Letras
Dos relatos

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La sepultura

Cuando lo enterraron Tiberio tenía los ojos abiertos como esas imágenes de galaxias aparecidas en los libros de texto o más bien deberíamos decir remolinos estelares inundados por polvo helado y granizos febriles. Sucumbió a la detonación de sus arterias, el rastro de la vida seguido por su sangre fue borrado y despistó su viaje, agotó el pulso de su magnética soledad. No había modo de comprender el tiempo, en esta posición de horizontal inercia era víctima de espasmos y de cóleras incontenibles por parte de los bichos y sus propias secreciones.

Sereno bajo la tabla cerrada de su féretro, su silueta se diluía mientras sobre la hierba húmeda y reverdecida por las últimas lluvias, los enterradores arrastraban las palas al profanar su memoria.

Miraba la cubierta de su ataúd con una languidez alcohólica, mientras el icono religioso le dedicaba un parpadeo sin presunción ni interés, con esa indefensión de los terrenos martirizados por maquinarias, con sus agujeros azules llenos de los vapores exhalados desde su carne agrietada, recorrida por la torpeza de los cilíndricos fenómenos eléctricos expulsados de su alma por el último suspiro, mientras las gotas de lluvia horadaban el edificio de la vida demolido por enormes bolas de amoníaco y explosivos enterrados en sus bases enzimáticos, sus secretos escondrijos y el espesor de sus huesos eran ahora prospectos de una arquitectura en decadencia con una infraestructura basada en el fenómeno menos comprensible y accesible de la termodinámica.

La llegada a este ámbito de mutismo fue precedida por el temblor del arco iris bajo el manto ahuecado de una noche de invierno, triste como las magnolias manchadas de orín, el alcance de la cúspide dependía de los nichos abiertos en la rampa de tierra por donde habría de subir. Un pétalo se había colado entre los espacios intercostales, rozaban la redondez de unos huesos que todavía conservaban cierto tinte carmesí de la carne desprendida. Sobre el terreno goteaba el agua.

Por su rostro hinchado y negruzco cruzaban filamentos de un pálido reflejo, sutiles, delgadísimos como las mujeres anoréxicas o las burbujas de saliva derramadas sobre el pavimento. Dentro de sí había pensamientos pecaminosos, copularía con la idea de vivir en la geométrica eternidad de un campo pisoteado por los topos y removido por las lombrices. El cuerpo en la oscuridad del sepulcro había retenido al espíritu que lo habitaba y no lo dejaba desvanecerse entre las raíces y las piedras grises, no le permitía evadir las rocas y diluirse entre los poros del fango. No lo dejaba escapar a través de tierra y rocas para vestir su túnica de viento, su mantón de electricidad. Las manos permanecían sobre el regazo, inmóviles. En los dedos, brillaba un zafiro. Una hebra de sombras se desprendía de las manos tumefactas.

Sobre él, la materia silenciosa, los absurdos trucos de la eternidad y los cambios desconocidos de su estructura. No existía la noche, él era la más aterradora oscuridad. Se decía a sí mismo aquellas palabras aprendidas mientras la madre le llamaba con sus manos, escribía sobre el plasma sombrío de células dispersas la representación de su nombre.

Sin procesos vitales, su aislamiento se hacía más pronunciado y trágico. No necesitaba aire para respirar, sólo una tenaz intención de permanencia, una voluntad de desconocer el abismo abierto en su vientre por el fantasma de los ácidos, el acantilado en la cuenca de sus ojos acogía en irreversible salto las imágenes desprendidas de su memoria, derretidas por el lodo y los minerales. Hacía falta una granada para apuntalar la puerta por donde intentaban introducirse los espectros vecinos con sus cruces y sus sudarios, con sus huesos pulidos y sus sonrisas inmensas.

