Letras
Vamos mi amor a la feria

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La Señora Mills visitaba la Feria Internacional del Libro de Guadalajara todos los años desde hacía aproximadamente una década. Al trabajar en una renombrada librería de Nueva York, le era muy fácil estar al tanto de lo que sucedía en el mundo literario, así como moverse entre los círculos más selectos de la intelectualidad latinoamericana, siempre presentes en dicha feria. De ellos se aprovechaba con creces y se movía como pez en el agua, frecuentando fascinada esos ambientes tan estimulantes para su espíritu inquieto. Sabía hablar con soltura de tendencias y estilos, de futuros bestsellers, de los autores consagrados y de sus nuevas obras. Utilizaba los términos justos y antes de llegar a México, cada año leía los últimos libros de moda y se familiarizaba con los nombres de los más niveles autores de la lengua castellana.

Ella era soltera, segura de sí misma y de carácter dominante. Cuarentona, alta, delgada y elegante, aunque no demasiado agraciada, jugaba sus cartas sensuales y profesionales con una rara y sutil habilidad. Aún despertaba comentarios insinuantes y a veces hasta insolentes, entre los machos latinos que acostumbraban a desvestir a las mujeres extranjeras con sus miradas y sus pensamientos, emitiendo silbidos lujuriosos cuando estas paseaban por las calles de Guadalajara.

Aprovechando su posición de privilegio en el mundo de las letras, la Señora Mills adornaba y hasta exageraba sus influencias profesionales ante los ávidos y ambiciosos jóvenes escritores, muchos de ellos sin recursos ni escrúpulos, que luchaban denodadamente por trepar la larga escalera del éxito y el reconocimiento internacional. Sabía que vender en Norteamérica obras en español traducidas al inglés era la meta soñada por muchos de estos aspirantes a convertirse en el Cervantes del siglo XXI y de ellos se beneficiaba en forma casi descarada. Su sueño, su obsesión, su ambición más íntima y secreta era llegar a ser madre de un genio de las letras hispanas. Para ello se aprestaba durante once meses y medio, paso a paso, de manera ordenada y con el ímpetu que le otorgaba su fortaleza de espíritu anglosajón, siempre impermeable al desaliento. Una vez preparada, hacía sus maletas y descendía sobre la feria cual abeja reina en busca de su zángano semental para aquel año. Cada feria un escriba distinto. Jamás una repetición.

Les escogía entre lo que consideraba más selecto y destacado de los asistentes a las charlas y tertulias. Entre los jóvenes autores latinoamericanos más proclives a tener la perfecta combinación genética y cultural. Poco le importaban sus maneras, sus rasgos físicos ni la pulcritud personal de los talentos de turno. Ellos eran simplemente sus amantes de ocasión. Luego, una vez encinta y posteriormente madre, ella se encargaría de darle al bebé los retoques necesarios. Inculcándole los mejores hábitos de lectura, apreciación musical, erudición y buenos modales.

La Señora Mills lo tenía todo meticulosamente planeado. Hasta el colegio privado en Rhode Island adonde asistiría la criatura para sus clases de primaria y secundaria. Y los lugares de América Latina a los que irían para sus vacaciones. Cada año a un sitio y a un país diferente. A la sierra o al llano, el desierto, la costa o la selva, hasta encontrar ese rincón en el mundo en el cual se encontrasen más a gusto, para identificarse plenamente con la cultura local, el entorno, la geografía y su gente. El ámbito perfecto para preparar a una mente con aptitud superior, con un don casi cósmico, estimulando al máximo su singular y genial fuerza creadora.

Luego vendrían los años en la Universidad de Rutgers, igual que hizo la Señora en su juventud, para estudiar filología latina y literatura universal. Finalmente, una vez acabados los imprescindibles estudios terciarios, llegaría el momento de la vuelta al lugar previamente escogido. Allí se instalarían, aprovechando los ahorros que la Señora Mills venía juntando desde hacía varios años y entonces comenzaría la etapa más dura y a la vez más estimulante e interesante del vital aprendizaje. Ella deseaba que ningún cabo suelto quedase librado al azar. Únicamente la elección del dueño de ese afortunado espermatozoide que fecundaría su óvulo ansioso permanecería en manos del destino y la naturaleza. Una naturaleza que se había resistido durante nueve años a cumplir con esa función tan específica, para la cual la Señora trabajaba y planeaba cada paso de su vida afectiva e intelectual. Empujándola casi hasta los límites de edad aconsejable para procrear. Sin embargo, haciendo alarde de una flema y determinación típicamente gringa, la Señora Mills no estaba dispuesta de ninguna manera a aceptar la derrota.

Con esa actitud desafiante y un sentimiento de predestinación que le impulsaba a cumplir lo que consideraba casi una misión divina, la Señora Mills entró en un cuartito apenas iluminado por una bombilla amarillenta (semi cubierta por papel de celofán rojo), corrió las cortinas que hacían de puerta del baño, recogió una colcha de retazos y colorines, apagó la luz, acomodó la almohada y se recostó sobre las sucias sábanas de una triste cama de pensión. Haciendo caso omiso de aquella lúgubre habitación a la cual le había llevado su amor por la literatura, se abrazó a un joven indígena, alocado y borracho pero brillante poeta nicaragüense, con quien fornicaría toda esa noche, en pos de su sueño sagrado. Procurando incansable, sudorosa y fatigosamente engendrar al Rubén Darío, al Rulfo, al Onetti o a la Gabriela Mistral del siglo XXI.