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Integración literaria latinoamericana

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Semanas atrás, en medio de una acalorada discusión que tuve oportunidad de presenciar, un cliente agitaba sus manos furioso en un almacén de un centro comercial porque un dispositivo, recientemente adquirido y cuya prueba de reciente adquisición él blandía vigorosamente, no se integraba con su “Teatro en Casa”. “Sí esto no se integra a mí no me sirve para nada, ¿o es que no se ha dado cuenta que hoy en día todo tiene que integrarse?”. Mi cerebro, que sólo piensa en literatura, quiso acoger esa frase y ponerla a circular pacientemente. Unos días después, decidí incorporar al ejercicio la búsqueda en Internet de esa palabra en el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española: “Completar un todo con las partes que faltaban”, “Aunar, fusionar dos o más conceptos, corrientes, etc., divergentes entre sí, en una sola que las sintetice”. Aparte del significado, una de las primeras conclusiones que arribaron al ejercicio es que, tal como lo decía el airado cliente, hoy todo se integra: los bancos, los países, los institutos, los dispositivos, las revistas, los expertos, las redes, el comercio, la literatura... ¿la literatura? Me detuve en este punto pues no pude asociarlo fácilmente con el concepto que acababa de revisar de integración; de hecho, es posible que alguno de los otros tampoco encajen de la manera adecuada, pero a mí, por razones obvias, se me antojó someter a este último al rigor del escudriño. Para “completar un todo con las partes que faltaban” creo necesario tener, así sea someramente, una imagen mental de aquello que podría catalogarse como todo; también, entonces, intentar un acercamiento visual a las posibles piezas para determinar cómo podrían engranar con el todo. Considero entonces, y no creo caer en algún tipo de maniqueísmo, que hablando de literatura, distamos mucho de intuir la imagen de ese todo y, más distantes aun, de saber cuál es la pieza a la que pertenecemos. Analizando la segunda acepción de la palabra —“fusionar dos o más conceptos, corrientes, etc., divergentes entre sí”— encontramos que resulta mandatario reconocer la divergencia o los puntos divergentes para tratar de esbozar un intento de fusión. Esta última premisa, el postulado de que no conocemos nuestra herencia literaria, nuestra propia literatura, ni el marco referencial al que pertenecemos y el aceptar que nuestra mirada literaria cambia abruptamente cada año con el pronunciamiento de la academia sueca, no nos deja asidero suficiente para colgarnos de ese término. No por adelantarme a lo que otros puedan preguntarse, sino porque inevitablemente me asaltó esa pregunta, tuve que pensar en por qué y quién dijo que, literariamente hablando, debemos integrarnos.

Recordé entonces una conversación de un año atrás por mail con Xavier Reyes Matheus, escritor venezolano, en que hablábamos de la importancia de que “surja una generación nueva de autores latinoamericanos, que se influyan entre sí para perfilar la personalidad literaria como en otro tiempo hicieron Borges, Úslar Pietri, Miguel Ángel Asturias u Octavio Paz. Ellos eran las voces de sus países, y entre todos —amigos y tertulianos— eran la voz de América”. También imaginé los muchos trabajos a los que tuvo que someterse Mario Vargas Llosa para ubicar a Julio Ramón Ribeyro a su llegada a París, las muchas cartas y cables que tuvo que enviar para poder finalmente reunirse con él. Así mismo, los largos viajes en tren y en avión de García Márquez y Carlos Fuentes para encontrarse con Cortázar en París o en Managua.

Hace poco, en el foro “¿Lejos del boom?” del F10 organizado por la revista El Malpensante, se preguntó qué tan factible resultaba, en un futuro no muy lejano, la aparición de un nuevo fenómeno que pudiera asemejarse al boom latinoamericano. La preguntaba postulaba la posible dificultad dada la proliferación de autores, agentes y editores —todos con su artillería comercial a disposición de unos y otros— que conformaban una maraña de cabezas literarias en la que, muy seguramente, era difícil destacarse. La respuesta de los panelistas fue que, definitivamente, resultaba imposible acercarse a ese fenómeno; no tanto por la calidad literaria de las obras —que indudablemente tenía su importancia en el asunto—, como por el ámbito político, social y cultural de entonces: el boom había derivado de una convergencia sucesiva de rompimientos de una tradición histórica en cada uno de estos campos. Rompimiento a la manera del témpano de hielo que se agrieta.

