Entrevistas
Rubén Bonifaz Nuño y Aguascalientes

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Primero que nada quisiera decir que estoy muy agradecido con Aguascalientes, porque yo estaba lleno de dudas sobre mis posibilidades literarias, y en esa ciudad se empeñaron en demostrarme que yo era buen escritor.

En 1945, cuando tenía 21 años, concursé en los Juegos Florales que se organizaban año con año en abril en la ciudad de Aguascalientes coincidiendo con la Feria de San Marcos. Ese año gané el cuarto premio, un accésit al primer tema, y fue el motivo que me llevó a esa ciudad. Sacó el primer premio Antonio Esparza, poeta poblano, excelente versificador, quien después publicó un solo libro. Ganó el segundo Jesús Reyes Ruiz, que era muy buen poeta, fuerte en escribir poesía cívica, y el tercero fue para Miguel Álvarez Acosta, poeta muy bueno, quien sólo publicaría también después un bello libro (Nave de rosas antiguas) en Cuadernos Americanos. Con Reyes Ruiz y Álvarez Acosta hice una inmediata gran amistad. Gané los Juegos Florales de Aguascalientes en 1946, 1947, 1950 y 1958.

Acción ritual de las reinas de los Juegos Florales era, después de entregar los premios a los poetas triunfadores, darles a besar su mano.

La reina de la feria en 1946 era una joven llamada Alma Tiscareño y en 1950 otra llamada Haydeé Romero. Eran bellezas deslumbrantes.

En aquel 1945 conocí a grandes maestros que me orientaron toda la vida. Me fue importantísimo Agustín Yáñez, quien escribió una página definitiva para mí en su revista Occidente, en el número de septiembre-octubre de ese año. En ella describe el largo viaje en ferrocarril a San Luis Potosí, luego en coche a Aguascalientes, y los días que permanecimos en esta ciudad. Recordaba, por ejemplo, cómo me paseaba solo por las calles y jardines solitarios y parecía hablar conmigo mismo; que tomaba y tomaba notas en un cuaderno, pero lo que más le impresionó fue cuando subí al proscenio del teatro a decir mis versos, y el contraste que había entre mi forma de decir versos con la de los otros poetas, excelentes declamadores, el cual contraste “era mayúsculo”. Con afectuosa generosidad que entonces yo pensé que era justicia decía, lo recuerdo de memoria, que en el momento en que yo recitaba le parecía estar frente a un iluminado en momentos de liberación, ajeno a toda circunstancia; que más que un hombre de carne y hueso parecía un fantasma inmóvil, que dejaba el espacio a la pura poesía, y ésta cobraba fuerzas mágicas, vibraciones y resonancias de misterio. Yáñez me haría asimismo muchos años más tarde el honor de contestarme el discurso cuando entré en la Academia Mexicana de la Lengua.

Conocí también (formó parte del jurado) a Gabriel Méndez Plancarte, quien en una hora me dio una espléndida lección de todo lo que es posible saber sobre cómo escribir un soneto. En mi vanidad, en mi torpeza, le pregunté en el hotel París, donde nos hospedábamos jurados y premiados durante una semana, por qué razón le daban el primer premio a Antonio Esparza, si sólo mandó tres sonetos, y a mí, que mandé diez, me otorgaban el cuarto. “Porque los sonetos de Esparza están bien hechos”, me contestó. Méndez Plancarte me explicó, entre otras cosas, que en los versos de los sonetos de Esparza no había asonancias internas, ni versos terminados en agudas, ni eran asonantes las rimas de tercetos y cuartetos. Tan bien aprendí la lección, que al año siguiente, 1946, mandé a los Juegos Florales tres poemas, en sonetos la mayor parte. Por mis tres poemas me dieron los tres primeros premios, pero como era excesivo, el segundo y el tercero los agruparon en el segundo, y el tercer premio se lo dieron a Álvarez Acosta. En esa ocasión tuve el supremo deleite de besar dos veces la mano de Alma Tiscareño, que me impuso los dos premios: la Flor de Oro del primero, y una placa de oro y plata por el segundo.

Uno de esos días de abril de 1945 llegó a sentarse Antonio Castro Leal a una mesa del café o restorán del Hotel París. Estaban Agustín Yáñez, Gabriel Méndez Plancarte, Carlos Pellicer, los poetas premiados, Fanny Anitúa y su discípula Oralia Domínguez, de quien por cierto estuve enamorado sin que ella lo supiera. Alguien empezó a leer uno de mis poemas de La muerte del ángel, el poema que me posibilitó el accésit a los premios. Castro Leal se fijó en una estrofa, la cual mereció su elogio. Pellicer me dijo: “Muchachito, usted ha recibido un elogio de Antonio Castro Leal; guárdelo en su corazón”. Y lo he guardado tanto, que en este momento, 62 años después, se lo estoy diciendo. En aquellos años de los cuarenta los jurados eran muy distinguidos. Nada más piense lo que era ser premiado por Carlos Pellicer, Antonio Castro Leal, Xavier Villaurrutia, José Gorostiza, Jaime Torres Bodet, Julio Jiménez Rueda o Agustín Yáñez.