Las palabras comenzaban a desvanecerse dentro de su cráneo donde apenas asomaban unas hebras de pelo húmedo, un suspiro, un roce de aire en la mortecina curva de sus orejas, congeladas por la inacción, endurecidas por la pasión contenida. De dónde obtenía el pasaporte y la visa para atravesar el retén aduanero en la nación de los demonios y los arcángeles. Era como vivir detrás de una puerta, como sucumbir a las tentaciones de los factores exponenciales de una ecuación olvidada. La tierra era de una forma análoga a las exposiciones fotográficas del siglo anterior, un sepia modificado por la estación y su delirio se alimentaba del color pardo del lodo y las bacterias. Y sus recuerdos se convertían en una especie de uniforme incorporación de estímulos sin significado, como archiveros vacíos. Algo reptaba por las arterias secas y estériles colgadas de las aristas del nicho donde latía su músculo cardíaco. Algo se abría en su interior.

En sus piernas había anidado un escorpión. Negro e incomprensible, hincaba sus tenazas sobre la carne hinchada. Pedazos de piel y sangre deshidratada colgados de las agudezas de las pinzas del arácnido. Sobre la dureza del cráneo todavía se deslizaba el recuerdo de los automóviles por la autopista, el ruido ensordecedor de las bocinas, la trifulca de las ramas de los árboles sacudidas por el tornado, la alienación de los granos de arena lanzados al caos por los neumáticos, la indolente alineación del tendido eléctrico con sus plumíferos inquilinos vestidos de negro y púrpura, el rostro de una gota de agua reflejado en los espacios y los intersticios de las nubes secretas de la tierra.

Sobre la curva fría del parietal cicatrizado circulaba el triste secreto de su extinción. El hundimiento había sido ocasionado por la voluptuosidad de un vehículo enamorado del fuego del combustible que le rasga las entrañas como una acidez producida por picaduras condimentadas y licor barato. El alga de los sueños se mecía con placidez sobre un reventar de espumas, la rudeza de su calcio disperso entre los peñascos. Hay más para compartir este momento, pregunta la última falange íntegra del dedo meñique de su mano izquierda, sin erecciones ni eyaculaciones recurrirá a su monótono entorno para aclarar la visión de los poros abiertos de su piel ya difuminada.

La última especulación de su conciencia moribunda fue la indumentaria de su cuerpo exánime. La obstinación de la muerte no tenía variantes y el tejido del traje se adhería a los gránulos carnosos. Los pies estaban embalsamados en unos zapatos con apariencia de sapos desvencijados por gruesas ruedas de camiones. Al lado derecho, cerca de la mano con la que tomó el arma para dispararse a la cabeza, yacía una inútil cruz de plata.


El muerto

Encontramos el cadáver en unos matorrales. Vestía camisa azul claro, pantalones vaqueros y zapatillas. Tenía un orificio en la sien derecha. Por allí había entrado el proyectil y salido el alma. Un hilo de sangre se había secado sobre la mejilla mientras describía una forma de ese. De la comisura de los párpados pendía una legaña y en los labios abiertos un escarabajo había encontrado morada. Los perros habían mordisqueado la piel de los brazos y se habían marchado cuando aparecieron los primeros gusanos. El sol ascendía por la ladera de los cerros tallados en gradas.

Eran las diez de la mañana cuando nos avisaron. El teléfono sonó y del otro lado, una voz indefinida de viejo fumador y asmático en crisis dio los detalles. Acudimos en tres vehículos. El lugar estaba distante del centro de la ciudad, tal vez una media hora. Se abría como un abanico. Revisamos el sitio mientras llegaba el personero de la fiscalía y el forense. Había en los alrededores un vertedero. La arquitectura de los desperdicios se erigía deforme como la visión de un borracho. Era raro, pero los gallinazos no se habían enterado del festín escondido tras los zarzales. Tampoco las ratas, entretenidas en husmear dentro de unas latas untadas con aceite de atún, tenían la menor idea del marasmo y la corrupción del extinto organismo.

