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Guillermo MartínezMarcas de la violencia política en la narrativa de Guillermo Martínez

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Los cuentos reunidos en Infierno grande (1989) y la novela Acerca de Roderer (1992), del joven escritor argentino Guillermo Martínez (Bahía Blanca, 1962) configuran un programa narrativo singular en el marco de la producción nacional de los noventa.

Su estilo sobrio, compacto, racional, y la elección de elaboradas arquitecturas que privilegian la unidad compositiva en medio del fragmentarismo y el instantaneísmo típicos de la escritura posmoderna, instalan el primer movimiento de orden clásico que, en ese contexto, se evidencia como una marca distinta, que obliga a una mirada distinta. Se inscribe en ese sentido la incorporación de temáticas inusuales en la literatura de los noventa, como la búsqueda del conocimiento absoluto, la reflexión sobre el arte como indagación del saber humano o la discusión del canon literario, entre otros. Como un latido, como una presencia casi nunca explícita, también el horror y la memoria vinculadas a la última dictadura son temas de sus cuentos, novelas y ensayos.

 

Los nexos perdidos

Roderer, el personaje central de su primera novela, es un “héroe cerebral” que busca afanosa y maniáticamente la posibilidad de un “pensamiento nuevo” que escape de la lógica binaria aristotélica (el ser o no ser, al que advierte como rígido corsé, como cárcel filosófica) para encontrar al “tercero excluido”, “algo”, dice, entre el ser y el no ser, que intuye en las creaciones del arte. Una analítica sobre el ser del hombre y el ser del lenguaje que dé cuenta de la profunda vinculación entre ellos, como había planteado en los años setenta Michel Foucault atribuyéndole rango de cuestión decisiva del pensamiento contemporáneo. A la sombra de ese pensamiento (deudor de Derrida y Levinas, nunca nombrados en el texto) parece crecer la genialidad solitaria y desgarrada de Roderer: “Escapar de la lógica binaria siguiendo a Nietzsche, afirmarse en lo cambiante, lo transitorio, las fluctuaciones y recuperar los nexos perdidos, los estados intermedios del pensamiento, los razonamientos precarios...”.

Este esfuerzo intelectual de Roderer ingresa en zonas resbaladizas cuando se abandona a sus “iluminaciones” y se siente en pugna con los dioses y con el tiempo de la muerte, cuando no puede con su enfermedad, con su dolor y su soledad inconcebible.

El diseño narrativo que rodea la vida de Roderer responde a una lógica binaria, persiste en las oposiciones y los claroscuros, como la vida misma de la que pretende aislarse para ensayar su “mirada en abismo”. Así, el lúcido ajedrez y el oscuro juego del bar, el saber escolar y el autodidactismo, la inteligencia y el genio, Cambridge y Malvinas, el conocimiento universitario y la visión sagrada del Machu Picchu, el cielo y el infierno, en fin, se obstinan en reiterar la manera en que la inteligencia funciona y simplifica. Contra esa tradición lucha Roderer, solo y enfermo.

Ese personaje puede ser visto, desde una mirada más bachtiniana, como el ideologema de una época y una circunstancia: el deslizamiento que propone Roderer con respecto a su tiempo, es decir, su salida de la estructura escolar, social e intelectual de su entorno, el aislamiento que necesita y que a la vez lo devora, su obsesión de utopías casi siempre inasibles y difusas, la degradación de su cuerpo y su mente puestas en función del objetivo utópico y la desolación de su tristísimo final hablan del lugar que tenían las utopías en una sociedad rígidamente disciplinada e indiferente con las posiciones distintas, con los corrimientos intelectuales, con las vidas laterales. Miles de Roderer, en la Argentina de los setenta, pagaron altos costos por sus sueños utópicos. Y la sociedad se comportó de manera muy similar a la que presenta la novela.

 

Temblor y perplejidad

El volumen Infierno grande, cuya reedición (2000), aumentada, permite leer su obra de manera más integral, descansa sobre una realidad que aparece como un fluir innecesario y neutro pero con pliegues, zonas inaccesibles, que la escritura ilumina. Territorios donde el absurdo, el horror, la locura o el extrañamiento se entremezclan para construir la significación de la trama. En esos nudos la tensión entre la lógica y el delirio se resuelve, o se disuelve, como perplejidad.

Si lo real (“el ciego dejarse suceder de las cosas”) es gratuito y azaroso, sus pliegues, desde los que Martínez narra, proponen la significación o una significación (“la palpitación del drama, la realidad encañonada, eso era la literatura”).

