Letras
Tejas verdes

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He pasado diecisiete años sin venir a Venezuela. Ninguna fiesta familiar, diligencia o entierro me hizo regresar durante todo este tiempo. Ahora soy un norteamericano, que por cosas de la vida vio la luz en un país del tercer mundo. Para justificar mi exilio voluntario no dejo de leer las noticias nacionales para luego repetirme, el consabido:

—¿Yo, a Venezuela? ...ni loco.

Luego, bien justificado, sigo con mi vida de nacionalizado, siempre intentando dejar atrás mi acento latino, almorzando en quince minutos en las escaleras de un museo y celebrando con especial esmero cada halloween, eastern, thanksgiving day, etc. Es decir, más gringo que mi vecino que nació en Indiana, estudió en New York y que cree que conoce Latinoamérica porque pasó siete días en Cancún.

Pero justo este año, la empresa para la que trabajo, una compañía enorme de tecnología, me asignó un proyecto en Venezuela, y aquí estoy. Nada más bajarme del avión, de una línea norteamericana por supuesto, porque:

—¿Yo, viajar con líneas aéreas venezolanas? ...ni loco.

todo me pareció caos, desorden e improvisación. Mis reuniones de trabajo no contribuyeron en nada a mejorar mi impresión de turista anglosajón; la gente llega tarde, se toman el respectivo cafecito, hablan quince minutos de política, de baseball, del tráfico y ahora, hasta de football.

Así pasaron los días y comenzaba a sentir un deseo incontrolable de volver a mi paraíso personal, pero esta mañana, un poco hastiado del trabajo, decidí pasear por Caracas, a ver qué tan golpeada estaba la ciudad. Por supuesto dejé, a buen resguardo en la habitación del hotel, el reloj, el pasaporte, el dinero, el bolígrafo, los lentes de sol, la cadena, el anillo de matrimonio y el palm pilot. Sólo cargo el celular por aquello de si se presenta algún problema, poder llamar a los números de emergencia, aunque sospecho que el novedoso 711 no va a servir de mucho.

Con los vidrios arriba y el aire acondicionado funcionando, manejé mi carro alquilado, y supongo que por instinto llegué hasta El Paraíso. Entré en la calle en la que mi bisabuelo, a principios del siglo veinte construyó una casa para que su hijo Juan Luis formara familia con María Emilia, una señorita de su casa, a las que todo el mundo conocía y conocería siempre como Mamama.

Yo recordaba Tejas Verdes como una casota que le debía su nombre a las tejas estilo gregoriano, que mi bisabuelo, un hombre de mundo, mandó a instalar y con las que todo el mundo la distinguía.

—¿La casa de los Bracamonte?, esa que está dos casas después de Tejas Verdes —respondía la gente.

—No, no... mucho antes de Tejas Verdes —aclaraban.

Todavía está en pie el muro exterior que mi abuelo mandó a construir cuando las cosas empezaron a cambiar y El Paraíso ya no era sino una urbanización más de una Caracas en la que sólo el “Este” comenzaba a ser sinónimo de estatus y felicidad. El portón de metal, que sustituye a las antiguas rejas coronadas con flores de lis, al menos, es verde. En lugar de aquellas letras cursivas que orgullosas anunciaban el nombre de la casa, están ahora unas letras doradas que antipáticas parecen gritar: “Señores, esto es un sindicato”.

Toqué el intercomunicador y le comenté a la robotizada voz que me respondió, que deseaba visitar la casa donde había pasado mi infancia. Sin mayores explicaciones el portón se abrió. Apenas cruzar el umbral mi vista sube al techo, sólo para ver unas tejas de un decepcionante color rojo.

Camino por el sendero al lado del jardín bien cuidado. Recuerdo la foto blanco y negro que tiene una de mis tías en su casa de Atlanta, donde aparecen en un jardín enorme, un bebé regordete recostado en las piernas de un niño cachetón de unos cinco años, vestido con una franela de Los Picapiedras. El niño cachetón soy yo y el jardín es aquel que ahora admiraba.

Saludé formal a la señora que me recibió en el porche, y le comenté que yo había vivido en esa casa con mis padres, mis dos hermanos, dos hermanas y mi abuela, hasta la edad de doce años, cuando nos mudamos a un apartamento en el más apropiado sureste de la ciudad, que al cumplir veintitrés años emigré a los Estados Unidos, y que desde entonces no venía a Venezuela.

La señora, una mujer joven de piel maltratada, enfundada en un pantalón de cotton lycra púrpura descolorido por las múltiples lavadas dijo ser la conserje, y me invitó a pasar a la oficina para hablar con el jefe del sindicato.

Entré y pude ver que aún permanecía el piso de grandes baldosas blancas y negras y la sólida escalera de madera, desprevenido escucho el ruido de los morrales tirados al piso y las carreras infantiles subiendo las escaleras. Mis hermanos y yo llegamos de la escuela y subimos a la carrera a la segunda planta donde estaban nuestros cuartos y el balcón trasero: nuestro reino.

El que había sido el salón de la casa donde Mamama y mi mamá recibían visitas, está ahora convertido en una sala de espera, desaparecieron los nobles muebles de madera, y el tinajero coronado con aquel helecho frondoso que refrescaba la sala con su constante goteo. Sólo hay sillas de metal alineadas contra la pared y un muy sonoro ventilador de techo.

Cruzo la estancia y entro a la biblioteca, ahora oficina del director del sindicato. Me recibe un hombre sorpresivamente joven y delgado. Me examina de arriba a bajo como quien ve a un extraterrestre. Le referí mi historia y de inmediato muy amable me invitó a pasear lo que quisiera por la casa, le agradecí y salgo por la puerta que da al pasillo principal, desde aquí puedo tomar a la izquierda a la cocina o a la derecha pasar frente al comedor y entrar al cuarto de música. No tuve valor de ir a la derecha así que fui hasta la cocina.

