Artículos y reportajes
Ilustración: Harrison Fisher (1911)Regreso a casa

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Ya dormí en cama de rosas,
dibujé siluetas hermosas,
había muerto y resucité,
lo perdí todo, lo recuperé,
pero todavía no cierro el círculo,
algo está pendiente,
por eso es que yo...
Regreso a casa,
me lo reclama el corazón,
siempre hubo encendido fuego en el hogar.
No cambio el mundo,
ando de frente,
y hacia el sol,
ya fue mucho tiempo de divagar.

Regreso a casa, Moenia.

Día Uno. La complicidad del frío

Hoy veinte de enero regreso nuevamente a Bogotá después de nueve años; hace quince, en un día así, incluso en la misma fecha, el frío de la ciudad entró para quedarse conmigo, haciéndome enemiga de los aires acondicionados y otros aparatos de ventilación. Ese frío que me acompaña hasta en temporada de calor, permite decir que en el Distrito Capital me siento como en casa, mi cédula de ciudadanía lo confirma. Dejo las maletas y me lanzo a la calle a recorrer las que fueron rutas cotidianas... ¡ha cambiado tan poco y a la vez tanto! No estoy tan perdida, los sitios más frecuentados se encuentran allí y el tiempo, si bien los ha mutado, les añade elementos que conjugan el pasado con el presente. Al llegar al Parque de la 93, el cual dejé hecho un montón de tierra acumulada e incipientes construcciones, escucho a Robi Draco Rosa cantando Más y más, la cual sonaba repetitivamente el verano en el que luchaba con mis primeros textos luego de eternidades sin escribir. Parece que nunca hubiese emigrado, la sensación de familiaridad es tan agradable que hace olvidar cualquier molestia fruto del cambio de ambiente. Es cierto, esta ciudad me es tan mía como ajena me ha sido por momentos aquella que habito.

 

Día Dos. Despertando a la memoria sensorial

Los moribundos recorren sus pasos antes de desprender su espíritu del cuerpo; los vivos, al querer rememorar lo experimentado, recurrimos, unas veces sin éxito, otras con resultados insospechados, a hacer el titánico esfuerzo de despertar la memoria sensorial, ejercicio constante de los estudiantes de artes escénicas. Desperté temprano planificando la continuación de la noche anterior. Añoraba ir a mi cita obligatoria los domingos para combatir el ennui: el mercado de las pulgas de Usaquén. Amaneció delicioso y soleado, como para tomarse la libertad de salir sin medias.

A mitad de mañana me encontré con Diana y su hijita Luisa. No nos habíamos visto desde cuando estaba embarazada y actualmente espera su segundo retoño. Nos reíamos de las tremendas aburridas en que nos hemos convertido, encargándome de recordarle que tomaba cerveza echada sobre las baldosas del piso de la terraza de mi casa y ahora llevamos un milenio sin probar un trago. Me dejó en la calzada frente a Hacienda Santa Bárbara, atravesando sus pabellones llegué a la Plaza de Usaquén. Salvo que el mercado se movió una cuadra más arriba, lo demás se encuentra idéntico a cuando adquirí una piedra café con vetas amarillas, colgada de un cordón de cuero, a manera de collar atesorado hasta hace poco. Lo recorro de arriba abajo, subo hasta casi ver los árboles de los cerros orientales, en busca de pequeños hallazgos para llevar a manera de recuerdos, sin encontrar la Carta de una desconocida de Stefan Zweig en el puesto de libros antiguos y dar con el que creí el mejor de los descubrimientos, un pequeño almacén de curiosidades en el que se apilaban pares de guantes multicolores de módico precio. No dudé en calzármelos enseguida, pese a que la indumentaria con piernas descubiertas contradijera las manos enfundadas en mitones azul celeste, que me acompañarían hasta pagar su costo el resto de la semana. En la esquina siguiente, un vendedor callejero los ofrecía todavía más baratos. Ya me había hecho a ellos, mala aunque necesaria inversión. No sé cómo haré si visito algún recóndito zoco en los que regatear es el alma de la negociación, pues me avergüenza, a riesgo de acabar timada, discutir el precio con el marchante.