La narración enfoca una zona donde la racionalidad del transcurrir, la anodina inteligencia del vivir, colisiona con las pulsiones inexplicables y demoledoras que obligan a salirse de lo normal, lo acostumbrado, lo esperable. Esa colisión cobija al genio en fuga de Roderer, a las mujeres mirando la nada para no ver lo real, a los profesores escapando de la lógica y de sí mismos, a los muchachos que se buscan y se pierden en la turbación del sexo y a las víctimas del riesgo utópico, que dejan ver sus derrotas a manos del terror estatal.

Desde que Adorno postuló la imposibilidad de escribir después de Auschwitz, los discursos literarios que dicen el horror político parecen interrogarse sobre cómo narrar lo inenarrable. En la producción literaria nacional que sobrevivió a la dictadura parece reinstalarse ese debate: ¿cómo dice el terror de Estado la narrativa argentina contemporánea? Guillermo Martínez incorpora su escritura al debate desde una delimitación interesante:

No puedo pensar en la historia argentina sino como una tragedia. Esto me inhibe de ciertos tratamientos paródicos o frívolos que dieron al tema otros escritores de mi generación. Por otro lado, también me parece agotada la tradición del relato “testimonial”. Por eso creo que el problema de cómo abordar hoy lo político en la ficción es uno de los temas más difíciles e interesantes que uno pueda plantearse.1

Martínez entiende que la literatura testimonial agotó su proyecto en los noventa. Si pensamos en Walsh como referente más lúcido y significativo de esa experiencia (que se construye desde Operación Masacre, cuando Walsh “vislumbra” y “testimonia” cómo funcionará la máquina estatal de terror en los años siguientes) observaremos que la necesidad de una escritura directa, que daba cuenta de la “sangre vertida” era funcional a su misión profética y su arrojo personal puestos al servicio de la “utopía” política de su generación. Walsh puso nombres al horror futuro, que él entrevió a fines de los cincuenta; Martínez (que empezó a escribir en los ochenta) traza otra escritura para dar cuenta del horror pasado: la alusión, el sesgo, la oblicua referencia, el distanciamiento. El testimonio crudo de la investigación walshiana tiene su antítesis: el tratamiento de la misma tragedia pero en épocas en las que cayeron los proyectos colectivos utópicos. Y desde la ficción, bajo las formas de lo que podríamos llamar las incrustaciones textuales.

Hay marcas, cicatrices, huellas, que aparecen sorpresiva y significativamente sobre el telón de una historia ordinaria que se cuenta con una claridad y un orden infrecuentes en la literatura joven argentina. Martínez construye historias visibles y narrables que son allanadas por esas cicatrices, esas marcas de lo no visible, lo no narrable (en la noción de Adorno) que se incrustan en el texto y lo conmueven, lo sacuden trayendo a la historia ordinaria y presente, los retazos, las esquirlas, las heridas de un pasado tan oscuro como lacerante que se nombra a medias, o a media voz, ya no por la censura del poder (que habita el itinerario de las páginas de Walsh) sino por las imposibilidades del lenguaje, por las debilidades de una palabra en dolor para asumir, como decía Martínez, la historia como tragedia desde el distanciamiento de la ficción. En “Retrato de un piscicultor”, un joven obsesionado con los peces y sus colores “utópicos” ocupa el centro gravitacional del cuento; detrás de ese relato evidente aparecen las incrustaciones, que en este caso tienen que ver con su pasado —contado por voces múltiples que se incorporan al texto— como militante de izquierda. Así, el texto visible que da cuenta del piscicultor y su manía esconde a medias la historia que brota en los intersticios en los que aparecen referencias como “él tenía su idea política”, “cuando volvieron los militares”, “era medio zurdito entonces” o “las tres A pintadas de negro”.

Las referencias son oblicuas porque son enunciadas por quienes cuentan la historia del piscicultor sin subrayar su costado trágico. Por el contrario, se subordinan al intento de fijar los avatares de la relación entre el muchacho y su acuario. Las marcas, sin embargo, se propagan y refuncionalizan aun desde su deliberada fragmentariedad. La mirada social que los enuncia dice también cómo se construyen y qué modos de circulación encuentran esos imaginarios sociales (“era medio zurdito...”). Detrás de cada una de esas frases late una experiencia histórica, un modo de decirla y un modo de callarla. El entretejido del texto, el cruce de la historia visible con la otra, invisible y tal vez incomprensible, resemantizan el universo semiótico del cuento y terminan otorgando al relato ordinario y evidente un sentido nuevo: la metáfora del asma, de las peceras destruidas por la bomba como ahogo político y humano; el anhelo de conseguir peces de cola azul como la inalcanzable utopía que la violencia niega y reprime. Esa utopía como deseo, el esfuerzo de la racionalidad intelectual como herramienta y la negación que la violencia política, social o económica significan son también cuestiones centrales de su primera novela, Acerca de Roderer, de 1992.

