Letras
El río

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Para Carlos Cela.

—¿Cecilia? Voy a dar una vuelta —dijo el hombre.

Cecilia lo miró desde la hamaca en la que estaba recostada, bajó el libro un momento y asintió.

Julio abrió el gran portón de hierro y salió al bosque. No le gustaban los domingos con amigos en la casa de campo durante los veranos. Las charlas cada vez más frecuentes acerca de la comida y los hijos, y luego, esa costumbre que tenía Cecilia de hablar poco, y de recluirse a su hamaca en el momento menos pensado, mientras las parejas jugaban a las cartas después de la siesta.

Julio buscó en el suelo entre las hojas y eligió un palo que usaría para caminar por el sendero que llevaba a la cascada. Cuando empezó el trayecto se sentía molesto y hostil. La noche anterior había tenido una discusión con Cecilia. Al levantarse ella le había pedido perdón. Sin embargo Julio no había podido borrar de su mente la mezcla de vergüenza y dolor que le habían provocado las palabras. Ahora, mientras caminaba, parecía que se le iban destilando lentamente en la sangre, y no fue hasta que hubo avanzado un buen tramo que logró dejar de pensar.

Se detuvo para quitarle al palo unas pequeñas ramas que salían del tronco principal. Le hubiera gustado lijarlo, convertirlo en un objeto acabado para la larga caminata que le esperaba. Pero eso no era posible. Se conformó con sacarle las ramas, y cuando terminó sólo le preocupaba la idea de que los otros se cansaran de las cartas y decidieran seguirlo.

En una curva del sendero tropezó con una piedra: la apartó con el bastón y levantó la vista: la cascada no estaba muy lejos, pero antes había que cruzar dos veces el río. Alguien, una vez, había dicho aquella frase famosa. “Nadie se baña dos veces en el mismo río”.

Siguió avanzando. Había llovido el día anterior y el terreno estaba mojado, pero había un extraño placer físico en la humedad, muy distinto del que sentía cuando estaba en la ciudad. La ciudad era para él un ámbito necesario, pero si le hubieran dado a elegir se hubiera quedado con el bosque.

Julio siguió el sendero por la derecha y llegó al río. Pensó en su padre, al que le gustaba pescar en medio del agua. Luego dejó el bastón y se quitó los zapatos. Sus pies desnudos tocaron la tierra y las hojas mojadas, y emprendió el camino al otro lado de la orilla. El agua estaba helada. Vio un grupo de lucios nadando juntos a toda velocidad. Cuando llegó volvió a pisar tierra y hojas mojadas y se puso los zapatos. Apoyándose en el palo, subió la pequeña cuesta que lo separaba del sendero y siguió el camino. Sin embargo no estaba ansioso por llegar al siguiente cruce, porque seguramente estarían ahí las mujeres de los pueblos vecinos, recogiendo el agua azufrada que salía de un caño entre las rocas, y prefirió desviar el camino para cruzar el río más adelante.

Y Cecilia, desde su hamaca y con el libro en la mano, decidió que si había creído escuchar a su marido masturbándose durante la noche no era porque de verdad hubiera sucedido, sino porque a veces, cuando dormía con él, soñaba con él.

De modo que Julio se desvió por el atajo de detrás de la sierra. La lejanía cada vez mayor de la casa y de la gente lo hacía sentir aliviado y libre. Creyó que las diferencias entre él y los amigos, entre él y Cecilia, se hacían cada vez más profundas y evidentes. Tanto que fantaseó con la idea de perderse en el bosque, de caminar sin descanso y no volver esa noche. Dormir en una cueva, tal vez, y sólo por la mañana pensar en el regreso. Pero no había llevado agua ni tampoco comida.

Al pasar una curva del sendero a Julio le pareció oír el rumor de la cascada.

