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Manuel Martín AguadoEl tiempo, ese tren arrollador

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Después de Tierra de nadie, su primer poemario, nace un Manuel Martín nuevo, como poeta de la Net-Generation. Lo que hace particularmente significativo el título del poemario que ahora presenta, Sueños de Alejandría. En cuyo caso Alejandría representa, para él, el vínculo atemporal entre el pasado, el presente, lo real y lo imaginario. Resulta inevitable que nos recuerde a un faro y una biblioteca que existieron no sólo en la mente de un soñador; reconocidos como maravilla del mundo antiguo.

El tema que nos presenta en forma de poemas arrítmicos es el deseo humano de dominar el tiempo, ese tren imparable, su pisotear sobre nosotros, sus efectos menos deseados como el olvido. Manuel apuesta por una literatura de cercanía, que invita a identificarse. El tiempo nos arrolla, nos atropella no lo podemos parar, nos lleva inexorablemente al fin de nuestra existencia. El tiempo sigue y se personaliza en forma de reloj que no nos pertenece, aunque inútilmente tratamos de manipularlo. Por otra parte también simboliza periodos cortos de muertes y resurrecciones con relación a sentimientos intensos que ocurren en un momento preciso.

Manuel le pide al cielo que lo libere del tiempo, como si permanecer dentro de él fuera una prisión, lo que nos llevaría a concluir siguiendo su pensamiento que si pudiéramos ser inmortales e infinitos seríamos tan libres como el propio tiempo. Él nos dice que dejemos que el viento escriba “las alas del pájaro cruzando las edades del tiempo”.

En sus poemas camina “con la dicha de poder parar el tiempo” o, dicho de otro modo, con la posibilidad de dominar sus efectos.

Sin embargo, nunca pierde la esperanza mientras “todavía hay un reloj que marca las horas”.

Nos habla de los sucesos que acontecen en algunos vagones de ese tiempo, del silencio, de las cosas que callamos, de todo lo que lamentamos y no nos atrevemos a decir, de la distancia-tiempo que tomamos con nuestro pasado o incluso con nuestro futuro. Nos habla hermosamente del tabú de la muerte cuando nos dice que quiere encontrar “mi viejo árbol gris con sus raíces profundas y alargadas (...) y escuchar el sonido de mi pecho en la distancia y el eco de mi mortalidad”.

El tiempo puede ser además cruel incluso cuando como se indica: “El tiempo se ha negado tantas veces a adornar mi vida, que ya no pienso”.

A pesar de ello, el autor no se resigna ante el enemigo implacable y sus caprichos; nos dice: “Treparé por las horas hasta perder la esperanza”; es decir, hasta que no le queden más fuerzas o esté muerto, que en la ocurrencia parece lo mismo.

Sólo en un breve paréntesis el tiempo se relega a un segundo plano para dejar lugar a Dublín e Irlanda como protagonistas. Ahí vemos la influencia anglosajona de un Manuel que como Lorca también fue en su momento “poeta en Nueva York”. Fue tal vez allí donde por primera vez siente la nostalgia irlandesa de Yeats que invade Manhattan; y ahora retrata en apenas unos cuantos poemas. En el caso que nos ocupa es más bien el de un poeta catalán en Eire que hace un alto en su tiempo para adentrarse en el Dublín de Joyce y en un mundo celta que lo llena. Del cual presentimos seguirá sintiéndose inspirado en el futuro.

Incluso cuando nos hace una breve exposición de su anterior trabajo, Tierra de nadie, nos cita a W.H. Auden:

Los relojes no pueden indicar nuestra hora del día por qué acontecimientos rezar, pues no poseemos tiempo hasta que sabemos qué tiempo ocupamos, por qué el tiempo es otro que el que fuera el tiempo.

Todo él nos invita a marcar la memoria, recordando lo efímero de la existencia y la necesidad imperante de aprovechar bien nuestro pedazo de tiempo presente. Su escritura es reveladora de su propia capacidad de usar bien el tiempo y de su deseo comunicativo de entrelazarlo y crear sinergias con el de todos nosotros, sus lectores. Subámonos pues al tren.