La tarde fue compartida con alguien a quien apenas estaba conociendo y de quien no tuve la oportunidad de despedirme, por circunstancias jamás esclarecidas. No obstante, sentados en el jardín que antes no existía cuando me recostaba allí mismo en un columpio con mi amiga Paola a fumar Marlboro Lights, para horror de las madres de familia que pasaban llevando a sus niños de la mano; el olor a humo de cigarrillo, dejado por razones obvias, traía de vuelta vivencias pasadas, intensificadas por el aroma de los spaguettis al burro con más queso que pasta, saboreados entrando la noche. Cuando éramos más jóvenes, nos alimentábamos de pasta a cualquier hora que el antojo irrumpiera, pero al cabo de la vejez muchos hábitos se pierden.

 

Día Tres. Life is for rent

Antes del crepúsculo de una jornada agitada, me encontraba en similar postura a la descrita por Truman Capote en la página siete de Crucero de verano:

—Eres un misterio, querida —dijo su madre, y Grady, desde el otro lado de la mesa, a través de un centro de rosas y helechos, sonrió con indulgencia: Sí, soy un misterio, y le agradaba pensarlo.

Mitad acalorada, mitad tiritando, buscaba afanosamente en un tazón que hacía las veces de azucarera un sobre de endulzante que no contuviera stevia, la cual amarga todo lo que toca. Descubro que no traigo conmigo algo importante que debía tener en mi poder. Al presentarme al rendezvous sólo portaba una tríada de varitas de incienso que obtuve en la avenida Jiménez. A mi interlocutor y a mí nos separaba casi una década de ausencias: “Eran demasiado selectos, la época de la adolescencia no les era propia, Peter decía que serían apreciados en el futuro”.

Convocada por él, me deslicé a toda prisa hacia la calle ochenta desde la carrera séptima hasta la once, para llegar casi ahogada por el esfuerzo, recordando lo que dice Margarita Posada: “La vida es así. Somos como los aviones: tenemos unos tiempos estimados de arribo y unos tiempos estimados de despegue, y si no concuerdan con el del otro, sorry. Así sean dos minutos de diferencia. Uno puede desencontrarse con alguien en cuestión de minutos”.

Pero esta vez no hubo tal, no imagino qué tuvo que conjurarse para que esta reunión se materializara, serena y dichosamente. La ciudad y nosotros, aparentemente iguales pero ostensiblemente distintos, con ciertas metas antes soñadas y ya obtenidas o a punto de concretarse. La conversación discurrió fácil entre preguntas formuladas previamente, unas invariables, otras con modificadas respuestas, comparando hechos, gente, fenómenos e insucesos. El tiempo era escaso, pero parecía haberse congelado como la atmósfera que me obligaba a usar cuello de tortuga, bufanda y guantes, contrariando los efectos del calentamiento global, envuelta en capas semejantes a las de una cebolla. Ubicados afuera del café, el Zoom de Soda Stereo que se escuchaba en 1996 reprime el impulso de reparar en los demás ocupantes del local; no obstante, parecía que podríamos pescar a Grady McNeil reclamándole a su ami de coeur:

—Peter, ¿te burlas de mí?

—Por supuesto —se rió él, y ella le tiró del pelo, riéndose también. Aunque no eran parientes, estaban emparentados, no por la sangre sino porque congeniaban: era la amistad más feliz que ella conocía, y con él se sentía siempre relajada, como en el calor y la seguridad de un baño.

