Sala de ensayo
SpinozaLa ética y la estética

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En qué se diferencia el bien del mal es una cuestión esencial en la filosofía del pensamiento moral (conocida como Ética), cuyo epíteto nos compete a nosotros discurrir siquiera de una manera pormenorizada al albur de los ejemplos suministrados por nuestra especialidad que es la literatura comparada; en este ensayo, no obstante, resaltaremos la importancia que tiene la filosofía del pensamiento de lo bello (conocida como Estética), en todo juicio moral sobre los hechos, respaldando esta opinión con ejemplos sacados de los sentimientos que todo humano posee, al confesarse que no es más que una criatura sedienta de luz, de amor verdadero y de destellos.

Lo primero que uno debe refutar en Ética es este extremo certero pensado por el egregio Spinoza: que “no deseamos las cosas porque sean buenas, sino que son buenas porque las deseamos”. Esta proposición verdadera, no obstante, como toda proposición parcialmente verdadera, se nos postula herética; y es herética, no porque deba ir a la hoguera en donde fueran calcinados muchos de los buenos libros de don Quijote, sino porque no dice toda la verdad sobre la Ética, sino sobre la moral particular de cada sujeto, esto es: la proposición de Spinoza apela a los deseos, no a los juicios formulados sobre esos deseos y, por tanto, se conforma como una frase explicativa de la moral subjetiva y relativista: es decir, importante para uno mas fútil para todos.

Porque el hecho es que para enjuiciar si nuestros deseos son buenos o malos, deberemos hacerlo partiendo de si son buenos o malos con relación a un sistema determinado y concreto; con respecto a un conjunto de reglas. Sería divertido ver jugar al parchís a ciertos amigos, para comprobar cómo en el momento en que uno de ellos ha sucumbido en la derrota producto del destino, la suerte esquiva y las malas elecciones personales, éste se levanta de la silla con lágrimas en los ojos producto de un insano y herido orgullo, señala a los cielos con el dedo índice de la mano derecha y proclama: “¡Según mis propias reglas, que son buenas porque son mías y las deseo, yo sumo 40 casillas por haber perdido mi última ficha voluntariamente!”. Desconocemos la cara de los participantes, pero seguro que el más sensato también se levantaría y diría esto con toda su solidaridad y caridad cristianas: “¡Hermano!”, gritaría apelando al Supremo para, al instante, bajar la voz suplicante: “Todos conocemos tu amor por la amistad y tu mayor pasión por el éxito, muy de moda hoy día merced al capitalismo de los banqueros, empresarios y filibusteros, dicho sea de paso...” (“¡Sin duda!”, gritaría otro compañero con el corazón desbocado por la exposición de la Verdad desnuda). “¡Amigo, hermano!”, continuaría el portavoz, “¡tu amor al éxito y a la victoria es grande y lo respetamos, pero nunca podrá ir en contra de las normas del juego, iguales para todos!” (“¡Bravo, bravo, hurra!”, vociferarían todos al unísono). Y con esto se reanudaría el juego por los cauces comunes dictaminados por el parchís, todos abrazando al perdedor, que dejaría de llorar para reírse de su último error horrendo.

Obviando este ejemplo literario de corte dickensiano, lo que quiero decir es que debemos partir de lo que enseñó Aristóteles en su Política: que “el hombre es un ser social” y, por ende, debe encauzar sus comportamientos de acuerdo con unas reglas. Estas reglas, no obstante, diferirán dependiendo de muchos aspectos influyentes en las sociedades humanas como pueden ser el clima, la geografía, la religión, la tradición, la cultura, etc. Así las cosas, si bien podremos hablar con propiedad de la Ética de la Grecia clásica, de la romana, de la cristiana, de la árabe, etc., y no estaremos en la capacidad de dictaminar cuál de ellas es más verdadera, porque no existe un baremo absoluto (que sería Dios) en la Tierra, sí podremos referir cuál de ellas es más justa por ser solidaria, igualitaria, caritativa, equitativa y humana; por ser más fiel reflejo de la Justicia como Idea platónica.

Un tipo de moral infalible, un conjunto de reglas áureas que tiene el ser humano para conducir sus acciones la suministra la Estética, la idea y presencia que tenemos de la Belleza. Y se puede probar este hecho si tan sólo miramos a una madre con su hijo entre los brazos, o a dos amantes besándose con una pasión omnívora, para concluir esto: que amar a las cosas es bueno, no porque lo deseamos, sino porque, primeramente y antes de pensar nada, el amor así mostrado se nos aparece él mismo bello, divino, el reflejo hipostasiado de una Belleza suprema que reina en el Universo.