Era el muerto un hombre joven. Tal vez no llegaba a los treinta años. La edad es impredecible en quienes mueren de manera violenta. El estrafalario maquillaje de luz y sombras sobre la piel cenicienta desvanece la cronología y arranca las hojas de los calendarios, proporciona un aire de intemporalidad. Los cabellos estaban alborotados por la huesuda mano de la muerte y el viento rastrero. Tenía los ojos inflamados y un corte sobre el pómulo derecho.

Las nubes comenzaron a surcar un cielo recio, de un blanco furioso. La cara del muerto vibraba en la más remota región de sus capas dérmicas, presta a desistir de su mueca bufonesca y a diluirse hasta el hueso. Bajo la traslúcida lámina de los párpados se abrían delicados caminos de sangre seca. En las fosas nasales comenzaban a crecerle hierbas y las raíces temblaban en sus labios apretados.

Una de las bastas del pantalón estaba enrollada. El delicado ballet de las hormigas ascendía sobre el cilíndrico escenario de las piernas. Alguien dijo ver una reverberación térmica subir por los peñascos calientes.

El capitán aventuró con discreción su hipótesis. No la escuchamos. Escribía sus consideraciones con su letra ilegible de arañas disecadas. Me pareció una forma de darle sentido al silencio y a la inmovilidad mientras nosotros buscábamos pistas. Porque al final de todas las cosas, se impondría la pertinaz quietud, la infinitud de la inercia.

Dos días antes, otro cuerpo sin vida había sido hallado en una cuneta al lado de la carretera. No tenía ojos y las manos estaban atadas. Aliado de las sombras, viajaba ahora por caminos secretos. No nos pareció ridículo aventurar el primero de muchos posteriores homicidios. Acertamos. El de ahora era el segundo eslabón de la noche que se lanzaba sobre la ciudad. Las estrellas eran apagadas por la voz de las gélidas flautas de muerte.

Cuando llegó el forense y el funcionario de la fiscalía, los gallinazos se asomaban desde un barandal de ramas angustiados por su impuntual presencia. Tarde se habían enterado del frustrado banquete. Nos lanzaban miradas con cierto fulgor burlesco. Los funcionarios tomaron el cuerpo por las extremidades y lo colocaron con poca cautela dentro de una bolsa de plástico. Algo se deshizo sobre el polvo levantado por las suelas de los zapatos. Recuerdo una voz al fondo. Llamaba a todos para volver a las oficinas.

El peso del crepúsculo nos cayó de súbito. Durante el almuerzo, vi dentro del plato de arroz con frijoles y carne, un par de ojos desmesuradamente abiertos. Guardé silencio. La locura es más frecuente de lo que reconocen los facultativos; sin embargo, los años en el servicio nos permiten, de manera funcional, ciertas excentricidades y dislocaciones de la personalidad tan sólo percibidas por expertos. Me integré a un grupo de oficiales entretenidos en diálogos insulsos y ditirámbicos sobre carreras de caballos, mujeres de cantina y encuentros deportivos. La delicada y sutil relación entre los dos muertos no había sido encontrada.

Supimos de la presencia de una mujer en los sitios antes descritos. Llovía cuando un relámpago escribió su nombre en el cristal de la sucia ventana. Reseñaron a una criatura pequeña y regordeta. No más. Tal vez un vestido rojo de satín y unos pendientes color rosa, prendidos de forma ridícula de los lóbulos de unas grandes orejas. La pestilencia de la ineptitud afloraba entre los expedientes. La presencia de esa mujer no era evidencia. Tan sólo pasaba, si es que pasaba, y si lo hacía no había manera de tender una madeja sobre el territorio por ella recorrido para seguirla.

Las pistas encontradas eran pocas. Un pedazo de papel donde se había escrito la palabra mañana, un cristal roto donde no había huellas, la tapadera de una botella de cerveza y un dado rojo con puntos blancos. Recuerdo el número tres en el cubo, no sé por qué. Nos reímos entonces de las argollas rosadas y el vestido de raso. Tal vez los zapatos eran negros y gastados, de tacón de aguja roto, demasiado altos. Nos imaginamos el rostro y los labios pintarrajeados, como payaso de circo (¿son de algún otro lugar los payasos?).

