Letras
Dos cuentos

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Un cuento breve y de lo último

A Mladen Beg S. y Víctor Antonioni. Por el estilo

Si alguien me pidiera que escriba sobre las aguas como le pidió Antonioni a Beg ayudado por la cultura en Manrique que hable del mar y la lluvia asunto que de por sí me atrae nada más porque mi cuerpo se deshace de calor y sudo como si dijera a mares o a cántaros para revelar que la sensación también es sonora de la cual no podemos tener visiones sino audiciones y recuerdo que desde siempre surcaban los mares al principio para reconocer y conquistar y después para comerciar oro plata y otras bagatelas de las que pienso la más importante que cruzó los mares del oriente fue el sacrificio de la mariposa que nunca lo fue dejando su esencia en la seda de una pantaleta hecha canción de la pantaleta el jueves 22 de septiembre de mil novecientos noventa y cuatro que hombre o mujer bajaría metiendo los dedos pulgares aparatosamente quizás despojándola del erotismo más que de la prenda que luego por los años de Mary Quant también se metían al agua bellísimas muchachas a jugar con el mar que a veces de noche se iba superando los malecones y dejaba su huella noctámbula o bajamar poblada de jelly-fish y sirenas petrificadas para que al caminar desandando la nocturnidad de Cymru aprendiéramos de la nostalgia que dejaba un excelente alucinógeno que crece sobre las cagadas de vacas y cabras en los pastizales de las colinas que jamás se mojan pero puedes ver el mar a lo lejos con sus costas recortadas a cuchillo y presientes el viaje del norte con la lengua que se mezclaría con ésta e igualmente barcos llenos de cadáveres que aún no lo eran hasta ver la costa y no poder soltar amarras y bajar velas e intercambiar cultura y dioses de mitologías distintas porque ya se convertían en naufragio en el mar implacable que se lo tragaba todo ante la mirada atónita de quienes frente a la embarcación vikinga aguardaban letras para comunicarse y darle el nombre de Moskoe-strom con una violencia o ronquido de mar profundo que se revuelve sobre sí en un torbellino huracán que se traga su propio fin o se muerde la cabeza con la cola o al revés de la serpiente emplumada y el espejo humeante del otro lado del mar cuando supimos que los visitamos antes sin pena ni gloria y que ellos una vez se devolvieron asustados de ver tanto realismo mágico pegado a las paredes de rocas y bajo las aguas plagadas de perlas que no habían conocido galeones hundidos sino que sólo sabían de sus miserias de mar pobre o muy salino pero no había nacido hijo alguno de Homero un Ulises atado sin sirena que volvería a Ítaca y uno se quedaba con las ganas de poblar el mundo de viajeros que permanecieran años en una isla con Calipso y los Argonautas corriendo peligro porque navegar es preciso y vivir no para que las mujeres como Penélope pensaran eternamente de Medea que Jasón se lo merecía y pudieran relajar su angustia cosiendo y descosiendo la mortaja también de Aquiles con sus pies ligeros y de los fantasmas que suben de las aguas una vez encallados los restos de madera y las arcas vacías o saqueadas por los infames piratas que gracias a que no gustaban de iconos sonrosados la imaginería popular de nuestros países está llena de santos católicos apostólicos y románicos que no conocían el mar y tampoco tenían memoria porque escondían los libros o los quemaban en piras macabras que hacían al humo subir y amenazaba el fuego de Roma a la biblioteca de Alejandría en tiempos disímiles pero la historia como los poetas se repiten tanto que es mejor unirlo todo para saber que sabemos y la historia o Fidel Castro no nos van a excluir por ser figura principalísima de la tradición y aunque no haya puntos ni comas como se lo pediste a Juvenal y no a mí pero que ahora me acuerdo y les digo que es mi memoria también el agua es vida y el mar es memoria y uno se antepone a procesos inevitables en una actitud mítica reflejándose mientras nos ahogamos en los sargazos sin querer salvar del desastre en altamar a nadie que se parezca a la familia Robinson padres del incesto que se lo enseñaron ellos a los indios antes de que sucediera y por eso a veces el mar trae mucha basura consigo aparte de algas pero menos mal que los indios lo olvidaron fácilmente ocupadas sus mentes como estaban en el sacrificio humano y en los ídolos de piedra tamaño ultra gigante y el cocido o curanto debajo de la tierra con los vapores de rocas ígneas que arden aún bajo las aguas de un mar helado en la costa inimaginable de un país que está de brazo por el polo donde los pingüinos hablan porque es una reserva de parque nacional y aprender a leer y escribir está dentro del presupuesto de Wild Life desde la playa de Bush cruzando el desierto de la guerra incluidas las ciudades destruidas o inexistentes en el mar de arena hasta nuestros días y sabemos de buena fuente acuífera que el mundo también tiene intestinos y suele abandonarse en grandes arcadas líquidas o vómitos universales como les dio por llamarlo a los sabios del parlamento inglés y a los árbitros del Barsa mientras olvidamos que al mar le debemos haber sido el primer colchón para que la diosa tierra se acostara tan cansada aquella tarde cuyo sol perpendicularmente hería el ojo de un azteca sentado a pensar que la ciudad ya construida les había quedado mirando al norte y el sol sale por el este o sea por Chacao así que rompieron una brecha entre Galileo y los astros para imponer sus observaciones las cuales tarde pero en el mar de las ciencias físicas navegó viento en popa la teoría que dio origen al metrónomo que sonó en el naufragio del María Celeste mientras D’Vinci tocaba sin parar el piano en la medida que se hundían y la gente cree aún que únicamente nos hundimos en el agua cuando sé que hasta los ríos vivientes caen en vertical así sea describiendo puntos de polvo o piedras fósiles blancas como la luna y cuando quiera nos alcanza el agua hasta cubrirnos esta visión erótica e inventiva salada como el óxido de la sangre después que esa misma piedra blanca me golpea y creo que estoy viendo un naufragio colorido un buzo unos peces dorados un baulito de plástico mientras el hijo de puta que destroza mi casa mete mi cabeza en la pecera y debe ser que me voy a morir porque mi vida pasa tan rápido que me parece que ya se las conté.

