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Inocente

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Andrés no recordaba haber visto otra nevada así.

Los copos eran cada vez más compactos. Desconectó el teléfono. Su esposa atribuiría el silencio a un desperfecto de la línea. Ella lo llamaba con cualquier pretexto sin considerar su deseo de soledad.

Justamente ahora que nos sacamos de encima la pesadilla del proceso, y que podríamos olvidar estos meses de angustia... divertirnos... ¡qué se yo!... salir con los amigos... te vas a encerrar como un ermitaño en la casa de Roberto, se quejaba.

Él siempre había preferido el mar; la montaña lo deprimía, pero cuando su amigo le ofreció la casa después del proceso, aceptó sin vacilar. Su mujer, contrariada, lo vio partir solo, con el perro. La nieve amortiguaba todos los ruidos.

Andrés se acercó a la chimenea para atizar el fuego y se sirvió otra copa de cognac. Ronco estaba echado cerca del hogar y con elocuentes miradas le invitaba a imitarlo. Andrés acarició afectuosamente al animal que levantó apenas los párpados, meneó la cola y estiró las patas hacia el calor. A pesar de saber que nunca podría relajarse de esa manera se arrellanó en el sofá de cuero, con la vista clavada en el fuego.

En esos tres días había conseguido sacudir de sus hombros gran parte de la tensión acumulada, pero no podía hacer lo mismo con ese brote de angustia que le estaba creciendo dentro como una llama. Se decía que era natural que se sintiera así después del largo proceso en el que habían estado en juego su reputación y su carrera.

El grueso tronco ardía bien y cada tanto estallaba en crujientes chisporroteos. Tengo que enrollar la alfombra para que no se queme, pensó Andrés, pero el bienestar que le daba la bebida que saboreaba sorbo a sorbo, el calorcito del plaid escocés y el alegre crepitar del fuego habían conseguido relajarlo y no se movió.

Habían pasado tres días desde que el juez pronunciara la palabra “inocente”. Pronto el alivio inicial se trocó en un gran vacío y en un cansancio enorme. No había mucha gente en la sala del juzgado, sólo los parientes y amigos del acusado y de la víctima. Al escuchar el veredicto, Andrés dirigió instintivamente una mirada a la viuda del capataz y encontró sus ojos colmados de reproche. Notó extrañado que su madre había tomado asiento unas filas detrás de ella; se había equivocado de lado ¿o lo había hecho adrede? ¿por qué había elegido ese sector para sentarse? ¿por qué su expresión se parecía tanto a la de la viuda?

El juez leyó el veredicto: se absolvía al ingeniero Andrés Solana de toda responsabilidad. El desmoronamiento de la pared norte del edificio en construcción, de la calle Manzoni número 145, no había sido motivado por un error de cálculo. Los planos eran correctos y los materiales utilizados, de primera calidad.

¿Su madre no había escuchado? No era responsable por el cedimiento de la pared.

En su declaración, la esposa del capataz había afirmado que una semana antes de la desgracia, su marido le había hecho saber al ingeniero que se estaban abriendo unas grietas en la pared norte de la construcción. La mujer dijo que el marido había reiterado la advertencia cuatro días antes del derrumbe y sostenía que a no ser por la negligencia del ingeniero el accidente hubiera podido ser evitado. El ingeniero Andrés Solana, por su parte, declaró que acostumbraba pasar por la obra dos veces por semana y que el capataz nunca le había señalado un problema de ese tipo.

Su palabra contra la de un muerto.

Desde su asiento, en el lado equivocado de la sala, la madre de Andrés le lanzaba esa mirada que de niño lo petrificaba. A ella no podía ocultarle nada.

El cognac y el calor hicieron su efecto. Una chispa más grande cayó sobre los flecos de la alfombra. Ronco ladró y trató de despertarlo. Salió de la casa para pedir ayuda. La calle estaba desierta.

Otro Juez había cambiado el veredicto en sentencia.