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Día de cumpleaños

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Chola, te decían de cariño mamá, tus hermanos, tu abuelita la Mamama. Feliz día Cholita, muá, desperézate, vamos al mercado, la Mamama nos está esperando. Mamá Tere te acarició las mejillas rosadas, las mechas revueltas, te sonrió y tú, como un espejo, devolviste la sonrisa. Mmmm, no, tu vocecita. Hiciste una mueca engreída, levantaste los brazos, los codos doblados, un hombro más alto que el otro, sonrisa, puños y ojos cerrados, un bostezo chiquito. Qué sueño. Hoy no mami, anda tú nomás. ¿Pero no querías comprar tela para coserle trajes a las muñecas? Mmmm, sí pero ahora no. Otro día, mami, ¿ya? Sus ojos te adoraron, sus labios se estiraron en su amplitud, luego se abrieron para mostrar los dientes blancos y enormes, igualitos a los tuyos, de coneja. Ociosa, ya pues, estaré de vuelta a las doce, doce y media. Ya mami. ¿Pollo frito ya? ¿Otra vez? ¿No quieres mejor un seco de pollo Cholita? No pues mami, pollo frito, ¿sí? No te pudo decir que no. Sus labios tibios se abultaron en una trompita y tocaron tu frente. Sentiste su respiración caliente correr sobre tu piel, reconociste su olor, el de mamá. Te sentiste protegida, engreída, con sueño. Mmmm. Mami te quiero mucho, dijiste, un murmullo apenas audible, casi sólo para ti. Ella te escuchó y acarició tu pelo: la derretiste. Con los ojos cerrados aferraste su mano y la estrujaste, sonriendo. Diste vuelta a tu cabeza y hundiste tu carita en la almohada que olía a tu champú de cereza. Mmmm, qué rico. Escuchaste los pasos de mamá, los tacos de sus zapatos favoritos, aquellos negros con hebilla, al golpear los escalones de madera, más lejos, en el primer piso, al golpear las losetas del piso de la sala, cuadrados crema y verde petróleo del comedor. Escuchaste el picaporte, la puerta, blam, se cerró, algunos autos en la calle, más lejano aun, un claxon monosílabo: tuut. Silencio. Tus largas pestañas oscuras descansaron sobre tus ojeras. Sueño. Tienes derecho, es tu doceavo cumpleaños, es sábado y no tienes que levantarte para ir al colegio. Ni tampoco al mercado. El calorcito de la media mañana te adormiló, te libraste de las cobijas de un tirón, te diste vuelta y te quedaste dormida otra vez, regalona. Tu bata de dormir es de franela blanca, motosa, con ramitos de flores amarillas y rosadas, puntitos violeta. Se te ha subido y tus muslos se refrescan librados del peso de las sábanas. El comienzo visible de tu trasero coqueto es un triángulo de ropa interior, abultado, ligeramente deprimido en el centro, que se asoma por debajo de tu bata pijama. A cada lado la carne forma un pliegue, un gordito, donde la cara posterior del muslo se encuentra con el final de la nalga. Es una imagen hermosa, llena de la belleza de mujer que comienza a aflorar en ti, pero tú no lo sabes. No lo sabes, como tampoco sabes que existen unos ojos asombrados que a través de la rendija de la puerta te están mirando.

