Letras
Pasajero del abrigo

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“Yo no hablo de venganzas ni de perdones;
el olvido es la única venganza y el único perdón”.
J. L. Borges.

Vine a este tribunal porque el rostro de un hombre no me deja vivir. Lo veo en todas partes, sueño con él. No me interesan las recompensas, señor juez, lo único que quiero es olvidarlo para siempre, pero al parecer no tengo las cuentas claras con un señor del que desconozco hasta el nombre. Presencié su muerte en las circunstancias que le voy a narrar. Es lo único que nos vincula.

La madrugada del doce de junio de 1986, recibí una llamada para buscar un pasajero en calle Los Sauces. Llegué al lugar a las dos y esperé unos minutos fuera del 155. La luz artificial le daba un color amarillento a la neblina, avejentaba los frontis de las casitas de madera transformando los pasajes en túneles de humo azufrado. A las dos quince exactas salió un hombre metido en un abrigo largo y oscuro. Saludó con una voz tan ronca que me hizo saltar, más todavía cuando lo miré por el espejo y me pareció demasiado flaco, casi cadavérico. Su cara huesuda y aquellos ojos extremadamente abiertos, podrían pasar por la imagen de un vampiro y eso fue lo primero que se me vino a la mente cuando lo vi. Me pidió que lo llevara por avenida Caupolicán, hacia la carretera. Le pregunté si era más allá de la universidad, respondió que sí. En ese momento un escalofrío me subió como un lagarto por la espalda, no era para menos, en el lugar al que íbamos no existían casas ni nada construido y yo me preguntaba como cualquiera en mi pellejo: ¿qué se puede hacer en la madrugada, con este frío y en medio del campo..? Estuve a punto de negarme, pero no tuve el valor, dejé que los hechos continuaran su curso, dejé que me lanzaran al agujero del que todavía no logro salir.

Cerca de las dos treinta, me detuve junto a un árbol invisible en la niebla. El hombre me pidió que lo esperara asegurándome que pagaría bien. Acepté porque la platita me iba a salvar la noche y porque mi espíritu compasivo me obligó a no dejarlo tirado en medio de la nada. Lo que iba a ganar no impedía que tuviera miedo y más que miedo, un presentimiento, algo aquí en la boca del estómago. Nunca hago caso de señales raras, mi mujer dice que son avisos de Dios pero yo he sido toda la vida porfiado, señor juez, y los porfiados siempre se salen con la suya.

Nunca supe en qué malabares anduvo el hombre por esos potreros y en una oscuridad que no dejaba ver ni la punta de los zapatos. Por lo demás, tampoco me interesó saberlo, me acomodé en el asiento decidido a dormir un rato, pero el frío y aquel temor que no sabía cómo ni desde dónde había llegado, no me abandonaban. Después de unos veinte minutos de espera, oí pasos acercándose, luego se abrió la puerta del Opala y, con la misma voz ronca de antes, dijo: “Vamos a la estación, tengo que tomar el tren de un cuarto para las cuatro”. No sabía, el pobre, el trencito que iba a tomar ni yo el problema en que me metía. Respiré con alivio al ver el edificio iluminado de la universidad y al advertir que las luces de San Cristóbal transformaban en menos borrosos los sitios eriazos y las construcciones de las afueras. El paisaje volvió a ser diablo conocido.

Lo dejé a una orilla de la estación, frente al bar y restaurante Torino. El desconocido se despidió dejándome seis mil pesos, cantidad que en aquella época era un dineral. Luego retrocedí y lo miré subir los escalones creyendo que había hecho bien en llevarlo y esperar, pero al cabo de unos segundos todo se tornó confuso, un grupo de hombres salió corriendo desde el interior de la estación y, sin mediar palabra, acribillaron al pasajero del abrigo. El pobre hombre calló por la escalera mientras uno de los asesinos avanzaba para rematarlo. Yo aceleré y en dos segundos desaparecí en la niebla.

Los días que siguieron al asesinato escuché las noticias de la radio, miré la televisión y me entretuve fisgoneando en los diarios. Buscaba alguna señal de lo presenciado, pero extrañamente ninguna noticia del tiroteo apareció. Años después, urdiendo con más tranquilidad los recuerdos de aquella noche, deduje que el escenario estaba preparado, quiero decir, esperaban al hombre para matarlo. Que cómo lo sé, no es cosa del otro mundo, un par de detalles. No había taxis fuera del Torino, por ejemplo, donde siempre hay tres o cuatro. Además, no se veía nadie en un restaurante que a esa hora rebosa de borrachos y prostitutas. Para mí está más que claro, señor juez, los asesinos sabían que el hombre llegaría a la estación esa noche y limpiaron el lugar antes de cometer el crimen.

Una tarde especialmente amarga de fines de junio aparecieron dos automóviles en mitad de la calle donde yo vivía. Después de unos minutos en que seguramente evaluaron momento y lugar, bajó un grupo de cinco matones altos y bien vestidos. Con las armas en la mano patearon la puerta de mi casa y entraron gritando e insultando. Por un momento creí que nos iban a matar, pero el más cuerdo del grupo calmó a sus compañeros. Trataron mal a mi mujer y a los niños que en esa época eran dos, eso me dolió más que los golpes de culata y las patadas. Andresito, desde aquel episodio, se agarró una tartamudez que todavía no se le quita y Adela, mi mujer, cada vez que alguien golpea con fuerza la puerta, comienza a temblar y no para el baile hasta comprobar que es el cartero o el señor que toma el estado del gasto de luz o agua. Esas son algunas de las consecuencias de aquella visita terrorífica, pero lo que quiero dejar en claro es otra cosa, al ver actuar a aquellos hombres reconocí a los mismos que mataron al pasajero del abrigo. El cimbrar de brazos y la leve cojera de uno de ellos, eran copia exacta de los movimientos del asesino que dio el tiro de gracia en la escalera de la estación.