No han sido pocos los eventos donde los invitados reconocen que, si bien el compartir una generación y un mismo arraigo geográfico y social trae consigo una que otra afinidad de la que no pueden prescindir, es poco o nada lo que entre ellos se hace por perfilar una generación a través del departir, el debate literario, la búsqueda del pulso literario más allá de las fronteras —sobre todo las fronteras cercanas—, y el reconocimiento de la responsabilidad histórica que otorga el andar un mismo camino en una misma época. Qué tan diferente luce el panorama de hoy comparado con aquel que relata Hortensia Corsio Orosa cuando dice: “Desde los inicios del siglo XX se observó en los escritores una apremiante necesidad de buscarse unos a otros; de encontrarse; “de sentirse latir el pulso de un extremo a otro del continente”. Nuestros escritores, no bien tomaron conciencia de sus nacionalidades —de su criollismo, y de las valiciones de ese criollismo— trataron de intercambiar mensajes, de trabar el coloquio, unidos de antemano por una unidad de conceptos esenciales”.1

Resulta paradójico que el vertiginoso desarrollo de la tecnología vaya en contravía con ese antiguo deseo de escrutar, de palpar, de sentir los latidos de aquello que se producía afuera. Se conocía más, se compartía más entre colegas cuando no existía Internet, el correo electrónico, el Messenger, la voz sobre IP, etc. Dos razones podrían explicar la situación. Por un lado, el efecto psicológico que afecta la conducta humana: si una persona es encerrada en una habitación contigua a otra y es tan sólo un pequeño orificio el que le permite indagar el otro cuarto, seguramente lo tendremos con su ojo obstinado en escrutar la otra habitación, tratando de captar, entre cada pestañeo, el mayor radio de la escena que la pequeña abertura le posibilita; por el contrario, si el salón contiguo se halla con la puerta enteramente abierta, es posible que aquella persona ignore por completo el otro cuarto, o entre en él sin examinar con la suficiente rigurosidad que le permita reparar en sus detalles. Casi siempre verá más el ojo limitado. Dejando de un lado el efecto psicológico, podríamos aceptar que se está en una fase de egocentrismo literario: o todos los brotes de redefinición de corrientes literarios parten indudablemente de nosotros, o estamos ya conectados con el punto del que brotan; razón suficiente para desdeñar los otros. Por otro lado, también es lícito asociar como la causa del actual distanciamiento, sin mucho temor a equivocarse, la curva de la carrera literaria de los escritores, su grado de madurez; ese intercambiar de textos, ese afán tertuliador, ese deseo voraz de criticar y ser criticado, ese preguntar por lo que se escribe aquí y allá, desaparece mágicamente con su incursión en el mercado, se esfuma con la fragilidad de una pompa de jabón ante el primer contrato —después de él resulta poco menos que humillante pedir observaciones sobre un texto en el que se trabaja. “Ten dignidad, tú eres uno de ellos”.

Sin desconocer o entrar a refutar que la labor del escritor es un ejercicio solitario, no deja de preocupar esa distancia entre nuestros escritores; un cuadro en el que todos comparten una mesa, en silencio y concentrados en su plato, levantando la cabeza, muy tímidamente, sólo para comprobar qué tan mal o bien luce el plato del vecino.

Resultaría injusto endilgar todo el peso de la culpa sobre nuestros escritores y lectores si analizamos también que nuestras editoriales no hacen mucho por difundir las obras de los autores de otras latitudes; claro, al menos las de aquellos que no lucen la elegante capa de haber ganado el Rómulo Gallegos, el Herralde o el Planeta. ¿De qué sirve que tengan presencia en Colombia editoriales “multinacionales” (Alfaguara, Seix Barral, Random House Mondadori, etc.) si no traen siquiera los libros que ellos mismos difunden en otros países cercanos de autores menos conocidos en nuestras latitudes? ¿Cuándo podremos enterarnos de que en Perú hay otros nombres además de Roncagliolo y Cueto, que hombres como Jorge Eduardo Benavides y Fernando Iwasaki merecen ser leídos? Merecemos poder leerlos a todos, sería una afirmación más justa. ¿Por qué no llegan a Colombia con suficiencia las obras de escritores importantes para el escenario actual como el mexicano Mario Bellatin o el argentino Ricardo Piglia? ¿Cuánto tiempo pasará para que conozcamos algo de la poesía de la dominicana Rosa Silverio o de la narrativa del venezolano Xavier Reyes Matheus o el cubano Daniel Díaz Mantilla? ¿Por qué la mayoría de los países, con excepción de Chile, invitados de la Feria Internacional del Libro de Bogotá, creen que esa credencial es sólo para traer fotos, la bandera y alguna pequeña muestra cultural?

La falta de integración literaria es una verdad, o un malestar, que gravita en el ambiente pero que casi todos capoteamos con relativa facilidad. Existen grandes esfuerzos de gestores culturales, revistas y bloggers que no se pueden desconocer, pero es tanto el peso de la indiferencia de ese resto que logra casi opacar ese trabajo.

La agria discusión de ese señor por su accesorio para el electrodoméstico y el tiempo que dediqué a pensar en el asunto, sólo me dejan una pregunta enredada en la garganta: ¿integración literaria latinoamericana o carrera loca de espermatozoides por fecundar un óvulo?

  1. Ensayo: Pensamiento filosófico e identidad cultural latinoamericana. Hortensia Corsio Orosa haciendo alusión, en el entrecomillado, a Alejo Carpentier: Tientos y referencias, p. 63.