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Espejos o (With the moon on my hands) espejismos

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Las líneas de mis manos se han borrado.

Debajo y a la izquierda del espejo, el vaho ha dibujado una campana. Va a romperse, pienso. Yo pensé que iba a romperse.

Demora más de un cuarto de hora la nostalgia en escribir tu nombre en el vértice opuesto, y los hilos invisibles del tiempo no cesan de abrirse paso entre las grietas de los muros: van urdiendo una trama secreta entre las baldosas, donde mis pies han echado raíces de inconsciencia. Y reniego del reflejo absurdo de mi rostro; mis manos todavía están en blanco: como si tanto anhelo anestesiado hubiera arrasado los senderos quirománticos.

Cierro mi ojo izquierdo con la ridícula intención de sólo poder ver el lado derecho de este desfile retorcido de las horas. Cerrar el ojo izquierdo se me ocurre una patológica reacción a todo aquello que deviene sin remedio a ras del suelo.

Los espejos son naturalezas muertas; formas, extremidades, materia inorgánica imantada, geografías humanas de rubores obscenos que respiran fagocitando todo aquello que se mueva frente a ellas en actitud narcisista.

La campana repica todo el tiempo encendiendo una luz mucho más verde que la verde extensión de un campo virgen. Y el espejo no se rompe. ¿Me está indicando que tengo el paso libre hacia toda obscura percepción del otro lado del silencio?

Los espejos son ojos que no reflejan el alma; apenas dejan ver el pesado discurrir de la humana condición que nos absorbe. Manchas negras; laberintos de brea donde resbala la conciencia; el cerebro aterrado se contrae en violentos espasmos. Y los ojos no atinan a reflejar mi lado blanco; sigo guiñando absurdamente —con la conciencia sucia y el corazón al borde de un abismo de preguntas— y ya es un tic que cumple la función de distraer la memoria.

Y el tiempo acecha entre los zócalos.

No me detengo. La ausencia de razones me provoca una rabia energizante: pinté de azul mi habitación entre tus brazos.

Los vampiros horarios se empeñan en succionarme la ilusión de las venas, y a pesar de que todavía no distingo los cráteres de la luna —mis manos siguen tensas, ansiosas de tu sangre— puedo verla sonreír cabeza abajo apenas amanece.

Congelada en el iris de tus ojos, ¿cuántas miradas hace que no percibo tu piel debajo de mis uñas hambrientas? —te amo de todos modos con la urgencia clavada en el reflejo inmóvil de mí misma cuando no me reconozco viva— y es que sin vos hay una muerte ilógica que me mantiene los pies sobre la tierra.

Te amo; con esa magnitud física que me proyecta al otro lado de la cara visible de la luna. No hay espejo que pueda resistir la luna llena —llenos tus dedos de mis poros; mi boca llena de tu boca.

No es mi lengua esa espesa sombra roja que repta en las esquinas rotas; cristalizo tu recuerdo en cada pedazo de vidrio que ahora cae gota a gota entre mis piernas abiertas —sé que voy a desangrarme. Yo siempre creo que voy a chorrear esta pasión como líquido amniótico.

Silba el viento; allá sobre él los cráteres desnudos. Hay un peregrinar de estrellas como espejos que reflejan el vacío —son ellos, los cotidianos ojos de búho que reprimen la audacia de quererse— y hay tus pasos guiando mi cordura. Hay huracanes y gestas suicidas entre las hormigas que me caminan la piel cuando percibo tu voz en el silbido del viento; y se detiene entre mis piernas abiertas. Entonces respiro hondo: no me desangro, no; no chorreo por la herida de tu ausencia. Es una reacción química.

Los espejos mutan en lupas mientras dura un eclipse de luna.