Qué rica está Adelita, ha sacado culo. Piensas en ella, te la imaginas calatita, que le bajas el pantalón, la truza, que acunas tu rostro entre sus nalgas: se te para. Te tocas la trola, tus dedos juegan con tus huevos, estás como loco. Giras sobre tu cuerpo y te la acomodas en el calzoncillo de manera que la aplastes entre tu vientre y la almohada. Qué rico. Adelita, la almohada bajo tu vientre es su poto, te zamaqueas para un lado y para el otro, en medios giros, para arriba y para abajo. Te acaricias las nalgas pretendiendo que son las de ella; imaginas cómo ella siente tus manos en las suyas. Te tiene loco el deseo, ¿desde que tenías seis, cinco años? No lo sabes, no te acuerdas, sólo entiendes que ahora tienes diecisiete y te enloquece lo que traes entre las piernas, que no te da descanso, día y noche no piensas en otra cosa y nunca has tenido enamorada y no sabes cómo es el tacto de piel de mujer, excepto por aquella vez en que... pero eso no lo dirás, ni lo piensas, porque te da vergüenza. Eres tímido con las chicas, no te atreves. Había una que te gustaba en el colegio, se llamaba Pocha. Tenía las piernas bien formadas y usaba la falda de uniforme muy por encima de la rodilla. La espiabas todo el tiempo, te encantaban su poto firme y parado y sus piernas blancas y gruesas. Le mirabas las formas bajo su falda de colegiala y automáticamente se te ponía como carpa de circo. No sentías aprensión de ser visto porque creías que nadie en la clase pensaba en esas cosas. Nadie se daría cuenta porque solamente tú eras sucio. Una mañana de quinto de primaria la maestra salió por unos minutos, medio cuerpo fuera de la puerta, a conversar con la directora. El silencio fue reemplazado por un bullicio relajado. Pocha torció el cuerpo para conversar con una chica sentada detrás. Al girar, sus rodillas se separaron y elevaron, apuntando en dirección a ti, apenas a medio metro de tus ojos. Volteaste en el pupitre de a dos que compartías con ella y miraste hacia abajo. Te quedaste sin aliento, estremecido, tus ojos desmesuradamente fijos. Los muslos limpios y claros, las suaves caras interiores que nunca habías visto ni imaginado y mas allá, al fondo de ese mundo nuevo y fascinante estaba ese cuerpo abultado e imposible, prisionero del arnés blanco del calzón. Llegaste a distinguir un diseño de pequeñísimas flores transparentes en ese segundo de ausencia. Te gusta, ¿no? La voz de Pocha rompió la magia de ese instante con un tono de reproche. Levantaste la mirada y te encontraste con la de ella. Qué embarazo, no sabías qué decir. Te gusta, ¿no? La mueca de su cara forzaba una falsa sonrisa. Quisiste decir que no, pero no te atreviste, eras demasiado obvio. Sus ojos siguieron atenazando los tuyos, que volvieron a bajar, que no querían ser expulsados del paraíso. Apretó los labios, sus muslos se juntaron violentamente y con un chasquido de piel ocultaron el tesoro, consciente del castigo que eso constituía. Te siguió mirando por otro segundo, la barbilla adelantada en desafío, las rodillas firmemente ajustadas una contra la otra. Se enderezó sobre su asiento y ya no le hablaste más durante el resto del año escolar. Desde entonces les tuviste miedo a las chicas. Casi no les hablabas, excepto a las feítas, a las gorditas que eran amigas de todos. Al pasar por el patio delante de Pocha y sus amigas te parecía que callaban súbitamente y mirándote se decían cosas al oído, cubriendo la distancia entre la boca y la oreja con la mano, como si los secretos se fueran a escapar. Tú imaginabas lo que decían: mañoso. Le gusta. Ten cuidado con ese. Ya habían pasado más de cuatro años y estabas por terminar la secundaria y aún te morías de vergüenza. Pocha ya no estaba más pues te habían cambiado de colegio. Pero te quedó la sensación de vacío en el estómago, de ser sucio, de oler mal. Sólo andabas con chicos en la clase. Las chicas sólo eran objetos que deseabas, a quienes codiciabas con la mirada, tratabas de ganarte con un segundo de calzón expuesto, de muslo, cuando saltaban, cuando se sentaban descuidadamente y descubrían por un instante su intimidad. Tratabas de no ser visto. Pero dentro de ti sentías que nada había cambiado, la manera como te miraban, entre miedo y desprecio. Mañoso.

Tienes diecisiete años y las chicas no existen en tu mundo, fuera del mundo de tu imaginación, donde reinan el deseo secreto y la culpa. Las chicas de verdad, las de carne y hueso, las que te dirían Te gusta, ¿no? Las que te premiarían abriendo más las piernas, dejando que las mires a tu gusto. Pero esas no existen. Adelita sí existe, es material y la puedes ver de cerca porque no existen las barreras que hay con las otras: es tu prima. Todos confían en ti. Todos te adoran. Eres huérfano de padre y madre. Eres el primo mayor, el hijo único de Chalo, que descanse en paz, hermano de Tere. Eres el orgullo de la familia, el primero en ingresar a una universidad. Nunca ha habido un profesional en toda tu parentela. La familia te engríe y te adora. ¡Además, eres tan tranquilito! Tienes siete años más que tus primos pero juegas con ellos, interminables batallas futbolísticas. No tienes amigos de tu edad. Juanca es un chico tranquilísimo. Sólo se dedica a sus estudios, imagínate que ni siquiera tiene enamorada, tan buen mozo él. Nadie se imagina por qué. Eres súper sano, un chico modelo. Por eso a nadie se le ocurre tener ni un pensamiento suspicaz cuando te quedas a solas con Adelita. Por eso salen todos y te dejan dormido, es que es un dormilón, se lo merece, es un chancón. Pero tú no estás dormido, tú esperas. Llega el sábado, día de mercado. Algunas veces Adelita dice sí, sí voy. Se va al mercado con tía Tere, con la Mamama y tus planes se van al agua. Te pasas la mañana fantaseando sobre lo que hubieras hecho. Vas hasta su cuarto, miras por la rendija de la puerta, pretendes que ella está allí, dormida y semidesnuda. Otras veces no va al mercado. Se queda a dormir un par de horas más. Sus hermanos menores ya se han ido temprano a su academia de fútbol y no volverán hasta mediodía.