“Fuego de pobres”, de Rubén Bonifaz NuñoAguascalientes era una ciudad preciosa. En aquel 1945 las caminatas las hacía solo porque en ese tiempo yo no tenía amigos allí, ni nadie me conocía. Mi camino era del Hotel París, situado en Plaza de Armas, siguiendo la calle, que me dice usted que se llama Venustiano Carranza, y que llevaba al Jardín de San Marcos. Aún recuerdo las gigantescas pilastras de piedra rosada y el jardín que entonces —no sé ahora— estaba sembrado en su mayoría de rosales. En el jardín me pasaba las horas.

En días de la feria había corridas de toros, peleas de gallos, espectáculos de palenque y todo tipo de juegos de apuestas. Una vez, con Agustín Yáñez, estábamos viendo una pelea de gallos, y se acercaron unas niñas religiosas. Le pregunté a Yáñez, pretendiendo ser bromista: “¿Y también ellas van a pelear?”, y él muy serio me contestó: “No, vienen a pedir dinero para su convento”.

En abril se llenaba de puestos el exterior del Jardín de San Marcos. En ese tiempo los homosexuales no se lucían como ahora. A un lado del jardín había dos puestos de enchiladas manejados por jotos y las gentes decían con curiosidad: “Vamos a verlos”.

En 1946 el ambiente me fue más familiar. Ya tenía buenos amigos, como el famoso tipógrafo y grabador Francisco Díaz de León, y los poetas Jesús Reyes Ruiz, Miguel Álvarez Acosta y Pedro Caffarel Peralta. Mis amigos poetas ganaban todos los concursos, y cuando participaba yo, se conformaban a veces con los segundos premios. Caminaba con ellos y saludábamos a todo mundo. Pude, en la calle, estrechar la mano de grandes toreros como Alfonso Ramírez, el Calesero, y Rafael Rodríguez, el Ciclón de Aguascalientes. En mis idas a esa ciudad sólo asistí a dos corridas de toros: en una actuó Luis Procuna y en la otra Rafael Rodríguez.

¿Me pregunta si advertí con los años cambios físicos en la ciudad? Recuerdo uno fundamental: en 1945, la catedral tenía una sola torre; al año siguiente la segunda estaba construida a la mitad y en 1950 ya estaba terminada. Pero el Jardín de San Marcos siguió siendo, hasta 1958 cuando gané mis últimos juegos florales, el jardín maravilloso de siempre, y el barrio de El Encino el lugar donde paseaba con los amigos, especialmente con Francisco Díaz de León. Don Francisco era tan conocido en Aguascalientes, lugar de su nacimiento, que los mariachis cantaban canciones en su nombre. Recuerdo una cuarteta: “Por el barrio de El Encino / va don Pancho Díaz de León, / entonando sus canciones / y tocando su acordeón”. Díaz de León, como grabador, ganó el Premio Nacional de Artes; me hizo la distinción de diseñar tipográficamente años después la primera edición de El manto y la corona. En la ciudad, entre los organizadores de los Juegos Florales, conocí también a otro gran señor. Se llamaba Alejandro Topete del Valle, quien creó el escudo de Aguascalientes, gracias a que ganó el concurso convocado con esa finalidad. No sé si fue en 1946.

Recuerdo también como algo muy emocionante los domingos en Plaza de Armas cuando los muchachos y las muchachas caminaban en sentido contrario, muy despacio, alrededor de la plaza.

Como ya dije volví a ganar en 1947 y 1950. Luego, en 1958, cuando se cumplieron los 25 años de esos Juegos Florales, convocaron a un concurso especial en el cual entrarían los poetas laureados en tales años; participé, por cierto, y lo gané, con un poema de El manto y la corona. Eran tan bien dotados los premios de los Juegos Florales (no sólo en Aguascalientes) que yo viví algunos años gracias a lo que en ellos ganaba. En ese tiempo era un dineral. Por decirle, en 1946, cuando me dieron los dos primeros premios gané 2.500 pesos. Al enterarse mi padre de eso, se asombró, porque nunca en su vida vio 2.500 pesos juntos. Él era telegrafista y su sueldo debía ser de 150 pesos mensuales; con eso debió mantener a toda la familia. En 1950 gané en Aguascalientes 2.000 pesos.

Era yo invenciblemente tímido. Me tortura y me avergüenza recordarlo. Alma Tiscareño, la reina de 1946, trabajaba —no sé si exista aún— en un lugar llamado La Casa de Vidrio. Ella me citó en su trabajo, y de puro miedo, no fui. En una ocasión en 1950 Haydeé Romero iba caminando sola por una de las calles de Aguascalientes, y yo empecé a seguirla, ella caminó más lentamente, tal vez para que yo la alcanzara. No me atreví a hacerlo. La seguí hasta su casa. En esa edad sufría ya indeciblemente por las mujeres.

Desde 1958 no he vuelto a Aguascalientes. Sin embargo puedo decirle otra vez abiertamente que si soy poeta se lo debo a esa ciudad. Si no me hubieran premiado, si Yáñez no hubiera escrito esa página que me tocó el alma, me hubiera dedicado a otra cosa, quizá a ser abogado, para lo que estudié. Tuve una juventud desdichada pero Aguascalientes fue la felicidad de esa juventud.