Letras
Todas las voces, mujer...
Extractos

Comparte este contenido con tus amigos

Estatua en la plaza verde

Te esperaría. Yo sería, amado,
la primera en llegar hasta la vía,
y la última en volver, con un paraguas,
de la estación del tren que te traería.
Iré hasta el mar como la lluvia, a veces,
y pasaré del mar a la otra cita,
en el muelle del puerto, frente al río.
Seré la gris silueta que tirita.
Inmensamente sola como novia
saldré a buscarte y volveré tardía.
Del balcón a la plaza partiré.
Seré una estatua de melancolía.
Y a la hora puntual de nuestras muertes,
si llegara primera a nuestra cita,
te estaré ya aguardando para darte
mi amor en una blanca margarita.

 

Dientes

Estrella que es error, yo soy los dientes,
y solamente dientes, no la boca
que yerra, miente, injuria, a Dios calumnia,
y cuando su áspid guarda queda roja.
Ay, pobres bocas, lenguas enredadas
con las malas palabras que hablan solas.
Yo soy los dientes que castañetean
cuando filosos muerden a las rocas.
Las bocas son carmín que en la intemperie
pierden su fuego; en su lugar, las rosas
en las muy frías noches, de sus frentes
dejan caer sobre el amor sus gotas.
Soy como Hefesto, dios que cojo y feo,
pelea doy, mas llama que se llora,
no sé qué frase mágica invocara
para una vez besarte oscura boca.

 

El beso

Voy a contarte un cuento que otras saben.
Las menos como tú jamás supieron.
Era un juego de a dos pues se enfrentaban
un rey hermoso y una reina a besos.
Y érase que ella alegre se moría
como última tecla en cada beso.
Y él riendo tomaba con su boca
un poco de su lengua y de su aliento.
Pasó el verano bajo el puente chino,
sopló el otoño y garuó el invierno,
volvió la primavera y se marchó
detrás de un par de niños aquel juego.
Y érase esa mujer que aún lo amaba,
y moría de pena, pero en serio.
Y érase la tristeza en el ciprés
la hora en que llovía en ese reino.

 

Estalactítico

Y cómo cuesta no ponerme triste
en esta tarde abierta al viento norte,
no replegar mis alas y sumirme
en las suaves olas de mi lecho.
Entonces, ya acostada, hacer memoria
de algún afortunado parpadeo,
mi calculada prohibición, mi airosa
tristeza alimentada con argento.
Y cómo cuesta no volver el rostro
en dirección al fresco de violetas,
y preguntarme en dónde he malogrado
los últimos temblores de mi sangre.
Hubiera sido justo que en la hora
exacta del hechizo, cuando terso
aún tenía el rostro tú amabas,
me hubiera vuelto yeso en la intemperie.

 

Argucias femeninas

Aún me queda un número en los guantes:
un hijo de ojos grandes, plasma cálido
y ombligo medicado con yoduro
que pariré en un marco de anestesia.
Su llanto habrá de ser tu media vuelta
después de haber dispuesto que te vas,
que ya te fuiste, y por aquel gemido
darás de nuevo con mis senos firmes.
A donde vayas llevarás su olor
y la visión compleja de su feria:
canarios de aluminio y marionetas
ahogándose en bañera soleada.
Imprevisible giro de coraje.
Ranura de tableta violentada
en pos del comprimido veintiuno.
Un trago de agua sella mi carácter.

 

Electra duda

Acaso esa mujer —creo haberla visto siempre—,
que me mira al modo mío
desde aquel inmenso espejo,
que viste mi traje azul
y lleva este pañuelo
de color dándole vueltas
en olas a los hombros
—parecía más contenta hace un instante—,
no soy yo.
¿Es posible dudar de los espejos?
¿Qué de la calóptrica y sus leyes?
¿Qué de las imágenes sensatas?
Años que llevo mirándome en sus rostros,
dudando seriamente de su fidelidad.
Anteayer el busto de Ifigenia, hija de Agamenón,
rey de Micenas y de Argos,
esta mañana Juana, abanderada y resuelta,
Virginia Woolf a la tarde, aterida de mar,
amamantando crustáceos.
Ahora, ¿quién se atreverá a decirme
que esa mujer de enfrente
y sentada frente al espejo,
soy yo, setenta veces yo,
sin mirarse antes en él?

 

Resoluta Marta Lynch

¿Qué te traes luciérnaga?
¿Qué te traes que embistes
mis espejos, sin pausa?
No es de ti ciertamente esta torpe acrobacia;
yo te sé destinada para un rumbo más hábil
sobre un verde espacioso en la margen del río;
mas,
si acaso decides
dando giros mortales
perecer ante tanta resistencia dorada,
mira qué desconcierto:
¡una luz virtuosa anhelando la sombra!