Hoy tienes suerte, Adelita quiere dormir más. Es como una película que ya has visto varias veces, ya sabes lo que va a venir. Escuchas voces de despedida, ruido de tacos alejándose, sobre las gradas, sobre las losetas del comedor, el picaporte, la puerta al cerrarse, blam. Con la cabeza de lado sobre tu almohada tú también escuchas un claxon lejanísimo: tuut. Esperas un poco más. Unos minutos más. Que se duerma. Bajas las escaleras que te llevan al segundo piso, tus pies descalzos en contacto con la madera del piso de parquet. Caminas sin hacer ruido, tu corazón solamente, pum pum pum. Se te ha bajado la pichula, son los nervios. Has hecho este recorrido muchas veces, pero no te has atrevido más que a fisgonear. Nunca has visto mucho, a lo más las pantorrillas, el prometedor trasero paradito cubierto por las sábanas, un segmento de los muslos. Te acercas a la puerta, que está casi cerrada, tu respiración alterada, por la boca, tratas de controlarla, no vaya a ser que se despierte. Volteas y miras hacia atrás, hacia los lados, no vaya a ser que. Aguaitas por la rendija entre la puerta y el marco. Tu corazón parece detenerse, tus ojos salirse de sus órbitas, tu boca está entreabierta y reseca, tu respiración cada vez más rápida. Es increíble lo que estás viendo, aquello con lo que alimentas tus fantasías cada noche. La piernas, los gorditos del comienzo de las nalgas, la depresión entre ellas, sujetada por el algodón blanco del calzón. Nunca te has atrevido. ¿Te atreverás ahora? Pones la mano en la manija de la puerta, cuidadosamente. Piensas un segundo, te muerdes los labios; la retiras. ¿No irán a sospechar tía Tere y la Mamama? ¿Y si regresan? Te relajas un poco y tomas valor, convencido finalmente de algo que es más que obvio: ni siquiera se les pasa por la cabeza. Más bien te encargan que la cuides, te agradecen que sacrifiques tu tiempo para que no se quede sola. Tienes todas las ventajas. Ella sólo tiene, recién hoy cumplió doce, es su cumpleaños. Además ella no sabe nada de eso. Tomas la manija y empujas la puerta con cuidado. Ya estás adentro. El aire es pesado; te sorprende que el olor de la mocosa pueda ser tan penetrante. Quieres escapar pero una fuerza dentro de ti es más grande que tu temor. Tus ojos siguen clavados en las piernas, el trasero de Adelita. Vences el miedo y te acercas a ella, sin hacer ni un ruido, solamente el pum-pum-pum de tu corazón. Te ahogas con tu aliento corto y rápido, te agachas junto a su cama, aún no puedes despercudirte de tu incredulidad. Tus ojos no pestañean, están enormemente abiertos, como platos de té. Tu rostro está muy cerca a la cara posterior de sus muslos, tanto que distingues uno por uno los poros y los vellos sobre su piel. Tanto que puedes sentir en tus mejillas el calor que irradia su cuerpo. Se te ha parado de nuevo, la tienes al palo. Tus manos avanzan lentas, con deliberación. Tus dedos separados y semi-recogidos como pequeños garfios se enganchan en la pretina del calzón que abraza las caderas de Adelita. Comienzas a tirar de la breve pieza de algodón. Por el rabillo del ojo notas que ella te está mirando con alarma, pero al advertir que volteas se ha hecho la dormida. El miedo y la sorpresa la han paralizado: tu triunfo es completo y su timidez la convierte en tu involuntaria cómplice. Tus manos, ya sin necesidad de discreción, aterrizan en sus nalgas descubiertas y con curiosidad y asombro revisan, pellizcan, corroboran, estrujan. Estás bien seguro: ella no dirá nada.

No dijiste nada. Durante el almuerzo nadie te prestó atención a pesar de que era tu cumpleaños. Había demasiados invitados, vinieron los tíos y los parientes que se ven una a las quinientas. Pasaste a segundo plano, la jarana tomó el centro del escenario. Los platos de seco de pollo circulaban entre los comensales. ¿Pero qué quieres hijita? Que vayas, que juegues con tus primitas que te visitan. ¿Qué te pasa que no quieres jugar? ¿Qué caralarga es esa? Ay hijita, no seas cargosa, esta es la mesa de los grandes. Anda ya, no seas malagracia. A veces se pone así, disforzada, me da cólera. No te preocupes Tere, así son a esa edad. Apenas comienzan a coquetear con chicos se transforman. ¿Lo dices por experiencia? ¡Ay hija! Qué loca eres, cállate, ja ja ja. Alguien toca a la puerta. ¿Quién ha llegado? ¡Magda! ¡Hola! ¿Ellas son Carlita y Marcia? Hola tía Tere. Muá, beso a una, a la otra, muá. Oye Magda, tus hijas ya son unas señoritas. ¡Están enormes! ¡Y guapísimas! ¡Juanca! ¡baja a que conozcas a tus primas! Son de quince y dieciséis, sirenas de largas crines oscuras, enfundadas en jeans apretados: unos lomazos. Y parece que Marcia gusta de Juanca, le busca conversación, le sonríe, le desordena el pelo. Pero Juanca está todo colorado. Se escapa de las muchachas y se va a jugar fútbol con los chiquitos. ¡Ay hija, mi sobrino es lindo pero taaan cojudo! Tere, tapándose la boca con la mano —sólo para Magda— ay que zonzo, no sabe lo que se pierde. Oye Tere, tú no cambias ¿ah?, ja, ja, cállate oye, cállate. Carlita y Marcia se sientan con los adultos y se olvidan de él. Es que ya son unas señoritas. Incluso les invitan un poco de cerveza.