Recordó que una vez hacía años, cuando acababan de comprar la casa, había recorrido la misma desviación del sendero para bañarse en el río con Cecilia, y antes de llegar habían hecho el amor entre los árboles. Sólo que ahora, desde hacía tiempo, ya no sentía ganas de acostarse con ella, y en lugar del deseo entre los dos se había instalado esa indiferencia que aparecía cuando la observaba durante un rato, como si dejara de conocerla o nunca la hubiera conocido. Y si bien creía que su vida podría seguir exactamente igual sin ella, también era cierto que lo invadía una asombrada tristeza cuando pensaba en la separación.

(Sin embargo a veces sospechaba que era el hecho de encontrarse tan armónicamente vacío y no la idea del divorcio lo que le dolía, y al mismo tiempo lo que le daba la confirmación de que estaba envejeciendo).

Se sentó unos momentos al costado del camino, sobre una roca. No tenía hambre, pero empezaba a sentir un poco de sed. Recostó la cabeza sobre el tronco de un árbol y respiró el olor a tierra. Desde donde estaba podía ver el oscuro margen del monte, una forma desdibujada y rodeada de nubes.

Nunca había creído que la juventud pasara tan rápidamente como se lo habían advertido los adultos en su adolescencia, y resultaba que así era. De pronto ya no se era joven. De pronto se empezaba a tener miedo, y sentir se convertía en una tarea cada vez más difícil.

Recordó a su padre en medio de las aguas turbulentas, peleándose con el río y con los peces, o tal vez con él mismo —porque viéndolo, uno nunca podía saberlo.

Un día que Julio lo había acompañado a pescar, en el descanso que habían hecho para el almuerzo, el padre le había dicho:

—¿Sabés? Ya no siento deseo por ninguna mujer. Es lo bueno de ser viejo: que uno por fin está tranquilo.

A Julio el comentario le había parecido triste. El padre había sonreído.

Julio se apoyó en el palo para levantarse y continuó. Pensó en llegar rápido al siguiente cruce del río para poder tomar un poco de agua, pero no aceleró el paso sino que siguió lento, y cuando vio el agua corriendo allá abajo se detuvo en medio de los árboles y tuvo el deseo ingenuo de que todo volviera a ser como antes.

Y Cecilia, desde su hamaca y con el libro en la mano, decidió aferrarse a la creencia de que no todo estaba perdido, de que si bien la apariencia de las cosas había cambiado el fondo seguía siendo el mismo, que todavía quedaban los gestos, la manera en que él le acariciaba distraídamente el pelo mientras tomaban sol, o la forma en que se abrazaba a ella algunas noches en la oscuridad de la cama.

Julio continuó el sendero hacia abajo, teniendo cuidado de no herirse con los arbustos de espinos. Se apoyaba en el palo y apartaba las ramas. De vez en cuando se resbalaba con las hojas húmedas.

Cuando llegó a la orilla se quitó los zapatos y las medias. Sus pies tocaron nuevamente la tierra y después el agua. Se inclinó para beber un poco. Vio su reflejo deforme pasar raudo por debajo del torrente. Después se paró y empezó a caminar. “Nadie se baña dos veces en el mismo río”, pensó. Sin embargo él lo estaba haciendo.

El cruce le resultó más difícil que el anterior. Por esa parte el río bajaba más turbulento, y se vio obligado a parar varias veces en el camino. Tuvo la sensación del agua helada en los tobillos que se le extendía por el resto del cuerpo, pero aun así logró mantener el equilibrio.

Subió por entre las piedras hasta el sendero. Sabía que si se acercaba un poco más podría oír el rumor de la cascada. Se sentía ansioso y excitado como un niño a punto de desarmar un reloj.

La ansiedad le provocaba un placer tan infantil que le dieron ganas de orinar, pero no lo hizo sino que siguió, por entre los árboles y más arriba, hasta que empezó a oír el ruido del agua. Entonces no pudo contenerse por más tiempo. Se desabrochó los pantalones y orinó sobre la tierra. Sintió parte de la tensión liberada, pero a la vez supo que no era suficiente. Ese contacto inicial de la mano con el sexo lo llevó a masturbarse.