Me sorprendió su tamaño, la recordaba grande y amplia, pero me topé con un espacio demasiado pequeño, oscuro y mal decorado. Un fuerte olor a grasa reutilizada me asfixia. Observo que la puerta que da al patio trasero está abierta y salgo casi huyendo.

El patio está tal como lo recordaba, el piso de piedras aún soporta la presión de las raíces de la mata de mango, que todavía da la misma sombra generosa. Me maravilla la cantidad de frutos maduros, con el recuerdo del sabor busco el gancho que mi mamá nos había hecho para bajarlos sin maltratar la mata, sólo para ver mi mano sin sentido extendida hacia uno de los rincones.

La piscina que mi papá había mandado a instalar, cediendo bonachón a la presión de mis hermanas, está ahora tapiada. Cuando le comento a la conserje, que me había acompañado todo el rato siempre un paso atrás, que bajo aquella hierba descuidada se encontraba una piscina, se sorprende. Me dice que ella trabaja con el sindicato desde hace varios años y esa parte de la casa siempre estuvo así. Nada sabía de esa área, donde habíamos celebrado no sé cuántos cumpleaños, primeras comuniones, fin de año escolar y hasta un matrimonio entre el recién llegado coli de José Ramón Fuentes y Linda la coli de la Tati mi vecina de enfrente y donde había actuado como portador de arras, Toby, mi cachorro de terrier. Me sonrío y me pregunto qué habrá sido de José Ramón, de la Tati, de las Bracamonte, del loco Pepe y de Alexandra.

Con el recuerdo de Alexandra, doy media vuelta, cruzo la cocina y subo las escaleras de servicio. Así llamaba Mamama a unas escaleras angostas que subían desde la cocina hasta la planta alta. Sentada en el descanso está Alexandra dándome un beso nada infantil, gracias a la complicidad de La Negra.

La Negra, mi nana, era una mujer de color, que lucía rolliza y aguada pero al tocarla te encontrabas con una piel tan dura como piedra. Aquella mulata maravillosa y yo compartimos un secreto desde siempre: yo era su favorito. Así que me permitía mi iniciación a la sexualidad de manos de una niña dos años mayor que yo, me daba el pedazo de dulce más grande, me guardaba los mangos más duritos, alcahueteaba todas mis travesuras, y hacía el dulce de lechosa como sólo a ella y a mí nos gustaba. La recuerdo poniendo cara de tonta cuando Mamama decía:

—Esta negra boba no sabe hacer el dulce, ¿cómo hace para que le quede la lechosa dura y el melado oscuro?

Yo le correspondía, cuando ni Mamama ni mamá estaban presentes, abrazándola por detrás y maltratándola con rudos besos. Ella se reía un instante, mostrando su perfecta dentadura para después apartarme de un empujón:

—Echa pa’llá, muchacho meloso.

Una gran sala de reuniones abarca lo que era el cuarto de los varones y el balcón de juegos. Se levantaron paredes, se tiró techo y pusieron unas ventanas pequeñas desde donde apenas se puede ver al patio trasero. Imposible un juego bélico con el bando de malos al pie de la mata de mangos y de súper malos en el balcón.

El cuarto de Mamama y el de mis hermanas se convirtieron en un amasijo de escritorios de un gris mortecino. No hay rastro del olor dulzón del saché que mi mamá preparaba ella misma y con el que perfumaba los semanarios, unos muebles primorosos con siete gavetas que las hembras y Mamama usaban para almacenar exclusivamente la ropa interior que utilizarían durante toda la semana.

El cuarto de mis padres tiene ahora un letrero que advierte “Oficina de Reclamos”, intento abrir y a Dios gracias está cerrado. Bajo la escalera principal y la conserje me pregunta si quiero entrar al salón de música, la veo a los ojos y le digo que sí, y ella casi solemne abre las puertas dobles.

Está tal cual lo recordaba, el área más iluminada de la casa, el piso de granito pulido, el gran ventanal y las molduras en las paredes. Dominando la escena el gran piano de cola. Suena un nocturno de Chopin y yo me acuesto en el piso por debajo del piano y calladísimo siento los martillos golpear melancólicos en tanto Mamama toca por horas. El recuerdo me agobia, dándole la espalda a la conserje, paso mi mano sobre el piano tal como lo hacía Mamama antes de sentarse a tocar, como saludando a un viejo amigo enfermo. La conserje me dice que siempre le ha gustado ese cuarto y que se esmera mucho en mantenerlo.

—Casi nadie entra aquí —me dice.

Yo pienso: Mamama sigue imponiendo las reglas. Le doy las gracias con un abrazo, ella entiende por qué y salgo apurado de Tejas Verdes, subo al carro alquilado, y por primera vez siento cuán lejos está Weston y cuán fría es mi casa prefabricada. Pienso en mi hijo, Juan Andrés, sin hermanos con quienes jugar a los malos y los súper malos, con baby sitters que nada tienen que ver con una nana consentidora, sin contacto diario con su abuela, sin una Alexandra que a escondida le enseñe las delicias de los besos a la francesa.

Bajo los vidrios del carro, pongo el brazo en el marco de la ventana, pongo la radio, me sumo a la caótica cola de la avenida Páez y sintiéndome más lúcido que nunca, tomo el celular y llamo a Cathryn y en perfecto español le digo:

—Estoy loco por traer a Juan Andrés a Venezuela.