Me tuvieron más de veinte días encerrado con amarras en manos y pies, además de una capucha. En ese tiempo no supe de días ni de noches, intuía que cuando se escuchaban más ruidos: un vehículo que pasa a lo lejos, bocinazos, alguna remota conversación; era de día. Por el contrario, cuando el frío me cortaba los pies y había un silencio de subterráneo vacío, entonces era de noche. Cada cierto tiempo me sacaban del calabozo para golpearme y hacer siempre las mismas preguntas: que a qué horas lo había ido a buscar, que dónde habíamos parado, que desde cuándo lo conocía, que quién más iba, que les diera nombres, direcciones. Les dije lo poco que sabía pero querían más y más...

Cierta vez me trasladaron a golpes y empujones. Aquí me matan, pensé cuando me iban bajando, pero me condujeron por un pasillo y me tiraron a un calabozo pequeño en el que apenas cabía el camastro. Con las manos atadas a la espalda pude tocar el muro de ladrillo sin estuco y la puerta de hierro. Al rato llegaron dos hombres, que además de patearme, me desnudaron y escupieron. Vestido sólo con la capucha llegué a una pieza más grande. Allí susurraban otras personas y había un olor a meado, mierda y otra cosa que en ese momento no pude reconocer. Años después, asocié ese olor con el de grasas y vísceras quemadas en los mataderos. Estuve de pie con el cuerpo tenso, esperando los golpes que podían venir de cualquier lado, pero lo que vino fue un chorro de agua fría. Lo primero que se me ocurrió fue que mi cuerpo estaba tan hediondo que de alguna manera querían limpiarlo. Sin embargo, mi apreciación cambió cuando me tomaron de los brazos y en silencio me ataron a una cama metálica. Yo temblaba, no sabía si de miedo o de frío. El primer golpe de electricidad fue terrible. No supe si el dolor se ubicaba donde me habían puesto la picana o en todo el cuerpo. Grité como nunca en mi vida. De pronto, una voz de hielo y un golpe seco en la cabeza me hicieron callar: “Se te va a olvidar, conchetumadre”, dijo, “vamos a dejarte ir, pero se te va a olvidar que estuviste aquí”. Recibí otras dos descargas, más fuertes pero cortas. “Se te va a olvidar todo, oíste, también lo del muerto. Si te preguntan los vecinos anduviste de parranda. Pobre de ti y de tu familia si sabemos que dijiste algo”.

Varios días después, me lanzaron desde un vehículo al camino de San Miguel. Llegué a mi casa a las nueve de la mañana del doce de julio. Mi mujer casi se desplomó al verme en la puerta. Mis hijos no me reconocieron y yo no podía creer lo que veía en el espejo.

A partir de ese momento, el terror a que esos hombres volvieran no nos dejó dormir durante meses y años. No se cuántas veces, dormido o en vigilia, oí la voz helada de aquel que me obligó al silencio. Nos mudamos a Concepción, pensando en escapar, pero, como usted ha de saber, el miedo está adentro y va con nosotros a todas partes.

Ahora, después de doce años de ocurridos los hechos, estoy aquí para cumplir con el mandato de mi conciencia. Como le dije al principio, sueño con el rostro de ese hombre, con las balas que lo acribillan. No me interesa encontrar a los desalmados que me torturaron, no quiero saber quiénes son. Me preocupa la identidad del pasajero del abrigo, que su familia sepa cómo murió y si es posible, que la policía averigüe donde están sus restos y se le dé sepultura como Dios manda.

Le ofrezco dar los detalles de su aspecto para un retrato hablado, como en las películas, o buscarlo en archivos con fotos de personas desaparecidas. Estoy seguro de reconocer su cara en cualquier parte. No miento cuando le digo que suelo verlo, que se me aparece en las multitudes del centro de Concepción, en la entrada de algún cine, en un restaurante. Usted debe pensar que estoy loco, pero no es así. Hago todos los esfuerzos necesarios para darle el menor crédito a las apariciones, quiero pensar que es mi imaginación quien pone su figura en aquellos lugares y más que mi imaginación, mi conciencia herida por el silencio de tantos años.

 

—Señor Rojas, acuso recibo de las denuncias hechas por usted a este tribunal. Instruiré a la policía para que investigue los hechos. No está de más dejarle en claro que, en principio, no hay pruebas materiales de lo que usted dice haber presenciado: no aparece el cadáver, no se ha identificado a ninguno de los asesinos, no hay más testigos y tampoco se han encontrado pistas claras de los hechos referidos. En los próximos días la policía se comunicará con usted para efectuar las primeras diligencias. Los dos hombres que están detrás lo acompañarán a la salida.

Antes de completar el expediente y despacharlo, el doctor Ariel Espinoza, psiquiatra de turno en la clínica San Miguel, mira por la ventana hacia el patio de relajación, piensa en llamar a Daniela y pedirle que escoja un motel nuevo para esa misma noche, pero lo deja para más tarde, luego se inclina sobre los papeles y anota los últimos detalles de la psicosis paranoica de Luis Rojas Pereira.