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Mario Vargas Llosa. Fotografía: Nicolas Guerin (2006)Novelas y sexualidad: la juventud de Vargas Llosa

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Como puede desprenderse de las cuatro novelas en las que se ocupa en abundancia de la sexualidad y el erotismo —Elogio de la madrastra, Los cuadernos de don Rigoberto, El Paraíso en la otra esquina y Travesuras de la niña mala—, en Vargas Llosa son notorias las imprecisiones, conceptos que no tienen fundamento y una visión menguada de la naturaleza del tema. En este artículo repasamos el manejo de la sexualidad que hace el escritor en algunas de sus novelas de juventud, que no tratan explícitamente la materia, y que pareciera confirmar la impresión antedicha.

El análisis forma parte de un libro sobre la visión del erotismo y el amor, que trasciende la obra de ficción, incorporando ensayos y entrevistas del escritor.

Separándolas según la edad en que las escribió, excluyendo La casa verde, hemos escogido Los jefes, La ciudad y los perros y Los cachorros.

 

“Los jefes”, de Mario Vargas LlosaLos jefes

En el libro de cuentos Los jefes, 1959, escrito cuando contaba apenas veintitrés años, en una de las narraciones titulada “El hermano menor” la versión del drama sexual es muy simplista: “—He dicho la verdad —rugió Leonor; miraba alternativamente a los hermanos—. Ese día le ordené que me dejara sola y no quiso. Fui hasta el río y él detrás de mí. Ni siquiera podía bañarme tranquila. Se quedaba parado, mirándome torcido, como los animales. Entonces vine y les conté eso” (p. 163). Reincide en un discurso elemental en otro cuento, “Un visitante”. Dice: “—¡Qué mujer tan terrible, sí señor! —repite—. Se hace la desmayada y me está espiando con un ojo. ¡Usted no tiene cura, señora Merceditas!” (p. 173).

En estos dos relatos describe escenas eróticas limitadas a lo físico que prima sobre lo psíquico y social. Leonor, en el primero, refiere que el sujeto que la acosaba la miraba “como los animales”. En el segundo, “Un visitante”, el deseo queda circunscrito a la mirada. Aunque la mirada puede y ha dado pábulo a intensas representaciones sensuales, acá se queda en lo meramente fisiológico. El descargo de lo restringido del desarrollo sexual en estos cuentos estaría, no sólo en la juventud del escritor, sino también en la época, la década de los años 50. El novelista y la misma sociedad no contaban con información y el debate académico sobre la materia no estaba extendido ni en el Perú ni en el mundo.

 

“La ciudad y los perros”, de Mario Vargas LlosaLa ciudad

En La ciudad y los perros, 1963, su primera novela, cuatro años después, encontramos no menos de doce referencias al sexo, todas en relación con el mundo de la adolescencia temprana de los protagonistas del relato. Anotemos que están los tópicos convencionales, desde la presencia caudalosa del impulso lúbrico hasta el encuentro con la homosexualidad, pasando por las primeras relaciones en el prostíbulo y los tempranos escarceos románticos.

Leemos: “...podría ir donde un suboficial o un teniente, présteme veinte soles que yo también quiero ir donde la Pies Dorados, ya soy un hombre y quién mierda grita ahí...” (p. 18); también “...y él podía espiar a las parejas que disimuladamente iban a la cancha de tenis a besarse” (p. 29). Más, “Alberto tiene cogido de la cintura a Vallano y da pequeños saltos para evitar los puntapiés con que los recién llegados tratan de desprender los racimos de cadetes a fin de ganar un puesto. ‘No manosees, cabrón’, grita Vallano” (p. 37) y “Alberto se desnudó, despacio, doblando su ropa pieza por pieza. Ella lo miraba sin emoción. Cuando Alberto estuvo desnudo, con un gesto desganado se arrastró de espaldas sobre el lecho y abrió la bata. Estaba desnuda, pero tenía un sostén rosado, algo caído, que dejaba ver el comienzo de los senos” (p. 96).

Un análisis rápido de estos párrafos permite constatar lo restringido de las descripciones y su falta de profundidad en el relato de las vivencias. Sexualidad corporal, de veinte soles; excitación sexual sin imaginación, espiando a las parejas que se besaban; tocamientos físicos, “manoseos”, e imágenes intrascendentes y elementales: doblar la ropa y el sostén mal colocado de la prostituta.

Un ejemplo más destacado de desperdicio de la materia se da igualmente en la mera mención de los títulos de las “novelitas eróticas” que el capitán descubrió entre las pertenencias de Alberto: “Alberto oía fragmentos de títulos que apenas recordaba, algunos habían sido escritos un año atrás: ‘Lula, la chuchumeca incorregible’, ‘La mujer loca y el burro’, ‘La jijuna y el jijuno’ ” (p. 284) y “Alberto escribe una frase con letra nerviosa: media docena de cabezas tratan de leer sobre sus hombros. Se detiene, alza el lápiz y la cabeza y lee: lo celebran, algunos hacen sugerencias que él desdeña. A medida que avanza es más audaz: las palabras vulgares ceden el paso a grandes alegorías eróticas...” (ps. 125-126).

No están, por supuesto, esas “grandes alegorías eróticas” que reemplazarían a las palabras vulgares, según nos dice. A los veintisiete años, MVLl toma conciencia de la riqueza de la sexualidad, pero aún no es capaz de desarrollar la asignatura.