En la naturaleza se sintió poderoso. Creyó que le volvía la voluntad, parte de la energía de la juventud. Creyó que le volvía el deseo y la inteligencia.

Tuvo el anhelo de inmensidades y planicies, pero a pesar de eso sintió que era el bosque lo que mejor se adecuaba a sí mismo.

De modo que lo derramó todo sobre la tierra, donde antes había derramado la orina, y luego cayó de rodillas, feliz, vencido por el calor.

 

“La vida de los relojes atenta contra la vida de los seres humanos”. Se le ocurrió de pronto, al mirar la hora, y pensó que si hubiera tenido un papel a mano lo hubiera escrito.

De rodillas sobre la tierra se quedó contemplando un enorme escarabajo azulado que volaba de flor en flor, igual que un pájaro. Lo miró largo rato, mientras pensaba cuán cierto era, qué rápido se acababa el tiempo de actuar y qué difícil le resultaba a veces recordar quién era, quién había querido ser.

Le costó unos momentos reaccionar y volver a emprender el camino, pero ahora se sentía más ligero. Tenía de antemano la sensación del agua en el cuerpo.

Retomando el sendero subió por la parte de piedras. El bastón no le era ya de ninguna utilidad, de manera que lo dejó, apoyado contra un árbol, para el momento en que tuviera que regresar.

Entre las piedras y con las ramas como techo el ambiente era fresco. La humedad se le metía en los huesos. Pero tenía tal deseo de libertad después del orgasmo que el camino no le pesaba. A pesar de que parecía volverse más difícil por momentos.

Cecilia, los amigos, no eran más que un recuerdo lejano, como si no los hubiera dejado esa mañana sino hacía días, tal vez meses.

Julio ponía toda su fuerza en sujetarse a las piedras. Resbaló dos veces lastimándose las rodillas, pero continuó. No quería pensar en el regreso sin haberse metido en el agua.

Entonces, de pronto, mientras buscaba dos huecos de tierra para apoyar los pies entre las rocas, vio en la distancia la figura de un caballo.

Se quedó quieto, contemplando al intruso. Era un caballo alazán, pero tenía las patas blancas, o al menos eso era lo que podía verse desde la distancia.

Julio se acercó un poco, haciéndose lugar entre las rocas, y el caballo dio unos pasos hacia atrás. Se preguntó cómo habría llegado el animal al bosque, porque había demasiadas piedras en esa parte de la sierra. Hizo un nuevo intento por acercarse: esta vez el caballo se quedó quieto. El hombre arrancó unas hierbas que crecían entre los árboles y extendió la mano.

El caballo olfateó el aire. Mientras tanto, Julio avanzó con el manojo de pasto, caminando lentamente en cuclillas entre las rocas. El animal no se movió. El hombre logró llegar a un metro de él. Vio la estrella blanca que tenía en la frente. Vio una costra redonda y grisácea en una de las patas delanteras y también rasguños de sangre. Le extendió el pasto, pero el caballo se alejó al trote. Julio se quedó observando la figura que se hacía cada vez menos nítida. Luego tiró las hierbas y se sacudió las manos.

Se quedó todavía unos momentos agachado entre las rocas, sorprendido del encuentro, de la habilidad del caballo para esquivar las piedras. Después se levantó.

“La vida de los relojes atenta contra la vida de los seres humanos”, volvió a pensar. Quiso seguir, pero no se decidía a continuar subiendo. De vez en cuando miraba a izquierda y derecha por si aparecía el caballo o lo veía a lo lejos. Pero el caballo ya no estaba.

Por fin, quedó convencido. Volvió a caminar entre las rocas. Sólo un poco más arriba, detrás de la piedra más grande que ocupaba el lugar en lo alto del camino, divisó la cascada. Era como un chorro que surgía de entre las piedras, y abajo, donde caía, estaba la zona estancada del río, el punto donde habían ido a bañarse con Cecilia aquella vez, después de hacer el amor. A veces se sentía extranjero de sí mismo cuando pensaba en el pasado. A veces, de pronto, lo invadía una dolorosa sorpresa, que era la nostalgia de lo que podía haber sido.

