fea. El llano en llamas se extinguió, y Pedro Páramo está enterrado, lo que sigue vigente es el fantasma de Juan Rulfo, y el premio, para que no vaya uno a creer que eso le salió así, como si fueran puras voces en su cabeza no más. O sea, el estilo y la técnica y tal. Mañana debo ir a pagar la electricidad o me la van a cortar. No sé si aún hay campesinos, si desaparecieron en los tremedales de Gallegos, o si los mataron en los primeros cuentos de los grandes maestros. No sé. Los pequeños seres de botiquines y prostíbulos andan por ahí como detalles de encuadre. Pero de la gente del cerro ni hablar. Demasiado realismo social demodé. ¿Quién podrá escribir una novela cuyo escenario sea el cerro de San Andrés que veo desde mi ventana en el apartamento 18D? ¡Eso es candanga! Felizmente ya pasamos esa etapa de crudezas y dificultades del prójimo. Ahora estamos en Pare de Sufrir. Y además, ¿para qué hablar de eso? ¿Quién querría leer ese dramón? Interesante es cuando te echan cuentos babilónicos, o te explican en detalle ciertos códigos para detectar enemigos en Egipto Antiguo. La erudición me fascina. El erotismo de buen gusto también. Yo disfruto una novela como unas vacaciones. Adulterio y homosexualidad incluidos. Digo en la novela, no en las vacaciones. Así es, ¿no? Un poco más que uno, pero no tanto allá. Pero sobre todo, nada que asome que estamos pasando trabajo, a menos que sea en París. Si me oyeran los chamos dirían que me puse gótica, y eso suena peor. En cuanto llegue, les hago una pasta para que coman y se acuesten. Nada de arepas ni pan dulce. A lo mejor ni se han bañado. Ojalá me pueda encerrar a leer la novela de esa escritora colombiana que me prestó mi compadre ayer. Si es que terminaron la tarea. Si es que no me quedo dormida. Si es que no me atrapa primero la telenovela brasilera ambientada en Marruecos, donde hay baile del vientre y todo.

Ahí está la señora de uñas verdes, detrás de aquel montón de estudiantes. Ahora el niño va acostado, con la cabeza en las piernas de la madre y chupándose el dedo. No sé cómo esa señora puede caminar con esas sandalias tan altas y cargar las bolsas, el maletín y el muchachito.

Yo debería escribir una telenovela. ¿Por qué no? En la telenovela los pobres son como nosotros, aunque vivan en el cerro. Las muchachas pobres nunca son tan pobres, ni son putonas. Son siempre muchachas honradas y decentes. Nunca se presentan incestos, ni los vecinos se masturban en el ascensor. Los niñitos nunca son bizcos y las niñitas se visten como niñitas, con medias tobilleras y todo. Nada de bailar regatón ni salsa erótica en pantaleticas de faralao. Tampoco hay sirenas como las que se escuchan aquí todas las noches, esas alarmas como aquella famosa que mantuvo despierto a Perucho Contreras. A él ¡Gloria a Dios! le dio por querer ser Pedro Infante, en cambio a mí las hormonas me hicieron una trampa patética, y cuando estaba ya toda verde, a punto de convertirme en Hulk, me desinflé llorando a moco tendido en el baño, con tapones de algodón en los oídos, abrazada a mi almohada, entre la regadera y el lavamanos. A pesar de esas diferencias —digamos de género— mi supervisora me dice que escribo bien los informes, y las muchachas se ríen cuando les cuento las tragedias con mi ex. Quién sabe... De repente me consigo por ahí a Leonardo Padrón por estas calles, y zas le cuento rapidito unos cuantos episodios, y Leonardo: —Oye chica, interesantísimo, nos vemos en el canal. No, mejor me invita a comer y todo. Desengáñese comadre, no hay escritoras viviendo en superbloques, y menos con cuatro angelitos negros. ¡Ah! Si yo fuera Eduardo Liendo. ¿Quién ha visto negro como ese, ah?

Bájate de esa nube. ¿A quien podría interesarle un ascensor descompuesto, una lavadora que no exprime y cuatro carajitos echando vaina? Aterriza. Busca la manera de mudarte para Mérida. Otro ambiente, más culto. Mañana antes de entrar al metro, voy a jugar la serie completa del 18. Así le doy la razón a Marx, y pienso como vivo. ¿Por azar?

La señora de sandalias altísimas con muchachito sigue allí. Irá para El Valle también. ¿Quién sabe? Sus ojos tristes se fijan en mí como si me descifrara. No sostengo la mirada, busco la verdad de su interés en sus bolsas, en el maletín negro, en el muchachito. El tren se detiene en Las Tres Gracias. La mujer sacude sus rollos y se levanta con el niño de la mano, pasa frente a mí y me lanza una última mirada de reconocimiento. El maletín es una laptop, y antes de bajar, la espalda de su franela negra me gritó en blanco relieve que es graduada en letras.

Algo me dice que mañana a esta hora seré yo la que irá en el vagón del metro rumbo a El Valle. En su pantalla de auténtica escritora, mis cejas escasas destilarán verdades de mujer madura sin maquillaje; sospechosa de cualquier cosa por mi falda marrón larga, y para colmo, mocasines. Pero tendrá sus dudas. Mi nariz, los lentes, el periódico. ¿Y la ridiculez de lanzarle besos al niño?Si le gusta Agatha Christie, es posible que mi aspecto oculte al ama de llaves del jefe de una banda distribuidora de drogas en el metro, o a la verdadera jefa. Pero si —como supongo— prefiere un espíritu británico más exquisito, seguramente cambiará mi agenda de reuniones y el té con mis amigas, y me describirá organizando una reunión para vender Avon (such a convenient brand) en el vecindario, o lanzando miradas de enganche a chicas que prometan una aventura lésbica. Tal vez, esa discípula de Virginia Woolf en sandalias de plataforma, aún sin habitación propia, pero con laptop y muchachito, ni siquiera me imaginó. Soy algo marrón en la mancha gris, azul, que viaja cada día en el metro. En cualquier metro.