El autor hace suyas, además, las interpretaciones más populares que circulan sobre la libido. Buenos ejemplos los encontramos en la gestión literaria de la homosexualidad en el libro que comentamos. Opina: “Los maricas son muy raros. Es un buen tipo, nunca jala en los exámenes. Él tiene la culpa que lo boten: ¿Qué hace en un colegio de machos con esa voz y esos andares? El serrano lo friega todo el tiempo, lo odia de veras. Basta que lo vea entrar para que empiece, ¿cómo se dice maricón en francés?, profesor ¿a usted le gusta el cachascán?, ... , profesor Fontana, sus ojos se parecen a los de Rita Hayworth” (p. 147). La conducta compleja y el drama del homosexual reducido a “son muy raros” y las reacciones y actitudes de una cultura sexualmente binaria, desleídas en una sola frase: “él tiene la culpa que lo boten”.

En esta novela el objeto amoroso del protagonista es concebido en términos de rasgos de la personalidad o figuraciones misteriosas de la feminidad, despojándolo de toda posibilidad de asociar los matices eróticos y las respuestas anatómicas: “Siempre parecía tan limpia, tan elegante, que yo pensaba: ¿cómo a las otras nunca se las ve así? Y no es que cambiara mucho de vestido, al contrario, tenía poca ropa. Cuando estábamos estudiando y se manchaba las manos con tinta, botaba los libros al suelo y se iba a lavar. Si caía al cuaderno aunque fuera un puntito de tinta, rompía la hoja y la hacía de nuevo... Su uniforme de colegio era una falda azul y una blusa blanca. A veces yo la veía llegar del colegio y pensaba: ‘Ni una arruga, ni una mancha’ ” (p. 137). No hay vestigios de inseguridad, exaltación o melancolía, fantasías, el objeto amado es concebido a partir de su exterioridad: limpia, elegante, reacción ante la suciedad (manchas de tinta), la pulcritud de la ropa.

Tampoco, como era de esperar por lo anterior, se especula sobre las potenciales desviaciones instintivas que son insumos para la ficción. En el conocido episodio del corral encontramos: “Cava nos dijo: detrás del galpón de los soldados hay gallinas. Mientes, serrano, no es verdad. Juro que las he visto. Así que fuimos después de la comida, dando un rodeo para no pasar por las cuadras y rampando como en campaña. ¿Ves? ¿Ven?, decía el muy maldito, un corral blanco con gallinas de colores, que más quieren, ¿quieren más? ¿Nos tiramos la negra o la amarilla? La amarilla está mas gorda” (p. 31). La posibilidad del desarrollo imaginativo, contradictorio, contrastado, moral, etc., resulta enajenado por la superficialidad del casi documental que nos ofrece.

En síntesis, puede decirse que en asuntos de sexo la novela se presenta como la suma de trivialidades que ocurrirían en la vida del adolescente medio. La explicación sería la incultura sexual del novelista en plena juventud, lo que no resulta extraño si consideramos que comenzando los 60, en el Perú todavía no se había aún abierto el debate público sobre la sexualidad y su enfoque moderno, el que recién hizo su aparición en la universidad a mitad de la misma década. El escritor fue en este caso un testigo tímido y desarmado de la sexualidad del adolescente promedio.

 

“Los cachorros”, de Mario Vargas LlosaLos cachorros

En la que para algunos es una novela corta, Los cachorros, 1967, en la treintena de su vida, está ya claro desde el principio lo que iba a ser una constante en su obra de ficción y también en sus ensayos: con la limitación en el tratamiento del impulso genésico y sus elaboraciones psicológicas y sociales.

Las repercusiones de la emasculación del personaje Cuellar son dramatizadas en párrafos como los siguientes: “¿le daba cólera, Pichulita?, ¿por qué en vez de picarse no se conseguía una hembrita y paraba de fregar?, y él ¿se chupetearon?, tosiendo y escupiendo como un borracho, ¿hasta atorarse? taconeando, ¿les levantaron la falda, les metimos el dedito?” (p. 31). Continúa, “Desde entonces, Cuellar se iba solo a la matiné los domingos y días feriados —lo veíamos en la oscuridad de la platea, sentadito en las filas de atrás, encendiendo pucho tras pucho, espiando a la disimulada a las parejas que tiraban plan—”, (ps. 32-33).

El personaje, Cuellar, víctima de la pérdida de los genitales, es presentado con sentimientos simples, cólera, envidia de no experimentar él mismo las sensaciones placenteras de los tocamientos físicos. Pero ¿qué hay de su visión de sí mismo, dada su condición de mutilado? ¿Qué de su vida futura, pareja, familia, amor? El escritor escoge quedarse en las vivencias secundarias de Cuellar.

 

Epílogo

En sus primeros relatos —Los jefes, La ciudad y los perros y Los cachorros— MVLl tiene un acercamiento extremadamente esquemático a la sexualidad humana: asume los lugares comunes y la explora como genitalidad, en su vertiente primaria, estímulos físicos y reflejos fisiológico-hormonales.

 

Bibliografía

  • Vargas Llosa, M. Los jefes / Los cachorros, Peisa, 1980.
    —. La ciudad y los perros, Peisa, Lima, 1991.