Letras
Cuento de primavera

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Esta historia comienza un día cualquiera de un año cualquiera de un mes de mayo. La ciudad no importa, sólo diré que todo sucede en una antigua librería de una de las principales avenidas de la urbe. El nombre de la calle tampoco importa, aunque la librería está anunciada como Robertson’s Books and Blend Cigarettes. Para encontrar el establecimiento hay que caminar al menos veinticinco minutos desde mi casa, atravesar dos plazas y girar tres veces a la izquierda y otras tres a la derecha. Siempre debo seguir estas directrices, de lo contrario terminaría por perderme. La primera vez que entré en Robertson’s mi día había sido un infierno, de manera que al anochecer decidí pasear un rato para airear mi mente y reconfortar mi espíritu. Recuerdo que por aquel entonces me dedicaba a estudiar y a escribir en solitario. No tenía intención de publicar nada, además, y debido al estricto horario de trabajo al que me sometía, al final de la jornada mi cabeza sentía que era una olla a presión a punto de estallar. Como digo, aquel miércoles salí a deambular por las calles, sin embargo existía una profunda diferencia respecto a los otros días, pues al cuaderno en el que estaba transcribiendo mi última obra se le habían agotado las páginas. Así que la intención no era únicamente darme un garbeo sino encontrar una tienda donde dispusieran de cuadernos como los que utilizaba. Debo remarcar que estas libretas no son fáciles de encontrar, pues acostumbran a establecer un vínculo misterioso con el escritor que las ha adquirido. Pero la cuestión que ahora me interesa es que mis pasos, aquella tarde de mayo, me condujeron frente al escaparate de una librería que no había visto nunca antes. Como no tenía prisa abrí la puerta y entré. A primera vista no había nadie. Al principio me entretuve algunos minutos en la sección de novedades, atravesé las estanterías y finalmente me detuve en el rincón dedicado al fumador. Sí, me quedaba un único cigarrillo, así que una cajetilla no me venía nada mal para pasar la noche delante del ordenador y desdibujar mis ideas. Al estar solo repasé de nuevo las estanterías, una y otra vez, incluso estuve tentado a esconderme bajo la sudadera algún ejemplar que otro. El mutismo de la atmósfera comenzaba a incomodarme, de manera que pregunté alzando la voz si había alguien. Necesitaba que me cobraran el paquete de tabaco. Volví a gritar un “¿¡Oiga!?”, tras el cual el movimiento de unos pasos me alertó de la presencia de alguien.

—¿Desea algo, señor? —preguntó aquel ser diminuto.

Apenas pude contenerme. ¡Un enano librero! Ante mi incredulidad pensé: ¿y por qué no? ¿Quién ha dicho que los enanos no puedan ser libreros o tabacaleros o ambas cosas?

—Sí, por favor. Quisiera esta cajetilla de Blend.

—Ya. ¿Y no necesita nada más? —preguntó el enano con un deje de misterio.

—Ummm, déjeme pensar... No, creo que no —respondí.

Entonces el enano deslizó sobre el mostrador un cuaderno de tapas negras. Era la libreta que andaba buscando por toda la ciudad.

—Pero...

—¿Sí?

—¿Cómo..?

—¿La va a necesitar o prefiere dejar de escribir?

—No, no, me la llevo.

 

Al salir de Robertson’s ya era de noche. Regresé a mi apartamento y calenté en el microondas una tortilla precocinada. Cuando terminé de cenar abrí la cajetilla de tabaco, levanté la tapa de cartón e intenté extraer uno de los cigarrillos. Había algo que me lo impedía, así que con unas tijeras corté los bordes del paquete. En el interior había una tarjeta plateada. Al principio creí que se trataba de alguna promoción, pero al desdoblarla leí: “¡Gracias por elegirnos! Puede recoger su premio en Robertson’s”. ¿Roberton’s? ¿Y por qué ahí? ¿Acaso no existen miles de estancos en el país? Guardé la tarjeta entre las páginas del nuevo cuaderno y me acosté en la cama.