Pero no es el citado personaje el que explica la labor de supervivencia que envuelve no poseer automóvil en una jungla en la que las congestiones viales obligan a salir con anticipación para acudir a cualquier lugar, como ejemplo de las mortificaciones a las que se ve sometido a veces el ser humano. Le consuelo resaltando las bondades de caminar. Eso haríamos, parte del sendero transitado antesdeayer se me antojó más corto. La epifanía de “lo que no sucede es porque no conviene” quedó sin valor, por haber sido este un déjà-vu sincronizado que desembocó en el sector pavimentado con adoquines en el que se emplaza una escultura de Ramírez Villamizar o Edgar Negret, sitio de la despedida. Hasta muy pronto: “...¿no se daba cuenta Peter de que la hora de los aplausos, el momento dorado que él había prometido, transcurría ahora?”. Acuérdate, partner, Il faut se faire valoir (hay que hacerse valer), sin embargo, sólo estamos aquí de paso... “Nunca he encontrado realmente un lugar al que pueda llamar hogar, nunca me he quedado lo suficiente para hacerlo. Sí, mi vida es alquilada, y no aprendí a comprar. Bueno, no merezco nada más de lo que he conseguido, porque nada de lo que tengo es verdaderamente mío”.

 

Día Cuatro. El galán en el museo

Embargada por la ilusión postergada a causa de repentinos imprevistos, pude llegar al Museo Nacional so pretexto de ver la muestra de cuatro siglos de pintura europea, bajo el influjo distractor del botín de tesoros hallados en los distintos pisos de la edificación. Al llegar hasta donde se encontraba la Escena campesina del año 1575, pintada por Maarten van Cleve, en el área dedicada a la formación del Nuevo Reino de Granada, me impresionó con ironía advertir que, pese a desear ser etiquetados como ciudadanos de una “Nación Moderna” (léase Estado Social de Derecho), estamos lejos de lograrlo gracias a la explicación en la ficha técnica del cuadro: “La sociedad conserva los rasgos feudales heredados de España, se mantiene el señorío y la rígida estratificación social, orgullosa y discriminatoria...”; ¡cuán sujetos nos encontramos aún, en pleno siglo XXI, a tan verídico como patético modelo!

La crudeza de lo mencionado se suaviza con el más hermoso de los Epifanios Garay: “Por las velas, el pan y el chocolate” (1870). Le siguen los Andrés de Santamaría, el cuadro de una mujer ataviada como Miss Lilly Bart, al estilo Art Nouveau, obra de una de las primeras pintoras colombianas de las que se tiene registro, la imagen réplica de la Rebeca que adorna la fuente cercana al museo, las esculturas y el salón dedicado a Jorge Eliécer Gaitán. Paseando con despreocupación por la radiante ala, diviso a Manuel José Chávez y me detengo. Cuando dejaba el empaque de actor infantil, prometí con solemnidad que, si me lo encontraba, lo besaría. Nos tropezábamos en centros comerciales y supermercados a otros miembros del elenco, menos a él, y poco a poco la manada se diluyó no sin alivio de mi parte, dada la magnitud del compromiso que me había echado encima, ante la perspectiva de asediar a un arquetipo de ficción televisiva al que llevo ventaja deambulando por la tierra. Espeluznada ante la inconmensurable veracidad del poder del verbo, respiré profundo fijándome en el bastón del ex presidente López Pumarejo y/o el cuadro del designado a la Presidencia Lozano, sin mucha concentración, por la travesura que tardíamente me estaba jugando el universo, sin testigos. Mane Chávez, secundado por un señor de cabello canoso, ingresa a la sala del nueve de abril, en la que se escuchan trozos de un discurso del caudillo liberal que brotan desde un viejo aparato de radio. Quito los ojos clavados en la pared llena de reliquias conservadas en urnas y me dispongo a pasar a la Sala de la Colección BBVA y de paso echar un fugaz atisbo a los Boteros en la rotonda. ¿Cumpliría o no mi palabra? Tal vez habría sido más fácil si nos hubiésemos encontrado en la sección de retratos en miniatura, por estar convenientemente en tinieblas, pero no, estábamos a plena luz y Manuel José imitaba los gestos de Gaitán, con el brazo levantado arengando a la multitud enloquecida, tal vez como queriendo en un futuro representarlo sin mucho parecido físico, en virtud de su corte de cabello pseudo Mohawk, con la cresta decolorada de un tono güero desvaído. Se le forman graciosas arruguitas en las sienes al reírse, rasgo curioso en alguien tan joven. Examinándome de soslayo en un espejo empotrado en la pared, mi imagen corrobora que también todavía lo soy, eso sí, un poco más curtida. Me delato al volver a mirarlo, cayendo en cuenta de que él capta la contemplación, perplejo. Quizás no entendería qué hacía allí escrutándolo de pies a cabeza, con notoria cara de sobresalto. Por ahí me dijeron que se había casado, y eso que fue apenas ayer que apareció haciendo el papel de guerrillero adolescente en Edipo Alcalde. El recato me gana, no queda más remedio que recuperar el equilibrio en el borde de una butaca a la entrada de la pinacoteca, mientras busco dentro del bolsillo de la chaqueta la contraseña para ingresar que exige el uniformado, en tanto que Mane y su acompañante también se aprestan a abandonar la estancia. En una última fracción de segundo, nuestra visión se cruza, llevándome al delicado relato de Alicia Alayón: “...Una oleada de miedo inmenso coincidió con una brisa helada que espantó a las aves y a las mariposas, y le aguijoneó el rostro. ¿Y si su llegada, la ternura acumulada en largos años, se quebraba contra la fría realidad de un desconocido?”. Tomé mi cartera, lo besé con la mirada y me acerqué al Mercurio de Albert Cuyp y al paisaje de Jan de Vermeer, carente de certidumbre de si era o no el Vermeer que pintó a la joven de la perla.

