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Ernesto Román Orozco gana el premio Héctor Roviro Ruiz
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El poeta venezolano Ernesto Román Orozco se convirtió, con su poemario Gestos deshabitados, en el ganador de la Primera Edición del Concurso Nacional de Poesía “Héctor Roviro Ruíz”, convocado por el Centro Azulitense para la Formación de la Excelencia (Cafe), la Fundación “Otilia Rondón” y el Instituto Municipal de la Cultura del municipio Andrés Bello del estado Mérida (Venezuela), cuya capital es la ciudad de La Azulita, según se informó el pasado 26 de junio.

Nacido en Cabimas (Zulia) en 1962, Orozco es el coordinador de Literatura del Ateneo del Táchira, en San Cristóbal. Ha publicado los poemarios Los zapatos descalzos (Ediciones Icam, Barinas, 1995), Las piedras inconclusas (Ediciones Mucuglifo, Mérida, 2001) y La costumbre de ser sombra (El Árbol Editores, San Cristóbal, 2003), del cual fueron publicados algunos textos en Letralia 106. Ha obtenido, además, el Premio Regional de Poesía del estado Táchira (1995) y el Premio Anual de Literatura de la Universidad Central de Venezuela, Núcleo Maracay (2001).

El premio, dotado con un millón de bolívares, una estatuilla de bronce y publicación de la obra ganadora, estaba abierto a la participación de autores de cualquier nacionalidad residentes en Venezuela, quienes debían presentar poemarios de veinte a cincuenta páginas.

Entrevistado por Ana Berta López, Orozco dijo de Gestos deshabitados que se trata de una suerte de “encuentro crítico con Dios, y el entorno es la naturaleza, los árboles, los pájaros, el agua como espejo donde uno debe mirarse y medir su involución o evolución humana”. Libro escrito, según su autor, “en una circunstancia de fe”, Gestos deshabitados contiene “mucho silencio” y “esperanza al mismo tiempo”, pues fue una manera de conectarse “con las llagas de Jesús vertidas en el hombre”.

Orozco agregó que el poemario “también es una búsqueda de la santidad, pero no entendida en los términos cristianos, sino una santidad que tiene que ver con vivir en concordancia con la naturaleza. La única dulzura del hombre no es otra cosa sino la paz que él toma de los graneros, de las montañas. La paz que uno siente cuando sabe que de una u otra forma vive la libertad en la sencillez que Dios quiere que uno viva. Y la libertad es beber lo que uno quiere y cuando uno quiere. Amar a quien quiere y como quiere en toda la extensión de la palabra y tratar siempre de vivir, de convivir, de compartir el entorno sobre la base de la ternura que uno necesita dar y recibir, creo que básicamente es lo que está implícito en ese libro”.

Fuente: Ana Berta López