 

Un cuento en las montañas escarpadas

La camioneta roja cruzó frente a la única gasolinera a 160 kilómetros por hora. Era una línea cortando las montañas en el fondo con tono crepuscular. Lou sonrió al verla. Tenía una mano en el gatillo que clicaba sonoro dentro del tanque de su Sky Lark 62’ y la otra sujetaba un cigarrillo dentro de su boca. Siguió el curso del vehículo con la mirada, girando el cuerpo, como un vaquero. Apuntó con la pistola de la manguera y dos chorros golpearon el vidrio. ¡Bang, bang! Se sacó el cigarrillo y lo arrojó dentro de la vieja bomba de gasolina. Hizo el gesto de una enorme explosión, saltando hacia atrás y su carcajada resonó con eco en el vacío e inhóspito paraje.

Desde la capital hasta las montañas, Alma y Thea habían cruzado tres estados, iban a los Andes a disfrutar del aire libre, la nieve y la soledad. Se conocieron en el hospital, mientras Alma se recuperaba de un accidente de auto. Thea, solícita comprendió que el corazón de una mujer es más vulnerable ante la visión de su propia tragedia. Mostrando su mejor lado, fue el pilar para borrar los malos recuerdos y lo mejor que pudo ocurrirle a ambas fue iniciar aquella amistad.

El paisaje cruzaba a toda velocidad ante sus ojos, las cumbres de los cerros cubiertas de nieve y las amplias praderas y bosques orquestaban el ánimo más allá de una contemplación pasiva del entorno, involucrándolas en algo así como un secreto obsequio de la naturaleza para su goce. Las dos reían y hablaban de todo cuanto llamara su atención. Alma cantaba una canción para su amiga justo en el momento que pasaron rasantes frente a la última estación de servicios, la cual, vieja y destartalada, ni siquiera apareció digna de ser vista.

El invierno cerraba la tarde con una oscuridad que tapizaba el cielo como una cortina. Las densas nubes dibujaban ciudades en el fondo del horizonte, y el frío erizaba las puntas de los senos.

Thea le confesó a Alma que hacía rato no veía una estación y que la gasolina de la camioneta estaba cerca de la reserva del tanque. El ligero sueño que había disfrutado no la salvó del sobresalto que tuvo al enterarse. “¿Pero estamos cerca, no es cierto?”, preguntó angustiada. Thea, que no le seguía, no respondió. Miraba por el retrovisor las luces de un auto, que subían y bajaban sin ritmo. Se orilló en el hombrillo. Alma se impacientó. “¿Qué ocurre, Thea, por qué te detienes?”. Era el primer auto que veía desde hacía dos horas. “Espérame, bajaré a hablarle”. Muy decidida, característica usual en ella, Thea descendió del auto, subió el cuello de su chaqueta y volvió a meter medio cuerpo para tomar los Marlboros del panel. Encendió uno, aspiró una bocanada y terminó de salir.

Con las luces acribillando el vidrio trasero, aunque bajas, encandilaron a Alma, quien no podía ver nada en esos minutos que le parecieron siglos.

Sintió al rato el sonido de las llaves y el desgonce de la tapa del combustible. De espaldas a su ventanilla, Alma saltó cuando sobre el vidrio retumbó el toc toc de unos nudillos.

Bajó apenas un tercio del cristal. Lou sonreía de lado, con un cigarro arrugado y sin fuego entre la comisura de los labios.

—Hola, bonita, bonita —dijo Lou con voz cascada—. ¿Qué bueno verme, eh?

Alma, sin prisa, asintió con la cabeza. No dijo nada. Cruzó sus brazos, y por el espejo de afuera vio la espalda del hombre desaparecer tras la camioneta.

Mérida se revelaba en una silueta con picos y mesetas, al frente, subiendo las colinas estaba la cabaña a donde Thea la llevaba por primera vez, a tomar un descanso juntas.