 

Día Cinco. Un castillo interior con taller para el artista

Aprovechando unas horas libres, exploré con tranquilidad las calles del centro antes de visitar la exposición denominada “El castillo interior”, próxima a desmontarse. El título de la misma me retrotrajo a la lectura a los trece años plagados por un rampante escaso entendimiento de “Las moradas” de Santa Teresa de Ávila, a la que se le atribuye el aforismo, “Más lágrimas se vierten por las plegarias atendidas, que por las desoídas...”. La pequeña Enciclopedia Temática Larousse describe el tenor del trabajo de Teresa de Cepeda y Ahumada caracterizándolo “...por la riqueza léxica popular, la sencillez y espontaneidad y por lo atrevido de las metáforas que emplea”.

La noción del alma “como un castillo dividido en siete moradas, en la última de las cuales se encuentra Dios”, era, cuando se me asignó la lectura, lo más parecido a una suerte de acertijo impuesto por la esfinge de Tebas, harto difícil de desglosar por su elevado misticismo.

La casa colonial que alberga el Museo de Arte Religioso cuenta con salas rigurosamente custodiadas pues en varias oportunidades han desaparecido piezas en exhibición. Tuve que atravesar los diferentes pisos con dos vigilantes recitando al unísono: “Sí, señorita; no, señorita; siga, señorita; por aquí, por favor...”.

Anhelando que los guardias de seguridad se convencieran de mi falta de intenciones de atentar contra las reliquias, escamotear animales de los nacimientos de la época del Virreinato, o alterar el orden de los cajones de los bargueños esmaltados, me dejaron sola en el salón dedicado al Taller del Artista, donde los Zurbarán se confunden con los Arce y Ceballos, por dedicarse ambos a plasmar imágenes religiosas. A partir de ese instante, admirando los diversos pigmentos utilizados para obtener los colores destinados a cubrir los lienzos, dejé que el silencio de la edificación me llenara, siendo sólo interrumpido por el sonido de las pisadas al bajar la escalera que conduce al patio, lleno de árboles y flores que rodean una fuente de piedra. Finalmente llegué a un subjetivo dictamen: el castillo interior es sentirse en paz con uno mismo, hacer y ser lo que constituye la verdadera vocación. De ahí que nada más espiritual, místico y pertinente que la comunión entre una austera morada y el espacio de trabajo de un artista.