Es en esa novela de 1992 en la que se plantea, desde el viaje intelectual que emprende Roderer, entre la genialidad y el naufragio, la búsqueda de un tercer camino, una posibilidad más allá o más acá del pensamiento binario; salirse del ser o no ser, eludir la bipolaridad del signo desde una comprensión “anterior” a esos esquemas que, según Roderer, encarcelan el pensamiento humano. Cuando el personaje habla, en el final, del hallazgo definitivo de ese camino (“allá voy , soy el primero...”) no sabemos bien si alcanzó esa noción indecible o el sitio no tan auspicioso del delirio último. En el fondo, esa búsqueda parece remitir a los planteos del posestructuralismo en general y de la “différance” derrideana en particular, que reunía el doble concepto de diferir-ser diferente (en el espacio) y diferir-aplazar-retrasar (en el tiempo).

¿Qué vínculo podría proponer esa noción de différance que insinúa Acerca de Roderer con los cuentos de Infierno grande? ¿Qué lectura sugieren? ¿Qué abordaje lateral contribuye a realizar la idea de una huella derrideana en esos textos sin convertir la lectura en una maniobra mecánica de usurpación teórica? ¿Dónde está esa huella?

En otro cuento de ese volumen, “Infierno grande”, se repite la formulación narrativa: una historia pueblerina de celos y sospechas, de “chusmas” de barrio que espían la aparente fuga amorosa de un mochilero con la Francesa, la provocativa esposa del peluquero del pueblo, termina con un grupo de vecinos cavando en la playa para encontrar los restos de los amantes, supuestamente asesinados. El trabajo termina en la sorpresiva aparición de cadáveres mutilados en una fosa común. El texto, que hasta allí componía un relato visible, ordinario y hasta entretenido, se convierte, incrustaciones mediante, en otro texto, y la carga simbólica de esas marcas resemantizan —como en el cuento anterior— la trama general. Un comisario advierte la sorpresa del descubrimiento y ordena, a punta de pistola, callar, silenciar y tapar. Un perro que ladra la muerte descubierta tiene la suerte de quien no calla ni tapa: un balazo en la frente. Algunas vecinas, que miran pero no ven, se van apenadas porque no aparecieron ni el mochilero ni la Francesa para confirmar sus comentarios a la hora del té.

En medio del relato, las huellas como incrustaciones de la memoria. Pozos, excavaciones, muertos con signos de disparos, fosas comunes, el silencio ordenado e impuesto: las huellas están ahí. Pero no son las marcas del testimonio walshiano: no dicen el horror presente que contrasta con el silencio presente: denuncia contra la afasia del poder, bipolaridad del signo, la implacable lucidez del escritor contra el ocultamiento oficial. En la escritura de Martínez se repite la formulación de la différance: las incrustaciones que significan las huellas que el escritor disemina en el cuento terminan provocando un diferir en el tiempo (la historia contada después, la distancia generacional) y un diferir en el espacio (un lenguaje que difiere, que es distinto, nunca idéntico, al de la historia ordinaria que el cuento despliega). La différance, en este sentido, instala su negativa a convertirse en concepto, en método, en categoría: es una incrustación, una huella, que dice sin decir, que expone sin afirmar, que busca el sitio de un discurso sin texto, que incomoda al texto y lo resemantiza. Esas incrustaciones, a la vez, despliegan el imaginario social, lo cristalizan en frases que condensan y a veces contradicen la voluntad y el pensar de una sociedad que asume a medias o no asume su tragedia histórica (como las vecinas de Pueblo Viejo, que lamentaban no encontrar rastros de la pareja buscada sin “ver” los muertos en el pozo).

Incrustaciones que, sin embargo, no pueden taparse ni callarse. En esos relatos una sociedad construye símbolos desde sus silencios, sus decires y sus gestos. Tras las historias que Martínez cuenta en primer plano, la ficción empuja, incrusta, instala, sentidos que el pasado no resuelve y que reaparecen, en el lenguaje, como una memoria apaciguada pero latente y dolorosa.

 


  1. Martínez, Guillermo, Cuadernos Hispanoamericanos, España, julio 1993 (“Consideraciones de un ex político”).