A la tarde siguiente volví a buscar la librería, pero me resultó imposible dar con ella, así que al cabo de dos días me prometí no detener mis pasos hasta haberla encontrado. De esa manera conseguí llegar ante el diminuto establecimiento. Esta vez el enano se hallaba encaramado a una escalera, colocando libros en las estanterías superiores.

—Buenas tardes —dije con algo de temor.

—¿Sí?

—He venido a por el premio de la cajetilla de Blend.

—Ha venido a por el premio... —repitió el enano.

—Exacto —contesté tan solemnemente como pude.

—¿Y por qué cree que yo tengo su premio?

Esta vez comencé a dudar.

—Bueno..., porque así lo indica en la tarjeta.

—Ya. Señor, debería usted aprender a leer antes de aventurarse a escribir, ¿no le parece?

—Perdone, pero no entiendo a qué se refiere.

—¡¿Acaso pone en su tarjeta que YO tengo el premio?! ¿No será que sencillamente puede recogerlo en Robertson’s?

—Sí, claro, pero... usted parece ser el dependiente del establecimiento.

—¡Por supuesto! P-A-R-E-C-E, sólo P-A-R-E-C-E.

Ante la impertinencia del librero diminuto comencé a sulfurarme. Jamás entenderé cómo fui capaz de hacer lo que hice. No es que pretenda justificarme, pero en verdad aquel enano cuarentón estaba a punto de provocarme una crisis nerviosa.

—¿Y bien? —volvió a preguntar levantando la ceja derecha.

No pude contenerme. Tomé el primer libro que pude alcanzar y de un puntapié empujé la escalera sobre la que estaba subido el enano. Salí corriendo avenida abajo hasta que perdí de vista el rótulo verde y marrón de la librería. Jadeaba de agotamiento, el corazón amenazaba con rasgar mi cuerpo de tanto palpitar, el sudor empapaba mi camisa. Necesitaba sentarme. Entré en una cafetería y pedí un agua. Me dejé caer en una de las butacas, cerré los ojos y pensé: “¡cálmate, cálmate!, tampoco ha sido para tanto”. Cuando abrí los ojos el botellín de Vichy estaba servido. Respiré hondo, bebí un sorbo de líquido y comencé a tranquilizarme. Sobre mi regazo se encontraba el libro que le había robado al enano. El lomo era negro. No era un libro, no, no podía serlo. Era uno de los cuadernos que acostumbraba a usar para escribir. Aparté la goma elástica que lo envolvía y leí la primera página: “Cuento de primavera. Relato para V. Boyce”. Al final de la página había una anotación en cursiva: “Nota: este cuento tiene garantía de por vida. En caso de que usted no sea V. Boyce nos veremos obligados a desvanecer todas las palabras de sus escritos. Si por el contrario es usted V. Boyce, entonces ya puede publicar su nueva obra. Le recordamos que su certificado de calidad trasciende su propia vida. Gracias”. Sí, yo era V. Boyce y no alcanzaba a comprender nada, a parte de que existía una especie de garantía vitalicia.

 

“Cuento de primavera” tuvo un éxito inimaginable entre lectores de todas las edades. Sin embargo, nunca llegué a esclarecer qué había sucedido aquella tarde, pues tras leer la nota me quedé profundamente dormido. Al despertar me hallaba sentado frente a mi escritorio con el cuaderno de tapas negras abierto entre mis manos. Ahí estaba la historia. Jamás sabré con certeza si lo escribí yo o, por el contrario, resultó que el enano era algo más que una simple alteración del código humano. He vuelto a pasar decenas de veces por delante de Robertson’s siguiendo las instrucciones que anoté aquella tarde de mayo. Me he asomado a través del cristal del escaparate, pero no me he atrevido a volver a entrar. Desde entonces, hace ya más de tres meses, no he escrito una sola línea. La semana que viene tendré que entrar. Quizás necesite cigarrillos y un nuevo cuaderno, porque éste ya se ha acabado y la inquietud por escribir otra obra comienza a apoderarse de mi ánimo.