 

Día Seis. Soledad, presente

Comienza el Hay Festival en Cartagena, los compañeros del taller de escritura creativa asistirán. Todos menos yo. Escucharán a Wole Soyinka, Tishani Doshi, Juan Gossaín y a Marianne Ponsford, y se deleitarán con la música del Sexteto Tabalá y las Alegres Ambulancias de Palenque. Los que no logren entrar al auditorio del Heredia tienen chance de asistir al Off-off Festival. Las torres de oficinas, los puentes peatonales y estaciones de Transmilenio parecían decir: VETE. La inquietud empieza a hacer lo suyo en mi cerebro. He decidido regresar. Esta noche en el Teatro Libre de Chapinero se presentará The Cultures of Rhythm y no tengo con quien ir a ver el espectáculo. La soledad es mal perenne en las grandes ciudades. La nostalgia me ataca cruel en una buseta atestada que avanza a paso de tortuga por la Caracas próxima a tomar la quince. No me habían vuelto a tocar los gélidos aguaceros de principios de año; esta vez, uno de ellos apresuró la terminación de la inspección relámpago a la calle 116, último domicilio que tuve en Bogotá. Asfixiada por el gentío aglomerado en el pasillo del sucinto transporte, me bajo y completo a pie el resto del trayecto. Quiero estar en mi casa, en mi habitación, extraño a mi gata y a mis plantas predilectas: las orquídeas de tierra, las rosas criollas, los bonches, esos anturios rosados, ni hablar de los helechos colgados en canastas y las palmeras. Subiendo por la setenta veo las flores y la vegetación que tanto me fascinaron durante los cuarenta y ocho meses transcurridos desde que llegué para no quedarme. No me hallaba y no me hallo ahora, aunque pase por lugares en los que, al final de aquel capítulo, encontrara una inusual fortuna que enmarañó la anterior partida. Esta vez me topé nuevamente con ese regalo del destino, o como lo llaman los orientales: Kismet, a pesar de sentir que mi lugar no estaba en donde me encontraba ese lluvioso jueves. Sólo esperaba que las horas pasaran rápido para arrancar. Entretanto, cruzando la carrera novena, mis sentidos se saturaron con la belleza urbana que sirve de placebo para mi desesperación. Al despojarme del empapado impermeable y los zapatos húmedos, me refugio una última noche bajo las cobijas de la cama prestada en la que sólo dormí bien el martes, no por incómoda, sino por insomnio crónico.

 

Día Siete. Regreso a casa

No siempre hacer lo correcto es lo más fácil, pero es parte de crecer aceptar que a veces, al perder, en cierta medida se gana, aunque las cosas no salgan como se esperan. El tiempo da la razón de todo. A manera de consuelo, compré un ejemplar de La edad de la inocencia, de Edith Wharton, que se encontraba en oferta en la Librería Lerner. No pude detenerme en los títulos de las estanterías, porque la cuenta final estaba corriendo y necesitaba encontrar algo que me llevara hasta Cedritos, de lo que tuve que desistir con frustración ante las negativas de los conductores. Terminando de empacar lo que traje y lo que llevaría, se me ocurrió salir a dar un paseo, abrigada hasta las orejas debido a la llovizna de la mañana continuando intermitente hasta oscurecer, escondiendo en su neblina a los edificios más altos de Los Rosales. Camino bajando por Casa Medina hasta la calle 63 con séptima, llegándome susurros desde los ventanales del enorme centro deportivo, las carpas de los nuevos restaurantes y las vitrinas de las boutiques, salpicadas por doquier de ramas de magnolios, cortezas de eucaliptos y papiros: “Volverás porque somos parte de ti, tú que creías no tener raíces, por fin has descubierto que cuentas con más de un terreno al cual pertenecer y quedarte todo lo que desees”.

Me fui al aeropuerto en un taxi, como lo hice en otras oportunidades en indistintos horarios, utilizando el bus que tarda casi dos horas en llegar al Dorado. Conozco el camino de sobra.

Al abandonar la sala de equipajes, mi mamá estrena un aderezo azul y mi papá aguarda para ayudarme a cargar mis cosas. Me lleno de satisfacción. Tengo tanto por hacer ahora que llegué... Las caras paternas son como las que ve Dorothy al despertar sana y salva del sueño que la llevó a kilómetros de su granja. Este itinerario termina con una estrofa encontrada en las páginas de una de mis novelas favoritas:

“Aún cuando sea tan humilde
un sitio no hay como el hogar”.