Artículos y reportajes
En defensa legítima del llamismo

Ilustración: archivo Playboy

Comparte este contenido con tus amigos

“Pero acordándose que el valeroso Amadís no sólo
se había contentado con llamarse Amadís a secas,
sino que añadió el nombre de su reino y patria por
hacerla famosa, y se llamó Amadís de Gaula, así quiso,
como buen caballero, añadir al suyo el nombre de la
suya, y llamarse don Quijote de La Mancha”.

Capítulo I de la primera parte del Quijote

¿Cómo te llamas tú, amigo lector, amiga lectora? ¿Cuál es tu nombre? ¿Crees que la primera expresión es incorrecta? Averigüémoslo. Al otro lado de estas aguas resplandece la verdad. Por supuesto: no iré solo. Sólo sé que no sé nadar. De ahí mi temor a morir ahogado en las revoltosas aguas de este caudaloso río como lo es nuestro idioma. Desatemos pues las amarras. En derredor de estas aguas sopla un sórdido vocerío que nos ha de llevar a puerto seguro.

Desde hacía varias lunas me picaba la punta de los dedos de mi diestra mano por escribir sobre el tema. La necedad de algunos “doctos” y sabelotodos me impidió aguantar una luna más. Quizá debí escoger un título que estuviera más acorde con las pautas dictadas por las universidades. Un título tesista como: El grave problema de “el cómo me llamo o cuál es mi nombre” y sus variantes de género y persona entre los hablantes del español y los modos correctos e incorrectos de cómo llamarse o cómo nombrarse según las circunstancias a que hubiere lugar.

Nomás en estos días leía los puntos de vista de un buen número de cibernautas; unos en contra y otros a favor de la forma “yo me llamo”. Conozco la postura de muchos trabajadores “informales” de la lengua, léase escritores, periodistas, locutores y profesores de castellano. Postura que destierra del ámbito de la verdad el “yo me llamo, tú te llamas, él o ella se llama...”, etc. Nada más alejado del ámbito de la verdad que esta postura incongruente y vacía de toda lógica. Yo defiendo por igual ambas maneras.

En primer lugar, esta antiquísima construcción gramatical (yo me llamo...) es, desde el punto de vista morfosintáctico, correctísima; es decir, hay coherencia entre las partes que la componen: el pronombre (yo, tú, él, ella, etc.), la variante pronominal (me, te, se, nos) y la conjugación verbal. Esto lo conocen muy bien los inquisidores de la lengua. Muchos de ellos alegan que “uno no se llama”, pues “cómo es posible que uno pueda llamarse a sí mismo”. Hagamos la siguiente analogía: alguna vez hemos pronunciado o hemos oído decir: preciso un libro que me hable de... determinado tema. Desde luego que los libros no hablan (de un modo físico, digamos), se sobreentiende que la expresión la empleamos en sentido figurado (luego, es correcto decir: quiero un libro que me hable de...). ¡Claro!, los libros sí hablan, y de qué manera. El acto de leer nos permite establecer un diálogo directo con el texto, con el autor. En cierto modo, algo parecido pasa con la expresión “yo me llamo...”. Pero, incluso, el problema en cuestión coquetea con los bellos ojos de la psicología y aun con la filosofía. ¡Cuántas veces nos hemos topado con personas que, en plena calle, sonríen o hablan consigo mismas! O nosotros mismos, en un monólogo, llamándonos: “Qué te pasa, Leo, andas muy pensativo, debes apurarte, si te quedas aquí parado no vas a llegar a tiempo”. En tales casos, uno se está llamando. La máxima cartesiana “cogito, ergo sum”, podríamos traducirla así: yo me llamo, luego existo.

El asunto del llamismo (de algún modo hay que llamarlo) no va a desaparecer porque unos cuantos “doctos” así lo decidan. Podría especularse que el llamismo se confunde (y se funde) con los orígenes mismos del idioma. El epígrafe que acompaña este trabajo (las cursivas son mías) demuestra que el llamismo fue bastante empleado por los escritores del Siglo de Oro. Si se lee el Quijote con paciencia de relojero, nos daremos cuenta de que Miguel de Cervantes Saavedra hace uso del llamismo en más oportunidades que el nombrismo (igualmente hay que llamarlo de algún modo). Veamos estas perlas del capítulo uno de la primera parte: “Llamábase Aldonza Lorenzo, y a ésta le pareció ser bien darle título de señora de sus pensamientos”; “al fin le vino a llamar Rocinante, nombre a su parecer, alto, sonoro y significativo”; “y al cabo se vino a llamar don Quijote”. Y, tras saltar varias páginas al azar, nos encontramos con este diálogo (capítulo XVI): “—¿Cómo se llama este caballero? —preguntó la asturiana Maritormes. —Don Quijote de La Mancha —respondió Sancho Panza”. Y más adelante: “—Yo, señor gobernador, me llamo el doctor Pedro Recio de Agüero, y soy natural de un lugar llamado Tirteafuera, que está entre Caracuel y Almodóvar del Campo...” (capítulo XLVII de la segunda parte).

Continuemos con otras obras insignes del Siglo de Oro: “Pues sepa Vuestra Merced, ante todas las cosas, que a mí llaman Lázaro de Tormes” (así empieza el Lazarillo de Tormes). “Yo, señor, soy de Segovia. Mi padre se llamó Clemente Pablo, natural del mismo pueblo” (comienzo de la novela La vida del buscón, de Quevedo). No se ahonde más en el asunto: muchas obras literarias de la época tienen un comienzo más o menos parecido. Ni hablar de la literatura de otras épocas, pasando por el período modernista y el boom, hasta nuestros días: en todas ellas abundan (¡y cómo abundan!) ejemplos que apoyan el llamismo. De modo que no se puede alegar que la una es de un uso menos culto que la otra.

El empleo pues de la referida expresión por parte de la ingente comunidad hispanohablante está muy extendida (siempre lo ha estado). La oímos en canciones, en entrevistas, en calles, plazas, botiquines, consultorios médicos, cafeterías, pulperías, boticas, fábricas, cárceles, funerarias, terminales, cuarteles, escuelas, universidades, etc. Deberíamos sentirnos orgullosos de contar con ambas expresiones, lo cual es indicativo de la gran riqueza semántica del español. A propósito, se le preguntó a una adolescente pemona que tradujera “cómo te llamas” y “cuál es tu nombre”. Para ambos casos la bella bilingüe escribió: Anok adesek. Ella no discriminó entre una y otra expresión. Cada lengua tiene sus particularidades. Sólo los invito a leer. Como avestruces ilustrados, enterremos nuestras cabezas en los fascinantes “hoyos negros” de la literatura. Oigamos a los cuatrocientos millones de hispanohablantes: la voz de un pueblo es el corazón de un idioma. Verán pues que no me he apartado un ápice de la verdad.