Letras
El cuento póstumo

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A Horacio, quien no pudo contar su propia historia.

El cuentista levantó su rostro y miró a su alrededor. Quiso levantarse de su cama, pero no halló fuerzas suficientes en su maltratado cuerpo.

Hace días tiene una idea: Antes de ser recluido nuevamente en el hospital, compró un pequeño frasco de extraño contenido y lo guarda celosamente entre sus ropas. El cáncer lo está devorando lentamente... y nadie le ha visitado, ni sus hijos ni esposa... Su vida siempre estuvo enmarcada en el fatalismo y la frustración de no poder adaptarse al medio ni integrarse a los cenáculos literarios que le vieron crecer y declinarse sin remedio alguno. Todos le han dado la espalda y ya nadie respeta su genio ni su esfuerzo.

Ese hombre está solo, y en lo más remoto de sus culpas, cree ver a amigos que entran y salen… Pero no ve a nadie realmente. Está solo... Solo...

Postrado en su cama, después de una noche de insomnio, recuerda al Río Uruguay, y sonríe de alucinada felicidad al jugar con su padre en Misiones.

—¡Piapia! —grita con vehemente somnolencia.

—¡Chiquito! —murmura el padre.

Y torpemente, se tumba sobre la arena albeante, rodeando con sus brazos las piernas de su hijo.

—¡Chiquito, no estés triste! —implora con ternura y el niño no alcanza a decir nada, pues, en ese preciso instante de la tierra emergió desafiante, una enorme escopeta, que furtiva dejó escapar de su cañón a una enorme Yaracasú, quien con una rápida mordedura, cegó la vida de su padre.

—¡Piapia! —grita el niño mientras lo ve morir... ¡Pero con mayor insania, ve a un segundo hombre, paralítico y consternado, tratando de accionar una escopeta con los pies! El cuentista quiere detenerlo; pero la Yaracasú no lo deja pasar.

La sierpe lo observa taciturna, amenazante..., engreída… Es justo allí y ante los desorbitados ojos del cuentista, que el hombre logra accionar el gatillo y la escopeta escupe su fatal mensaje de muerte... ¡Cuánto dolor e impotencia hay en el corazón del cuentista! Quisiera matar a la sierpe infernal, pero tiene miedo... ¡Mucho miedo!

Justo en ese momento de trivial desosiego, escucha una voz tras de sí:

—¡Horacio, ayúdame! —clamó la voz.

—¿Federico? —exclamó el cuentista al creer reconocer la voz de su amigo Federico Ferrando asesinado por miles de serpientes, que amenazantes, se le acercaban mientras el permanecía impotente al borde de un precipicio.

El cuentista trató de prestarle ayuda, pero la Yaracasú se lo impidió. Enardecido, tomó un leño del suelo y embistió a la sierpe con tal fuerza, que salió despedida por los aires como un tiro de revólver... ¡Pero, Oh, infame destino: la sierpe fue a caer justo al rostro de su amigo y lo hirió de muerte!...

El hombre con la serpiente enrollada en su rostro y sus brazos tratando de zafarse con instintivo dolor, se fue de espalda hacia el brumoso precipicio.

Ahora, el cuentista está llorando de pena reprimida y la culpa es un puñal que se clava en su corazón con insistente porfía.

 

Ha vuelto a la realidad: está postrado en la cama del hospital... Levanta la vista y cree ver a otros pacientes recluidos en el mismo cuarto. Creer reconocer a uno de ellos... ¡Es su esposa! Su esposa, que se ha envenenado por haber leído sus cuentos de amor, de locura y de muerte... El cuentista gritó de impotencia y queriendo enmendar sus errores ante la inminente muerte de su esposa, deseó volver atrás. Él sabe que va a morir... ¿Pero cómo evitarlo? ¿Cómo? La culpa se acrecentaba cuando ella deja de respirar y el cuentista se sume en un “tormentoso mutismo”.

El hombre, de mirada enfermiza y esquizofrénica, sabe lo que tiene que hacer: el frasco de extraño contenido es la solución... Sabe que está solo y que nadie se interesa por él. Sus hijos y su segunda esposa lo han abandonado. Todos le menosprecian y parecen olvidarle...

Ahora, con el pequeño frasco entre sus dedos, tiembla de manera imperceptible pero creciente. Suda copiosamente y su mirada se torna más profunda, taciturna... Destapa el frasco con inusitada vehemencia y lo pasa por su nariz como para reconocer el olor, olor mismo, que le produce un edulcorante placer, un gozo exultante impregno de morbo...

Sus manos tiemblan de manera incontrolable y su mirada aún permanece fija... Tiene sed... Mucha sed... ¡pero no beberá del contenido del frasco tan fácilmente!

Desde hace días lo ha estado observando vacilante...

Ya tiene la boca del frasco sobre sus labios inquietos. Aún hay tiempo de volver atrás... ¿O es que a veces es mejor morir para nacer realmente? Ahora, el líquido irrumpe con fuerza sobre sus labios y choca con sus dientes. Aún esta en la boca... ¡Hay tiempo de escupirlo! El extraño líquido es de un sabor amargo llameante… ¿O de un dulce subyugante?

El líquido trata de caer; pero el hombre lo retiene... Está a punto de resbalar por la garganta; pero el hombre no lo permite... Parece quemar su paladar durante eternas horas, y aún no hay pasado un segundo... El hombre está dudando; pero esto va a cambiar, pues, el líquido retenido se deja caer hasta lo más profundo de sus entrañas. Ardiente, se desplaza amenazante por la tráquea del hombre, pasa por el esófago y llega hasta su delicado estómago.

El cuentista dejó caer el frasco y se llevó una mano al cuello tosiendo secamente; la otra mano, la llevó hasta su ardiente estómago. Sintió una sensación de tirante abultamiento, y de pronto, dos o tres fulgurantes puntadas como relámpagos, irradiaron desde su estómago hasta su ingle y su tórax.

Se retorcía con dificultad sobre la cama, y una trivial sequedad en la garganta le arrancó un terrible juramento... Sentía el tronco como un bloque deforme y duro que reventaba la camisa, y como para amainar la dolorosa sensación, trató de acurrucarse con fuerza, presionándose para vencer su agonía.

Apenas habían pasado unos segundos y ya parecían siglos. Recordó a su esposa y a sus hijos... Recordó a la selva de Misiones, y, nostálgico, lloró la pena de sentirse fracasado como padre y como esposo (aunque como cuentista fue un genio).

Tuvo un siniestro escalofrío y se sintió de pronto entrañablemente aliviado. El tronco y la garganta apenas le dolían y ya no sentía sed... Amainó la tos y el aire que respiraba le pareció tan puro y sugestivo...

Recordaba a su tortuga gigante sobre el almohadón de plumas, a la gallina degollada en una estación de amor turbio. Una fantasía nerviosa se apoderó de el en un desierto con techo inmenso, y se sentía navegar sobre la Paraná, cuando la corriente lo arrastraba hacia una cámara oscura... Su vista se nubló, y sintió que tal vez era porque entraba en ese túnel de oscuro nihilismo... Sentía una edulcorante somnolencia impregna de inventados recuerdos...

Más allá de cualquier selva..., de cualquier infierno terrenal, hay un reino oculto en el mundo en el mundo de las sombras..., donde hay luz... Luz... Atrás dejaba el genio creador..., al perfecto cuentista...

De pronto se sintió helado y lívido hasta la garganta. ¿En qué fecha estaba? ¿En que mes?...

—Marzo… —recordó.

El cuentista dejó caer un brazo de la cama.

—Diez y ocho... —se dijo.

Y cesó de respirar.