Se preguntó si sería verdad lo que decía su padre, que cuando uno envejece está tranquilo por fin, pero no fue capaz de creerlo.

Bajó por la cuesta de tierra ya sin piedras. Se sacó los zapatos, los pantalones, la camisa, el calzoncillo. Se acercó y tocó el agua con los pies. Una oleada de frío se le extendió por todo el cuerpo. Se metió un poco más adentro. Se quedó contemplando la cascada.

Le pareció que el agua era una de las pocas formas que tenía de olvidarse de sí mismo. Avanzó unos pasos hacia los remolinos.

Porque dónde se había quedado su manera de querer, las ganas de convertirse en un abogado un poco menos mediocre, ahora que tenía treinta y ocho años y se declaraba vencido.

Dónde el sentido del humor y el don de la comprensión y del sexo.

¿Se habría agotado, acaso, su capacidad de dar? Entonces, quizás tampoco pudiera ya recibir nada.

Caminó hacia adentro en el río. Ahora el agua le llegaba a las rodillas. Movió las piernas para desentumecerlas. Sólo entonces tuvo el valor de zambullirse.

Sintió un dolor en la frente y creyó que se helaba. Los músculos se le pusieron rígidos como si se le hubieran acalambrado de golpe. Después sacó la cabeza y nadó acercándose a la cascada. Se detuvo unos metros antes. Había un poco más de profundidad, pero seguía tocando el fondo con los pies. La fuerza del agua creaba remolinos a su alrededor. Julio se mordió los labios. Movió las piernas y los brazos en círculo.

“La vida de los relojes atenta contra la vida de los seres humanos”, se dijo una vez más. Miró con odio el reloj en su muñeca izquierda.

Ahora podía alejarse del torrente o acercarse todavía un poco. Dio una brazada. Los oídos le dolían de frío, pero podía más la fascinación de estar tan cerca del agua, de ser por fin parte de algo como hacía mucho tiempo que no era.

Y Cecilia, desde su hamaca, pensó si tendría que ir a buscar a Julio o bien esperar. Después levantó la vista del libro y vio a los amigos que habían dejado las cartas y se habían quedado dormidos sobre el pasto, las caras y los brazos desnudos expuestos al sol.

Se incorporó para reunirse con ellos, pero una vez de pie no fue capaz de avanzar y volvió a sentarse, como si tuviera de pronto un cansancio mortal, en un lado de la hamaca.

Sumergido por completo en el agua Julio parecía haberse olvidado de todo lo que lo había hecho emprender el paseo por el bosque.

Se acercaba peligrosamente a la cascada. Ya no tocaba el fondo con los pies y sólo podía asomar la cabeza. Fue, probablemente, la primera vez que sintió que podía morirse. De pronto el corazón le latió fuerte y en el estómago se le apretó un dolor punzante. Movió los brazos al compás de los remolinos. Después le pareció escuchar al caballo relinchar muy cerca. Se volvió, pero no había nada. Siguió moviendo el cuerpo. Tenía los labios morados y el sexo entumecido. Con grandes esfuerzos nadó hacia fuera, intentando aferrarse a las piedras. Movió los brazos y las piernas con furia hasta que por fin salió, extenuado, y se sentó sobre una piedra al sol.

Poco a poco el nudo del estómago se fue haciendo menos intenso. Contempló las piedras, el chorro que caía inconmovible, más atrás las hojas y las ramas, el bosque por todas partes.

El caballo se había ido definitivamente. Escuchó los pájaros. Después se levantó con dificultad. Pensó en el palo: tenía que encontrarlo donde lo había dejado. Al volver, tarde en la noche cuando todos estuvieran dormidos, lo lijaría para dejarlo totalmente liso.