Letras
El guitarrista

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Al terminar las faenas del campo, todos los hombres se reunían en el único bar del pueblo. El sitio tenía afuera, en los meses de verano, unas cuantas mesas, adentro estaba la barra, una mesa de billar y alguna máquina tragamonedas. Arriba de la barra había un aparato de televisión permanentemente encendido aunque nadie lo miraba, salvo cuando había algún partido de fútbol.

Él llegaba como todos, cansado, sediento, sudoroso, pero además de querer tomarse una cerveza refrescante, tenía otras inquietudes. Había una guitarra en una esquina del lugar, a la que siempre le ponía las manos encima, la rascaba y solía lograr una melodía bastante diáfana y agradable al oído. En ese momento paraban las conversaciones y los juegos de mesa, para escucharle. Los parroquianos eran condescendientes con el joven pero también prestaban atención porque aquellas notas musicales les relajaban.

Para las fiestas del pueblo, instalaban una tarima en medio de la plaza. Cediendo a la modernidad se ponía un DJ con infinidad de discos compactos para divertir a grandes y chicos. Él también acudía a la plaza, entre actos cogía la guitarra del bar y tocaba melodías, que apenas se escuchaban entre el griterío de la chiquillería que en esa fiesta no tenían el apremio de ir a dormir temprano. Durante la fiesta de San Juan, un empresario reconocido de la capital había detenido su camino y mientras tomaba el fresco en la plaza, pudo escucharle. Gratamente impresionado, antes de partir, se le acercó y le entregó una tarjeta: Por si algún día vas a la capital, muchacho.

Pasó el tiempo. El joven quiso ir a probar suerte y se marchó a la capital. Llegando, se acomodó en una pequeña pensión y localizó al empresario. Le iría a visitar al día siguiente. Amaneció contento como unas pascuas, cepilló sus ropas domingueras llenas del polvo del viaje, limpió sus botines. Mojóse el cabello y cuidadosamente lo peinó con raya al costado. Tomó la guitarra y se dirigió al teatro. No hizo falta preguntar quién era, su apariencia de pueblerino lo delataba. El empresario lo envió al director de la orquesta, acompañado de un bedel para que le hiciera las pruebas necesarias y fue aceptado dentro de la orquesta.

A partir de aquel día el joven aprendió nuevas melodías que interpretaba noche tras noche, para un público bastante exigente. Nunca recibió reproche alguno del director, por lo que pasaron los años y continuó dentro de la orquesta. Se le fue conociendo más como solista y llegó a acumular cierta fama.

En los momentos de descanso, entre actos, recordaba los colores y olores del campo, el aroma de las flores de azahar que inundaba su trocito de tierra, mientras comía su almuerzo debajo de un naranjo. Encontraba a faltar esas tardes de agotamiento físico, después de las faenas del campo, donde lo único que deseaba era tomar aquella guitarra y observar las caras dulces de las chicas del lugar, mientras interpretaba viejas canciones.

Miró hacia abajo y reparó en su calzado fino, cuidadosamente lustrado y por un momento quiso ver sus pies de nuevo embutidos en sus viejas alpargatas cómodas aunque sucias por el ir y venir de las labores en el campo.

Pero unos golpes en la puerta le hicieron regresar de sus pensamientos: En 2 minutos a escena, Maestro.