Poseído por la herrumbre, el accionar de nuestros investigadores dilapidaba recursos, verbos en desenfrenada rodada por una pendiente, sustantivos aturdidos por el grito de las medusas del calor vespertino, adjetivos soñolientos por la misma causa, nos inclinamos por darle rienda suelta al hemisferio norte de nuestro ocio, más que a indagar con profesionalismo y diligencia.

Volvimos al nefasto sitio donde la espesura volvía a crecer. Pisoteábamos las hierbas, dejábamos nuestras huellas sobre la suave tierra salpicada de sangre y relente. Hierbas altas rasguñaban nuestros brazos y nuestros rostros. A alguien se le cayó un manojo de llaves. Pronto fue encontrado sobre una calavera. Estaba separada de su cuerpo, pero más allá lo encontramos abrazando una mochila. Dentro había un libro de poesía. No recuerdo el autor, un espejo donde todavía había grabado un par de ojos había sido quebrado sobre los parietales.

Una lagartija subió por un tronco derrumbado. La seguí con la mirada. En lo alto del árbol, temblaba una hoja suelta. Díscolos escarabajos construían un silo en los ángulos donde se unían las ramas.

Vino a mi memoria una novela de SD Mcallister. Su personaje principal era una novia sentada ante el altar, abandonada por el resto de su vida con una bolsa donde había introducido las fotos del novio a las que retocaba según pasaba el tiempo para imaginar su apariencia. En silencio miraba cómo se desvanecían los cirios y los santos se descascarillaban sobre los azahares ceñidos en su cabeza.

Un rayo cayó sobre una grieta en la tierra o tal vez el relámpago dibujó la forma de la hendidura con sus estiletes de fuego eléctrico. Las alas de un arcángel de neón se batían sobre la piel mudada de una culebra. Escupí sobre mi propio zapato.

Sonó una estrafalaria canción a lo lejos. Ahora los gallinazos se reían y alzaban el vuelo dejando tras de sí una estela de nauseabundos olores de tripas y excrementos. Dentro de una nube viajaban sin volver sus miradas lanzando líricas sustancias digestivas.

Pensé en ansiosos poliedros, en oleosas parábolas, en pervertidos triángulos equiláteros, en paradigmas mnemotécnicos y en púlsares equidistantes. Era el universo abierto ante mi visión interna, incrustado por carámbanos azules por temer a la muerte, por no sentir el denso manto de los fantasmas sobre mi cabeza. También en un vaso con cerveza fría y en una burbuja reventando en el labio superior de un borracho.

Tomamos medidas, vaciamos yeso para hacer moldes, colocamos visibles señales, escrutamos el terreno, buscamos pistas materiales más que especulaciones y teóricas interlocuciones, basadas en el frío estipendio del cansancio y la rutina. Agobiados estábamos por los triturados demonios de la ira y la abulia. Ampliamos el perímetro sin dejar de lado la posibilidad de los rastros plantados a propósito para desconcertar.

Pero fui el primero en darme cuenta de lo inconfesable. El primero en concebir la demolición de la fortaleza de mi ecuanimidad tallada ahora en cartón. Entonces, el tiempo me arrastró hacia su alcantarilla de sombras, me lanzó a un despeñadero donde crecían filamentos de huesos y modelaban los gusanos sus vestidos hechos de ripios mientras trataba de alcanzar la puerta del ataúd donde yo mismo me miraba para siempre suspendido en la detención de mi biorritmo.

En la primera fila de la iglesia cuando todos lloraban por mi inesperado asesinato, yo me sentaba al lado de una mujer vestida de rojo, con aretes rosados y zapatos gastados de tacón de aguja y la miraba con detenimiento.