Ya instaladas, sin permitir Thea que Alma moviera un dedo o gastara un ápice de su energía, había dispuesto las cosas ordenadamente y un olor a aceite de pino invadía su olfato casi hasta marearla. El fuego ardía ya en la chimenea y Thea sobre el escalón atizaba el fuego con un garfio del siglo XVII. Alma se dirigió detrás del mesón de la cocina, colocó unas copas y las llenó de vino tinto. La cabaña comenzaba a calentarse por secciones, las habitaciones oscuras rezumaban la humedad patética del frío glaciar instalado en sus paredes. Cerca del fuego, la luz opaca atravesaba el humo concentrado en su afán de colarse hasta arriba. Alma le entregó una copa a Thea y se sentó junto a ella. El aparatoso silencio de la casa en el medio de las colinas aturdía su cabeza, acostumbrada al ruido de la ciudad. Creyó por un momento que no lo iba a soportar. Sumida en un estado de pánico pasajero, ahuyentó sus pensamientos y se dispuso a tener una excelente velada.

Thea era alta, sus cabellos estaban recogidos en una cola debajo de un gorro que enmarcaba su rostro haciéndolo parecer casi el de una niña. Frente al fuego, la mitad de su cara se velaba en las sombras y tomaba matices de alguien irreal. Alma se reflejaba en ángulo, destellando su propia luz, y espantaba las sombras hacia los rincones de la casa. Una frente a la otra, ocuparon el centro de la escena teatral. Sus manos se acercaron sin preámbulos. Siguieron sus caras que se juntaron para besarse abiertamente las bocas, jugando con sus lenguas, se excitaban con caricias concertadas por el tenue sonido de la madera al crujir. Thea desvistió a Alma lentamente y permitió ser desnudada a tientas, con desesperación ante la inminencia de la piel, tan cubierta de ropas. Alma se recostó sobre la alfombra, estirando sus brazos por encima de su cabeza, mostrándole a Thea una visión grandiosa. Se arrojó contra sus pechos, y mordisqueaba la fruta de sus pezones rosados. Lamía y recogía su saliva cambiando la caricia de un modo casi imperceptible. Alma gemía a ratos, tocaba los cabellos sueltos ahora, que caían sobre ella. Atrayendo la cara de su amiga hasta su boca, se daban las lenguas sacándola fuera de los labios, mirándolas hacer su incursión apasionada. El cuerpo de Thea ardía y se balanceaba suavemente buscando la manera cómo calzar perfecto sobre Alma. Ella la recibió abrazándola con piernas y brazos, tocando su espalda arqueada al contacto de las palmas frías. Los besos eran cada vez menos prolongados, en su desesperación de comerse los labios, la lengua. Los sexos abiertos a contraluz se calentaban y sentían cómo resbalaban las gotas tibias por sus labios, hasta abajo, cayendo y describiendo una línea en la delicada piel del interior de los muslos blancos. Thea jadeaba y trataba de decir que no soportaría mucho más la presión en su sexo. Alma se incorporó sobre su codo, dándole una pequeña vuelta sobre su cuerpo penetró hondamente con sus dedos, sintiendo las paredes húmedas y estrechas de su sexo. Thea se tensó como un arco, podía salir música desde su posición en el espacio. Alma pedía más. Quería entrar superando el alcance de los dedos, empujaba con vehemencia, y acercó su boca al clítoris expuesto de su amante. Allí la caricia se excedió hasta los gritos. Succionó primero lenta y suavemente, disfrutando el tenerlo mojado dentro de su boca ávida, después mordía con desenfreno hasta llevarla al borde del orgasmo. Thea la empujó ante la inminencia de su venida. Y cambiaron de posición. Colocó a Alma de espaldas hacia ella, separó sus brazos y piernas mientras recorría su cuerpo desde el cabello hasta el culo. Una actitud un tanto agresiva, impuesta, pero que desmadejaba la voluntad de Alma, hasta el punto de pensar que si no hacía algo contundente en los próximos segundos, su paroxismo desbordaría la magia y comenzaría a exigirle a voces que la tomara. Deseaba sentir su lengua dentro, y luego sus dedos, mientras, estaba tocándola por delante con destreza. Sus brazos se agitaban hacia atrás, pegándose al cuerpo de Thea quien la embestía con estilo y a cada movimiento, una oleada de placer la recorría desde todos los puntos culminantes de su cuerpo que desconocía ya, abrumada por un orgasmo violento, que la hizo gritar y gemir como una mítica sirena. Al caer sobre la alfombra, Thea la volvió hacia sí, y colocando el sexo abierto sobre sus labios se movió aprisa en círculos hasta que su orgasmo se derramó bañándola hasta el cuello.

Afuera, en el frío, Lou resoplaba sobre la ventana, empañándola y limpiándola con el revés de su guante izquierdo. La otra mano masturbaba su miembro erecto hasta resumir en vapor la calentura de su eyaculación, la cual fue a parar de lleno en el cristal. No se preocupó por limpiarlo. Al día siguiente, Thea, su vecina favorita, lo haría. No era la primera vez que ella pagaba 20 litros de gasolina con un excelente espectáculo.